Extremadura certifica el hundimiento de la izquierda y acaba con las ilusiones estratégicas del PP
Las elecciones celebradas hoy en Extremadura no pueden leerse como un simple ajuste autonómico ni como una coyuntura local. Son, por el contrario, un síntoma político nacional, una advertencia severa y una enmienda a la totalidad tanto a las estrategias calculadas desde los despachos como al proyecto ideológico de la izquierda española.
El Partido Popular acudió a las urnas con un plan claro y explícito: obtener una mayoría absoluta que le permitiera gobernar sin Vox, romper la lógica de bloques y ofrecer una imagen de centralidad cómoda para los salones mediáticos. El resultado ha sido un fracaso político evidente. No solo no alcanza esa mayoría, sino que queda más atado que nunca a la formación de Santiago Abascal, a la que atacó durante la campaña.
El mensaje de las urnas es demoledor: no se puede engañar al electorado propio. La derecha española no es una anomalía coyuntural ni una suma provisional. Es una realidad sociológica profunda, plural y persistente. Fingir que Vox es prescindible, o tratarlo como un socio vergonzante al que se puede arrinconar con cálculo táctico, ha vuelto a demostrar su inutilidad. El PP gobierna —si gobierna— porque suma con Vox. Todo lo demás es propaganda baldía y cínica.
Pero lo verdaderamente grave de esta noche no está en el error estratégico del PP, sino en el hundimiento histórico del Partido Socialista. El resultado del Partido Socialista Obrero Español en Extremadura no es una derrota más: es la caída de un pilar. Hablamos de uno de sus feudos clásicos, de una comunidad donde el socialismo había construido durante décadas una red tenebrosa y vergonzosa de poder, discurso y lealtades. Todo eso se ha venido abajo.
Que la izquierda obtenga en Extremadura apenas la mitad de los apoyos de la derecha no es un accidente estadístico. Es la consecuencia directa de años de políticas ideológicas desconectadas de la realidad, de un discurso moralizante que ha sustituido a la gestión, y de una izquierda más preocupada por imponer falsarios relatos woke que por resolver problemas. Cuando incluso tus territorios históricos te abandonan, el problema no es territorial: es estructural.
Este desplome tiene un responsable político claro y un nombre propio: Pedro Sánchez. Extremadura vota hoy también contra un modelo de poder basado en la polarización, la dependencia de minorías extremistas, la manipulación del lenguaje y el desprecio sistemático a amplias capas sociales. El sanchismo, presentado durante años como una maquinaria electoral infalible, muestra aquí su verdadero rostro: un proyecto agotado que pierde apoyos allí donde antes parecía invencible.
Extremadura no es una excepción. Es un anticipo. Un anticipo del desgaste irreversible de una izquierda que ha confundido gobernar con adoctrinar y resistir con dividir y vender el país troceándolo. Y es, al mismo tiempo, una advertencia para una derecha que, aun ganando, sigue prisionera de sus propias contradicciones y de su miedo a decir en voz alta lo que sus votantes ya tienen claro.
Las urnas han hablado con una claridad incómoda. Han desmentido estrategias, han enterrado mitos y han puesto cifras al fracaso de un ciclo político. Negar esta realidad no cambiará los resultados. Persistir en ella solo acelerará el derrumbe.
Extremadura ha sido hoy el espejo. Y lo que refleja no es agradable para nadie que aún crea en los viejos relatos políticos. Todo ha cambiado y quienes no quieran verlo, sean rojos u azules, lo pagarán caro. Muy caro, ya que las elecciones no siempre cambian gobiernos, pero a veces cambian épocas. Y cuando eso ocurre, quienes no lo entienden a tiempo acaban siendo arrastrados por la historia.
Las elecciones celebradas hoy en Extremadura no pueden leerse como un simple ajuste autonómico ni como una coyuntura local. Son, por el contrario, un síntoma político nacional, una advertencia severa y una enmienda a la totalidad tanto a las estrategias calculadas desde los despachos como al proyecto ideológico de la izquierda española.
El Partido Popular acudió a las urnas con un plan claro y explícito: obtener una mayoría absoluta que le permitiera gobernar sin Vox, romper la lógica de bloques y ofrecer una imagen de centralidad cómoda para los salones mediáticos. El resultado ha sido un fracaso político evidente. No solo no alcanza esa mayoría, sino que queda más atado que nunca a la formación de Santiago Abascal, a la que atacó durante la campaña.
El mensaje de las urnas es demoledor: no se puede engañar al electorado propio. La derecha española no es una anomalía coyuntural ni una suma provisional. Es una realidad sociológica profunda, plural y persistente. Fingir que Vox es prescindible, o tratarlo como un socio vergonzante al que se puede arrinconar con cálculo táctico, ha vuelto a demostrar su inutilidad. El PP gobierna —si gobierna— porque suma con Vox. Todo lo demás es propaganda baldía y cínica.
Pero lo verdaderamente grave de esta noche no está en el error estratégico del PP, sino en el hundimiento histórico del Partido Socialista. El resultado del Partido Socialista Obrero Español en Extremadura no es una derrota más: es la caída de un pilar. Hablamos de uno de sus feudos clásicos, de una comunidad donde el socialismo había construido durante décadas una red tenebrosa y vergonzosa de poder, discurso y lealtades. Todo eso se ha venido abajo.
Que la izquierda obtenga en Extremadura apenas la mitad de los apoyos de la derecha no es un accidente estadístico. Es la consecuencia directa de años de políticas ideológicas desconectadas de la realidad, de un discurso moralizante que ha sustituido a la gestión, y de una izquierda más preocupada por imponer falsarios relatos woke que por resolver problemas. Cuando incluso tus territorios históricos te abandonan, el problema no es territorial: es estructural.
Este desplome tiene un responsable político claro y un nombre propio: Pedro Sánchez. Extremadura vota hoy también contra un modelo de poder basado en la polarización, la dependencia de minorías extremistas, la manipulación del lenguaje y el desprecio sistemático a amplias capas sociales. El sanchismo, presentado durante años como una maquinaria electoral infalible, muestra aquí su verdadero rostro: un proyecto agotado que pierde apoyos allí donde antes parecía invencible.
Extremadura no es una excepción. Es un anticipo. Un anticipo del desgaste irreversible de una izquierda que ha confundido gobernar con adoctrinar y resistir con dividir y vender el país troceándolo. Y es, al mismo tiempo, una advertencia para una derecha que, aun ganando, sigue prisionera de sus propias contradicciones y de su miedo a decir en voz alta lo que sus votantes ya tienen claro.
Las urnas han hablado con una claridad incómoda. Han desmentido estrategias, han enterrado mitos y han puesto cifras al fracaso de un ciclo político. Negar esta realidad no cambiará los resultados. Persistir en ella solo acelerará el derrumbe.
Extremadura ha sido hoy el espejo. Y lo que refleja no es agradable para nadie que aún crea en los viejos relatos políticos. Todo ha cambiado y quienes no quieran verlo, sean rojos u azules, lo pagarán caro. Muy caro, ya que las elecciones no siempre cambian gobiernos, pero a veces cambian épocas. Y cuando eso ocurre, quienes no lo entienden a tiempo acaban siendo arrastrados por la historia.













