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Javier Salaberria
Miércoles, 21 de Enero de 2015 Tiempo de lectura:

El privilegio de ser donostiarra

[Img #5541]Hay ciudades de gran belleza, otras monumentales. Las hay con un pasado histórico espectacular, otras que son un hervidero de negocios. Hay ciudades con una diversidad cultural enorme, con una agenda cultural inabarcable y con el glamour de las grandes estrellas del espectáculo. Ciudades de cine, capitales del mundo donde se deciden los grandes asuntos. Las encontramos dinámicas, en crecimiento, con grandes oportunidades para el emprendedor. También hay grandes puertos a los que arriban buques llenos de millas. Las hay que son colmenas humanas, hormigueros a punto de reventar donde no viviría ni por todo el oro del mundo. Rara vez he visitado una urbe sin su propio encanto y personalidad, un carácter que moldea las formas de sus propios habitantes.

 

Entre todas ellas está la nuestra, el lugar donde nacimos, nos criamos y formamos una familia; el lugar donde viven nuestros seres y recuerdos más queridos. Un lugar que, independientemente de su dimensión y lustre, siempre es querido y añorado.

 

En el caso de Donostia hay que reconocer que los donostiarras lo tenemos más fácil que nadie para estar enamorados de nuestro hogar.

 

San Sebastián tiene las dimensiones del barrio residencial de una gran urbe a la que se le hubieran extirpado los atascos y las aglomeraciones, la contaminación y el ruido, y en vez de haberla dotado de una gran zona verde en su centro urbano se hubieran invertido los conceptos y se hubiera colocado ese barrio en medio de la naturaleza más salvaje.

 

Donostia es una ciudad varada en la mar, penetrada por ésta hasta sus entrañas, con sus cimientos asentados en arenales y marismas; y con la única protección de tres montes y un peñasco aislado.

 

Como la proa de un enorme buque rompe las olas cada vez que se adentra mar a dentro en la inmensidad del tiempo que el océano abarca.

 

No es una relación fácil con los elementos. La miman, la llenan de perlas y plata, de verdes zafiros, de un perfume fresco y húmedo, de una temperatura privilegiada. Pero cobran su tributo todos los años arrancando jirones de la piel de esta dama que aun recuerda los sonidos de aquella Belle Epoque de la que guarda su esencia.

 

En Donostia el bosque, la playa, el acantilado o la rivera queda a cinco minutos de casa. La retención de tráfico en hora punta dura lo que una canción de la radio. Conoces al funcionario que te atiende en la ventanilla porque es tu vecino o porque has coincidido con él veinte veces. Los barrios son pequeños pueblos donde todo el mundo sabe de todo el mundo. En San Sebastián es posible hablar con los alcaldes y concejales sin mucha dificultad y expresarles quejas o felicidades.

 

Pero esa dimensión modesta no le resta proyección en el mundo. Nos conocen por la gastronomía, por el cine, el jazz, por la belleza de nuestra costa, por estar ubicados a una horita de Bilbao, Vitoria y Pamplona, y muy cerca de San Juan de Luz, Biarritz y Bayona. Sin olvidarnos claro de las hermanas: Getaria, Zarautz, Orio, Pasaia, Irún, Ondarribia, etc.

 

San Sebastián es la ciudad ideal para el deportista de espacios abiertos. Tiene mar, tiene monte, tiene rutas de cicloturismo, bici de montaña, senderismo, y por supuesto unos recorridos de entrenamiento para ejercitar piernas de todas las dificultades y con unas vistas inmejorables. La oferta de polideportivos es sobresaliente para cuando el tiempo no acompaña o la temperatura y carácter del mar son demasiado rigurosos para la natación u otras actividades.

 

A los amantes del buceo, los fondos del Cantábrico les parecerán un poco inhóspitos al principio, pero conforme se adentren descubrirán una biodiversidad que nada tiene que envidiar de mares tropicales.

 

Por festejos no podremos quejarnos. No son multitudinarios ni probablemente demasiado marchosos. Sufren estoicamente las inclemencias del tiempo, pero aun así es difícil no divertirse en las calles o en los acogedores comedores de una sociedad gastronómica.

 

Los pinchos han hecho de esta ciudad la capital gastronómica del mundo. Tiene delito visitar Donostia y no hacer una ronda por los principales restaurantes y bares donde se sirven estos bonsáis culinarios.

 

Pero fuera de capitalidades culturales, eventos, festivales y fiestejos; más allá del bullicio diario de cualquier ciudad dinámica, continuamente invadida por turistas; yo me quedo con un privilegio del donostiarra: disfrutar de la profunda espiritualidad solitaria de la naturaleza. Siempre que puedo aprovecho para pasear por las playas desiertas en el corazón de la ciudad que parece olvidarlas; para sentarme a meditar en una roca aislada encarando una puesta de sol marítima; para perderme en la punta del acantilado o en un bosquecillo silencioso, escuchando los sonidos del silencio y del paso del tiempo.

 

Desde cualquier recodo del monte observo la profundidad del cosmos y escucho el eco del pasado, y me cuesta el mismo esfuerzo que asomarme al balcón de mi casa. ¿No este un inmenso privilegio?

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