Nuevos documentos desclasificados por la CIA muestran cómo Estados Unidos analizó al PNV y a ETA en los años más oscuros del franquismo
![[Img #29369]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/12_2025/8963_screenshot-2025-12-11-at-15-18-20-cuando-la-cia-consideraba-a-navarra-la-cuarta-provincia-vasca-y-diseccionaba-a-eta-y-el-gal.png)
Durante décadas, los archivos de la CIA sobre España permanecieron en silencio, como si todo lo ocurrido durante el franquismo y la transición perteneciera a un territorio demasiado reciente para ser mirado de frente. Pero los documentos, igual que los países, no desaparecen: duermen. Y cuando en abril de 2025 la Agencia liberó una nueva tanda de informes históricos, una carpeta llamó inmediatamente la atención de los investigadores. Llevaba un título simple, casi austero: BASQUE AFFAIRS — Restricted Analysis (1960–1977). Dentro, cientos de páginas reconstruían la mirada estadounidense sobre el País Vasco en los años más oscuros de la dictadura. No eran papeles extravagantes ni revelaciones espectaculares, sino algo más profundo: la evidencia de cómo la inteligencia norteamericana trató de descifrar una de las ecuaciones políticas más complejas de la Europa occidental del siglo XX.
Para la CIA, el País Vasco era un laboratorio político natural donde convergían tres elementos explosivos: un nacionalismo histórico y disciplinado representado por el PNV; un movimiento insurgente creciente que pronto se convertiría en una de las organizaciones terroristas más activas del continente, ETA; y una sociedad industrial, cohesionada y tensada por décadas de represión cultural y conflicto económico. Juntos formaban un triángulo que, a ojos de Washington, podía determinar la estabilidad futura de España, un país cuya transición democrática era vista como estratégica en plena Guerra Fría.
Los primeros documentos, fechados entre 1956 y 1963, revelan una percepción clara: el PNV era considerado por la CIA como un actor moderado, fiable, católico y sorprendentemente alineado con los intereses occidentales. No se trataba solo de su profundo anticomunismo, sino también de la extensa red que el partido mantenía en Francia, México y Estados Unidos. El Gobierno Vasco en el exilio lograba ejercer una política internacional discreta pero constante, y esa constancia generaba confianza. Los analistas lo describieron como “la fuerza antifranquista mejor organizada” y, en algunos borradores internos, incluso se referían a él como the Basque stabilizer, la pieza que podría aportar equilibrio en un eventual escenario postdictatorial. Sin embargo, ya a finales de los sesenta detectaban un problema que erosionaría la influencia peneuvítica: la pérdida acelerada de apoyo juvenil, un vacío generacional que empezaba a ser ocupado por un fenómeno que entonces apenas merecía atención en los informes: ETA.
Los primeros análisis de ETA escritos en Langley muestran una mezcla de incomprensión y desdén. En 1964, la organización es descrita como un grupo pequeño, semiclandestino, sin capacidad militar y con un ideario confuso que mezcla nacionalismo romántico, marxismo y catolicismo progresista. No era percibido como una amenaza real al aparato franquista… hasta que lo fue. El asesinato de Melitón Manzanas en 1968 marca un punto de inflexión en los documentos. La CIA comprende que aquel grupo juvenil había adquirido una disciplina interna sorprendente, un nivel técnico suficiente para ejecutar operaciones terroristas complejas y un aura simbólica que empezaba a convertirlo en referente para sectores juveniles del País Vasco industrial. A partir del Proceso de Burgos, en 1970, los informes muestran un cambio de tono: ETA deja de ser un fenómeno local para convertirse en una fuerza que logra proyectar su causa más allá de España, alcanzando resonancia internacional y atrayendo “simpatías” en movimientos estudiantiles europeos.
En los años previos a la muerte de Franco, la CIA realiza análisis cada vez más detallados sobre la evolución ideológica de ETA, que percibe como un híbrido difícil de clasificar: una mezcla de nacionalismo radical, marxismo-leninismo y ética guerrillera, con raíces culturales cristianas y una sorprendente capacidad de adaptación. La organización no encaja en los moldes típicos de las guerrillas latinoamericanas ni en los de los grupos revolucionarios europeos. Es, para los analistas, una insurgencia única, nacida de un territorio con identidad propia y moldeada por la represión franquista.
