Manual básico para sobrevivir al progreso (sin mancharse)
Uno intenta vivir tranquilo, como Dios manda: levantarse pronto, quejarse del tiempo aunque haga el mismo de ayer, y desconfiar de cualquier cosa que venga envuelta en entusiasmo. Pero no hay manera. El progreso te persigue.
Antes el progreso venía despacio. Un día ponían una farola nueva, al siguiente asfaltaban mal una carretera y, con suerte, tardaban veinte años en tocar nada más. Ahora no. Ahora el progreso llega con sonrisa, formulario y contraseña.
Te dicen que es “por tu bien”. Siempre es por tu bien. Igual que cuando el carnicero te daba el filete con un dedo dentro y decía “esto es ternura”. Pues no. Eso era otra cosa.
Ahora todo es inteligente. El teléfono, la nevera, el coche… Falta poco para que el inodoro te mire con decepción si comes chistorra entre semana. Yo no quiero cosas inteligentes en casa. Bastante tengo conmigo.
Antes uno se olvidaba las llaves. Hoy te olvidas el cargador y es como si te expulsaran de la sociedad civilizada. No puedes pagar, no puedes llamar, no puedes demostrar que existes. Sin batería no eres nadie. Ni para Hacienda.
Y luego está el idioma. Ya no se habla: se posiciona, se gestiona, se resignifica. Antes decías “esto es una chapuza”. Ahora hay que decir “área de mejora”. Mentira. Es una chapuza, pero con PowerPoint.
En el pueblo hemos puesto contenedores nuevos. Hay siete. Siete. Cada uno para una cosa distinta. Yo tiro la basura con miedo, como si estuviera desactivando una bomba. El plástico en el marrón, el marrón en el gris, el gris depende del día. Al final no reciclas: confiesas.
Y no hablemos del optimismo obligatorio. Todo tiene que ser “una oportunidad”. Si te despiden, oportunidad. Si te suben los impuestos, oportunidad. Si llueve en agosto, oportunidad hídrica. Mire, no. A veces es simplemente una faena.
Por eso yo reivindico el derecho a la sospecha. A mirar una novedad y decir: déjala ahí un rato, a ver si muerde. El derecho a no actualizarse. A no sonreírle a una aplicación.
Porque el progreso está muy bien, pero a una cierta edad uno ya no quiere ir hacia adelante: quiere que le dejen en paz.
Y eso, curiosamente, es lo más revolucionario que queda.
Uno intenta vivir tranquilo, como Dios manda: levantarse pronto, quejarse del tiempo aunque haga el mismo de ayer, y desconfiar de cualquier cosa que venga envuelta en entusiasmo. Pero no hay manera. El progreso te persigue.
Antes el progreso venía despacio. Un día ponían una farola nueva, al siguiente asfaltaban mal una carretera y, con suerte, tardaban veinte años en tocar nada más. Ahora no. Ahora el progreso llega con sonrisa, formulario y contraseña.
Te dicen que es “por tu bien”. Siempre es por tu bien. Igual que cuando el carnicero te daba el filete con un dedo dentro y decía “esto es ternura”. Pues no. Eso era otra cosa.
Ahora todo es inteligente. El teléfono, la nevera, el coche… Falta poco para que el inodoro te mire con decepción si comes chistorra entre semana. Yo no quiero cosas inteligentes en casa. Bastante tengo conmigo.
Antes uno se olvidaba las llaves. Hoy te olvidas el cargador y es como si te expulsaran de la sociedad civilizada. No puedes pagar, no puedes llamar, no puedes demostrar que existes. Sin batería no eres nadie. Ni para Hacienda.
Y luego está el idioma. Ya no se habla: se posiciona, se gestiona, se resignifica. Antes decías “esto es una chapuza”. Ahora hay que decir “área de mejora”. Mentira. Es una chapuza, pero con PowerPoint.
En el pueblo hemos puesto contenedores nuevos. Hay siete. Siete. Cada uno para una cosa distinta. Yo tiro la basura con miedo, como si estuviera desactivando una bomba. El plástico en el marrón, el marrón en el gris, el gris depende del día. Al final no reciclas: confiesas.
Y no hablemos del optimismo obligatorio. Todo tiene que ser “una oportunidad”. Si te despiden, oportunidad. Si te suben los impuestos, oportunidad. Si llueve en agosto, oportunidad hídrica. Mire, no. A veces es simplemente una faena.
Por eso yo reivindico el derecho a la sospecha. A mirar una novedad y decir: déjala ahí un rato, a ver si muerde. El derecho a no actualizarse. A no sonreírle a una aplicación.
Porque el progreso está muy bien, pero a una cierta edad uno ya no quiere ir hacia adelante: quiere que le dejen en paz.
Y eso, curiosamente, es lo más revolucionario que queda.











