Nueva Orden Ejecutiva
La guerra del cielo empieza ahora: Donald Trump diseña la supremacía espacial de EE.UU.
Estados Unidos fija la Luna como objetivo militar, industrial y energético, abre la puerta al uso nuclear en el espacio y lanza un desafío directo a China y Rusia en la mayor carrera geopolítica del siglo XXI.
![[Img #29423]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/12_2025/652_screenshot-2025-12-21-at-11-15-46-a-month-full-moon-night-free-photo-on-pixabay.png)
Donald J. Trump ha firmado una orden ejecutiva de gran calado —“Ensuring American Space Superiority”— que, en la práctica, convierte el espacio en el nuevo tablero central de la estrategia nacional de Estados Unidos: exploración, industria y seguridad quedan atadas en un mismo nudo político, con fechas, métricas y un mensaje inequívoco para aliados y rivales.
La Casa Blanca fija como metas volver a la Luna en 2028 a través de Artemis y levantar los “elementos iniciales” de un puesto lunar permanente en 2030, mientras ordena acelerar una arquitectura de defensa capaz de detectar, caracterizar y contrarrestar amenazas “desde la órbita muy baja hasta el espacio cislunar”, incluyendo explícitamente la posibilidad de armas nucleares en el espacio.
La orden no se limita a banderas y discursos: impone una maquinaria administrativa con plazos. En 60 días, el Asistente del Presidente para Ciencia y Tecnología debe emitir guía para una “National Initiative for American Space Nuclear Power”; en 90 días, debe integrarse un plan de NASA para cumplir objetivos “dentro de la financiación disponible” y, además, someter a revisión programas que estén más de un 30% retrasados o sobrecosteados; y en 180 días se exige reformar procesos de adquisición para privilegiar soluciones comerciales, acelerar decisiones y recortar duplicidades.
El texto, además, impulsa el músculo privado: Washington quiere atraer al menos 50.000 millones de dólares de inversión adicional en mercados espaciales para 2028, aumentar la cadencia de lanzamientos y abrir una “vía comercial” para sustituir la ISS en 2030. Y el punto más explosivo —por ambición y por controversia—: la directiva ordena desplegar reactores nucleares en órbita y en la Luna, con un reactor de superficie lunar listo para lanzamiento en 2030.
El impacto geopolítico es inmediato: el documento convierte la competencia espacial en una cuestión de “voluntad nacional”, y eso suele traducirse en carreras de respuesta. Si EE. UU. declara que debe poder contrarrestar amenazas en el cislunar y menciona la hipótesis de armas nucleares en el espacio, empuja a adversarios a demostrar capacidades simétricas o asimétricas: más vigilancia, más maniobrabilidad orbital, más contramedidas, más “zonas grises” (satélites duales, inspección cercana, interferencias). A la vez, la orden habla de reforzar contribuciones de aliados mediante mayor gasto, cooperación operativa y acuerdos de bases, lo que eleva el riesgo de fricción diplomática: algunos socios pueden ver la estrategia como paraguas protector; otros, como una invitación a convertirse en objetivo o a importar a su política interna un debate sobre militarización del espacio.
Y hay un segundo frente: al revocar la orden que sostenía el National Space Council, Trump centraliza la coordinación y cambia el equilibrio institucional, lo que puede acelerar decisiones, sí, pero también intensificar choques burocráticos y legales cuando haya que convertir esta visión en presupuestos, licencias, estándares y compromisos internacionales.
El riesgo financiero, en cambio, es el que suele matar estas epopeyas por dentro: fechas agresivas + tecnología inmadura + dependencia de contratistas = exposición a retrasos, sobrecostes y recortes. La propia orden exige “eficiencia” y revisiones punitivas para programas desviados, una señal de que la Casa Blanca anticipa fricción en calendario y ejecución.
Reuters y Space.com han subrayado, además, el contexto de reorganización y presión presupuestaria sobre NASA, junto con el peso creciente de la industria privada y la importancia de hitos técnicos (por ejemplo, sistemas críticos para el alunizaje) para cumplir 2028.
A eso se suma la apuesta nuclear: un reactor lunar u orbital no es solo un desafío de ingeniería, es un desafío de licencias, seguridad, seguros, responsabilidad internacional y aceptación pública; basta un incidente —un fallo de lanzamiento, una campaña política, una crisis diplomática— para congelar inversiones, disparar primas y ralentizar permisos. Y el objetivo de 50.000 millones de inversión “adicional” para 2028, aunque posible en un boom de contratos, también puede convertirse en un espejismo si los mercados perciben que el plan depende de ciclos electorales, litigios regulatorios, o de una demanda comercial que no crece al ritmo prometido.
En conjunto, Trump ha firmado algo más que una orden: ha trazado una línea de combate político y tecnológico con tres banderas —Luna 2028, puesto lunar 2030, nuclear en el espacio— y ha colocado la seguridad espacial (incluida la disuasión ante escenarios nucleares) en el mismo párrafo que la economía de mercado y la sustitución privada de la ISS. El resultado es una noticia con aire de “nuevo Apolo”… pero con riesgos de siglo XXI: la carrera ya no se mide solo en banderas plantadas, sino en escaladas estratégicas, cadenas de suministro, regulación nuclear y dinero real dispuesto a aguantar una década de incertidumbre.