Todo esto adquiere una dimensión mayor con el atentado del 20 de diciembre de 1973. El asesinato de Luis Carrero Blanco, descrito en los documentos como una “operación técnicamente impecable”, obliga a Langley a reescribir su mapa estratégico de España. Los informes revelan sorpresa y preocupación: ETA no solo había logrado atentar contra el sucesor natural de Franco, sino que con ello alteraba la arquitectura misma del régimen. La CIA entiende entonces que la Transición española ya no sería un proceso controlado desde dentro, sino una transformación abierta y vulnerable, atravesada por tensiones que podían desbordarse en cualquier momento.
Pero para comprender cómo la CIA veía el futuro político del País Vasco, es necesario examinar cómo observaba su sociedad. Los documentos sociológicos producidos entre 1968 y 1976 muestran una profunda fascinación por la identidad vasca. Los analistas describen al País Vasco como “una de las sociedades más cohesionadas de Europa”, con una memoria histórica resistente, una lengua que funcionaba como marcador comunitario y una organización social capaz de sostener redes clandestinas, culturales o políticas incluso bajo represión. La presunta represión franquista, lejos de disolver esa identidad, la reforzaba. La Iglesia, además, jugaba un papel ambiguo: moderadora en los cincuenta, pero a partir de los sesenta convertida en refugio ideológico de no pocos terroristas. En los astilleros, en las fábricas siderúrgicas, en los talleres metalúrgicos del Gran Bilbao y del Goierri, la CIA veía un caldo de cultivo donde nacionalismo e izquierda radical competían por el mismo terreno simbólico.
A partir de 1974, con la salud de Franco deteriorándose, los documentos muestran un incremento notable del interés estadounidense por el País Vasco. La CIA temía tres escenarios: que la violencia de ETA desestabilizara la Transición y provocara una involución autoritaria; que el PNV no lograra recuperar suficiente influencia como para encauzar el nacionalismo por vías democráticas; y que Francia continuara ofreciendo refugio logístico a la insurgencia terrorista, frustrando cualquier intento español de controlarla. Para Washington, la estabilidad del norte peninsular era esencial para la estabilidad de toda la democracia que estaba por nacer.
Tras la muerte de Franco, los informes se vuelven más detallados. La CIA reconoce rápidamente la capacidad del PNV para reconstruir su base social y convertirse en un actor institucional clave, aunque advierte de la fuerza de la juventud radicalizada y de la fragmentación interna del ecosistema nacionalista. La transición vasca aparece en los documentos como un proceso especialmente sensible, donde coexistían esperanza de autonomía, violencia en aumento, tensiones internas en los partidos y una sociedad exhausta, pero movilizada. El Estatuto de Guernica es analizado como una herramienta poderosa de integración democrática, pero insuficiente para frenar por sí sola a ETA mientras esta mantuviera infraestructura militar y refugio al otro lado de la frontera.
El documento final de la carpeta, sin fecha precisa, condensa en una frase el pensamiento estratégico de la CIA: “Comprender el País Vasco exige aceptar que España es un Estado de múltiples memorias. Mientras esas memorias no puedan coexistir sin conflicto, la política vasca seguirá siendo una fuente de tensión estructural.” La afirmación, seca y analítica, reconoce implícitamente algo que el nuevo Estado español entendió pronto: que el País Vasco no era un problema de seguridad, sino un territorio donde identidad e historia moldeaban todas las decisiones políticas.
Cincuenta años después del fin del franquismo, los documentos desclasificados no revelan conspiraciones extranjeras ni operaciones encubiertas en Euskadi. Muestran algo más profundo: cómo una superpotencia intentó leer, interpretar y anticipar un territorio cuya complejidad no podía ser reducida a un esquema geopolítico simple. Para la CIA, el País Vasco era una combinación rara en Europa: un pueblo con identidad milenaria, un movimiento político moderado con estructura internacional, una insurgencia terrorista con capacidad militar real y una sociedad que no se dejaba comprender desde las categorías convencionales de la Guerra Fría.
Mirar estos documentos hoy permite observar también algo más: que los problemas aparentemente nuevos —las tensiones identitarias, los nacionalismos europeos, la memoria histórica, la violencia política— tienen raíces más largas de lo que solemos recordar. La historia no desaparece: solo espera a que alguien abra la carpeta adecuada. Y cuando esto ocurre, como ahora, las sombras del pasado iluminan de forma inesperada los dilemas del presente.
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Durante décadas, los archivos de la CIA sobre España permanecieron en silencio, como si todo lo ocurrido durante el franquismo y la transición perteneciera a un territorio demasiado reciente para ser mirado de frente. Pero los documentos, igual que los países, no desaparecen: duermen. Y cuando en abril de 2025 la Agencia liberó una nueva tanda de informes históricos, una carpeta llamó inmediatamente la atención de los investigadores. Llevaba un título simple, casi austero: BASQUE AFFAIRS — Restricted Analysis (1960–1977). Dentro, cientos de páginas reconstruían la mirada estadounidense sobre el País Vasco en los años más oscuros de la dictadura. No eran papeles extravagantes ni revelaciones espectaculares, sino algo más profundo: la evidencia de cómo la inteligencia norteamericana trató de descifrar una de las ecuaciones políticas más complejas de la Europa occidental del siglo XX.
Para la CIA, el País Vasco era un laboratorio político natural donde convergían tres elementos explosivos: un nacionalismo histórico y disciplinado representado por el PNV; un movimiento insurgente creciente que pronto se convertiría en una de las organizaciones terroristas más activas del continente, ETA; y una sociedad industrial, cohesionada y tensada por décadas de represión cultural y conflicto económico. Juntos formaban un triángulo que, a ojos de Washington, podía determinar la estabilidad futura de España, un país cuya transición democrática era vista como estratégica en plena Guerra Fría.
Los primeros documentos, fechados entre 1956 y 1963, revelan una percepción clara: el PNV era considerado por la CIA como un actor moderado, fiable, católico y sorprendentemente alineado con los intereses occidentales. No se trataba solo de su profundo anticomunismo, sino también de la extensa red que el partido mantenía en Francia, México y Estados Unidos. El Gobierno Vasco en el exilio lograba ejercer una política internacional discreta pero constante, y esa constancia generaba confianza. Los analistas lo describieron como “la fuerza antifranquista mejor organizada” y, en algunos borradores internos, incluso se referían a él como the Basque stabilizer, la pieza que podría aportar equilibrio en un eventual escenario postdictatorial. Sin embargo, ya a finales de los sesenta detectaban un problema que erosionaría la influencia peneuvítica: la pérdida acelerada de apoyo juvenil, un vacío generacional que empezaba a ser ocupado por un fenómeno que entonces apenas merecía atención en los informes: ETA.
Los primeros análisis de ETA escritos en Langley muestran una mezcla de incomprensión y desdén. En 1964, la organización es descrita como un grupo pequeño, semiclandestino, sin capacidad militar y con un ideario confuso que mezcla nacionalismo romántico, marxismo y catolicismo progresista. No era percibido como una amenaza real al aparato franquista… hasta que lo fue. El asesinato de Melitón Manzanas en 1968 marca un punto de inflexión en los documentos. La CIA comprende que aquel grupo juvenil había adquirido una disciplina interna sorprendente, un nivel técnico suficiente para ejecutar operaciones terroristas complejas y un aura simbólica que empezaba a convertirlo en referente para sectores juveniles del País Vasco industrial. A partir del Proceso de Burgos, en 1970, los informes muestran un cambio de tono: ETA deja de ser un fenómeno local para convertirse en una fuerza que logra proyectar su causa más allá de España, alcanzando resonancia internacional y atrayendo “simpatías” en movimientos estudiantiles europeos.
En los años previos a la muerte de Franco, la CIA realiza análisis cada vez más detallados sobre la evolución ideológica de ETA, que percibe como un híbrido difícil de clasificar: una mezcla de nacionalismo radical, marxismo-leninismo y ética guerrillera, con raíces culturales cristianas y una sorprendente capacidad de adaptación. La organización no encaja en los moldes típicos de las guerrillas latinoamericanas ni en los de los grupos revolucionarios europeos. Es, para los analistas, una insurgencia única, nacida de un territorio con identidad propia y moldeada por la represión franquista.