Estados Unidos fija la Luna como objetivo militar, industrial y energético, abre la puerta al uso nuclear en el espacio y lanza un desafío directo a China y Rusia en la mayor carrera geopolítica del siglo XXI.
![[Img #29423]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/12_2025/652_screenshot-2025-12-21-at-11-15-46-a-month-full-moon-night-free-photo-on-pixabay.png)
Donald J. Trump ha firmado una orden ejecutiva de gran calado —“Ensuring American Space Superiority”— que, en la práctica, convierte el espacio en el nuevo tablero central de la estrategia nacional de Estados Unidos: exploración, industria y seguridad quedan atadas en un mismo nudo político, con fechas, métricas y un mensaje inequívoco para aliados y rivales.
La Casa Blanca fija como metas volver a la Luna en 2028 a través de Artemis y levantar los “elementos iniciales” de un puesto lunar permanente en 2030, mientras ordena acelerar una arquitectura de defensa capaz de detectar, caracterizar y contrarrestar amenazas “desde la órbita muy baja hasta el espacio cislunar”, incluyendo explícitamente la posibilidad de armas nucleares en el espacio.
La orden no se limita a banderas y discursos: impone una maquinaria administrativa con plazos. En 60 días, el Asistente del Presidente para Ciencia y Tecnología debe emitir guía para una “National Initiative for American Space Nuclear Power”; en 90 días, debe integrarse un plan de NASA para cumplir objetivos “dentro de la financiación disponible” y, además, someter a revisión programas que estén más de un 30% retrasados o sobrecosteados; y en 180 días se exige reformar procesos de adquisición para privilegiar soluciones comerciales, acelerar decisiones y recortar duplicidades.
El texto, además, impulsa el músculo privado: Washington quiere atraer al menos 50.000 millones de dólares de inversión adicional en mercados espaciales para 2028, aumentar la cadencia de lanzamientos y abrir una “vía comercial” para sustituir la ISS en 2030. Y el punto más explosivo —por ambición y por controversia—: la directiva ordena desplegar reactores nucleares en órbita y en la Luna, con un reactor de superficie lunar listo para lanzamiento en 2030.
El impacto geopolítico es inmediato: el documento convierte la competencia espacial en una cuestión de “voluntad nacional”, y eso suele traducirse en carreras de respuesta. Si EE. UU. declara que debe poder contrarrestar amenazas en el cislunar y menciona la hipótesis de armas nucleares en el espacio, empuja a adversarios a demostrar capacidades simétricas o asimétricas: más vigilancia, más maniobrabilidad orbital, más contramedidas, más “zonas grises” (satélites duales, inspección cercana, interferencias). A la vez, la orden habla de reforzar contribuciones de aliados mediante mayor gasto, cooperación operativa y acuerdos de bases, lo que eleva el riesgo de fricción diplomática: algunos socios pueden ver la estrategia como paraguas protector; otros, como una invitación a convertirse en objetivo o a importar a su política interna un debate sobre militarización del espacio.
Y hay un segundo frente: al revocar la orden que sostenía el National Space Council, Trump centraliza la coordinación y cambia el equilibrio institucional, lo que puede acelerar decisiones, sí, pero también intensificar choques burocráticos y legales cuando haya que convertir esta visión en presupuestos, licencias, estándares y compromisos internacionales.
El riesgo financiero, en cambio, es el que suele matar estas epopeyas por dentro: fechas agresivas + tecnología inmadura + dependencia de contratistas = exposición a retrasos, sobrecostes y recortes. La propia orden exige “eficiencia” y revisiones punitivas para programas desviados, una señal de que la Casa Blanca anticipa fricción en calendario y ejecución.
Reuters y Space.com han subrayado, además, el contexto de reorganización y presión presupuestaria sobre NASA, junto con el peso creciente de la industria privada y la importancia de hitos técnicos (por ejemplo, sistemas críticos para el alunizaje) para cumplir 2028.
A eso se suma la apuesta nuclear: un reactor lunar u orbital no es solo un desafío de ingeniería, es un desafío de licencias, seguridad, seguros, responsabilidad internacional y aceptación pública; basta un incidente —un fallo de lanzamiento, una campaña política, una crisis diplomática— para congelar inversiones, disparar primas y ralentizar permisos. Y el objetivo de 50.000 millones de inversión “adicional” para 2028, aunque posible en un boom de contratos, también puede convertirse en un espejismo si los mercados perciben que el plan depende de ciclos electorales, litigios regulatorios, o de una demanda comercial que no crece al ritmo prometido.
En conjunto, Trump ha firmado algo más que una orden: ha trazado una línea de combate político y tecnológico con tres banderas —Luna 2028, puesto lunar 2030, nuclear en el espacio— y ha colocado la seguridad espacial (incluida la disuasión ante escenarios nucleares) en el mismo párrafo que la economía de mercado y la sustitución privada de la ISS. El resultado es una noticia con aire de “nuevo Apolo”… pero con riesgos de siglo XXI: la carrera ya no se mide solo en banderas plantadas, sino en escaladas estratégicas, cadenas de suministro, regulación nuclear y dinero real dispuesto a aguantar una década de incertidumbre.