Todo esto adquiere una dimensión mayor con el atentado del 20 de diciembre de 1973. El asesinato de Luis Carrero Blanco, descrito en los documentos como una “operación técnicamente impecable”, obliga a Langley a reescribir su mapa estratégico de España. Los informes revelan sorpresa y preocupación: ETA no solo había logrado atentar contra el sucesor natural de Franco, sino que con ello alteraba la arquitectura misma del régimen. La CIA entiende entonces que la Transición española ya no sería un proceso controlado desde dentro, sino una transformación abierta y vulnerable, atravesada por tensiones que podían desbordarse en cualquier momento.
Pero para comprender cómo la CIA veía el futuro político del País Vasco, es necesario examinar cómo observaba su sociedad. Los documentos sociológicos producidos entre 1968 y 1976 muestran una profunda fascinación por la identidad vasca. Los analistas describen al País Vasco como “una de las sociedades más cohesionadas de Europa”, con una memoria histórica resistente, una lengua que funcionaba como marcador comunitario y una organización social capaz de sostener redes clandestinas, culturales o políticas incluso bajo represión. La presunta represión franquista, lejos de disolver esa identidad, la reforzaba. La Iglesia, además, jugaba un papel ambiguo: moderadora en los cincuenta, pero a partir de los sesenta convertida en refugio ideológico de no pocos terroristas. En los astilleros, en las fábricas siderúrgicas, en los talleres metalúrgicos del Gran Bilbao y del Goierri, la CIA veía un caldo de cultivo donde nacionalismo e izquierda radical competían por el mismo terreno simbólico.
A partir de 1974, con la salud de Franco deteriorándose, los documentos muestran un incremento notable del interés estadounidense por el País Vasco. La CIA temía tres escenarios: que la violencia de ETA desestabilizara la Transición y provocara una involución autoritaria; que el PNV no lograra recuperar suficiente influencia como para encauzar el nacionalismo por vías democráticas; y que Francia continuara ofreciendo refugio logístico a la insurgencia terrorista, frustrando cualquier intento español de controlarla. Para Washington, la estabilidad del norte peninsular era esencial para la estabilidad de toda la democracia que estaba por nacer.
Tras la muerte de Franco, los informes se vuelven más detallados. La CIA reconoce rápidamente la capacidad del PNV para reconstruir su base social y convertirse en un actor institucional clave, aunque advierte de la fuerza de la juventud radicalizada y de la fragmentación interna del ecosistema nacionalista. La transición vasca aparece en los documentos como un proceso especialmente sensible, donde coexistían esperanza de autonomía, violencia en aumento, tensiones internas en los partidos y una sociedad exhausta, pero movilizada. El Estatuto de Guernica es analizado como una herramienta poderosa de integración democrática, pero insuficiente para frenar por sí sola a ETA mientras esta mantuviera infraestructura militar y refugio al otro lado de la frontera.
El documento final de la carpeta, sin fecha precisa, condensa en una frase el pensamiento estratégico de la CIA: “Comprender el País Vasco exige aceptar que España es un Estado de múltiples memorias. Mientras esas memorias no puedan coexistir sin conflicto, la política vasca seguirá siendo una fuente de tensión estructural.” La afirmación, seca y analítica, reconoce implícitamente algo que el nuevo Estado español entendió pronto: que el País Vasco no era un problema de seguridad, sino un territorio donde identidad e historia moldeaban todas las decisiones políticas.
Cincuenta años después del fin del franquismo, los documentos desclasificados no revelan conspiraciones extranjeras ni operaciones encubiertas en Euskadi. Muestran algo más profundo: cómo una superpotencia intentó leer, interpretar y anticipar un territorio cuya complejidad no podía ser reducida a un esquema geopolítico simple. Para la CIA, el País Vasco era una combinación rara en Europa: un pueblo con identidad milenaria, un movimiento político moderado con estructura internacional, una insurgencia terrorista con capacidad militar real y una sociedad que no se dejaba comprender desde las categorías convencionales de la Guerra Fría.
Mirar estos documentos hoy permite observar también algo más: que los problemas aparentemente nuevos —las tensiones identitarias, los nacionalismos europeos, la memoria histórica, la violencia política— tienen raíces más largas de lo que solemos recordar. La historia no desaparece: solo espera a que alguien abra la carpeta adecuada. Y cuando esto ocurre, como ahora, las sombras del pasado iluminan de forma inesperada los dilemas del presente.










