Abuelos multiusos
La jubilación es un observatorio sociológico que desplazaría a las empresas que analizan las costumbres del común de los mortales.
Vengo observando que en las entradas y salidas de los centros de Infantil y Primaria los adultos que acompañan a los niños son personas muy entradas en años, y algunos con algún problema de movilidad, incluso. Es decir, abuelos.
Es, en el entorno en el que me muevo, que es de personas entre sesenta y setenta años, un común denominador el empleo de canguro asociado al de la jubilación. Y los hay con estrés por tener varios nietos, incluso de varios hijos.
El alcanzar el estatus de abuelo o abuela es un privilegio. Es una etapa de complicidad y desbordamiento afectivo con sus nietos. Supone, si la relación es normal, es decir no sobrecargada con las responsabilidades que competen a los padres, un flujo emocional del que se enriquecen los pequeños y los que ya están en el proceso final de sus existencias. Es un motivo de rejuvenecimiento para los abuelos, y una causa de felicidad, siempre que la función de abuelo o de abuela no esté asociada a las responsabilidades de cuidado y educación de sus nietos. Cada etapa tiene lo suyo. Los abuelos no han de ser educadores de sus nietos –para eso ya están sus padres- sino tienen, por el peso de la costumbre, y por su propia naturaleza, que ejercer esa maravillosa relación cargada de cariño y empatía de la que la infancia tan necesitada está; transmitiendo experiencia, contando “las batallas del abuelo”. Cuando esa relación está contaminada con una sobrecarga de responsabilidades y de preocupaciones, esa relación se resiente.
En mi etapa de padre recuerdo que los matrimonios que trabajábamos ambos evitábamos recargar sobre las espaldas de los abuelos el cuidado de nuestros hijos, contratábamos a una persona que se encargaba de ello, y solo excepcionalmente solicitábamos la colaboración de nuestros padres –los abuelos-. Es verdad que una parte sustancial de uno de los dos sueldos se iba en esa función tutelar, pero todo funcionaba de forma más armónica.
Ciertamente, entonces todo era más llevadero. Las jornadas laborales estaban más ajustadas. La conciliación laboral con la familiar era más llevadera. Pero, fundamentalmente, sabíamos cuáles eran las prioridades, quizás había menos egoísmo, o, es posible, también, que los roles familiares estuvieran más definidos. Y, además, que los salarios permitieran llegar mejor a fin de mes permitiéndonos contratar a una persona que se dedicara al cuidado de nuestros hijos. Al final de la jornada laboral había más tiempo para convivir con nuestros hijos.
Hoy, las condiciones laborales han empeorado la relación familiar. Se llega más tarde a casa, probablemente tras largos desplazamientos desde el lugar de trabajo al domicilio familiar. La conciliación familiar resulta muy dificultosa para la educación de los hijos, pues apenas hay tiempo para ello.
Esta situación conlleva múltiples problemas en relación al desarrollo de nuestros niños y jóvenes, y cada vez se manifiestan más casos de patologías del comportamiento, de trastornos de la personalidad, y de fracaso escolar, derivados de ese déficit afectivo, de falta de límites y de carencia de los hábitos más elementales en todos los órdenes.
Resulta alarmante, por ejemplo, que haya más de setecientos atestados de mal trato de hijos hacia padres en el País Vasco en el año 2014, según referencias de la Fiscalía. Algo funciona mal en nuestra sociedad.
Por ejemplo, funciona mal el que no haya límite a las jornadas laborales y que se hayan deteriorado muy seriamente las condiciones de trabajo, hasta situaciones de explotación. Funcionan pésimamente los horarios laborales, no habiendo ninguna similitud con los de los países bálticos, por ejemplo. En éstos, a partir de cierta hora todo el mundo se va a su casa, y en horas crepusculares todo está cerrado, salvo los servicios fundamentales. Se puede decir que son gente muy aburrida, y que nosotros disfrutamos más de la vida, pero la atención a los hijos y los servicios dimanantes de ese principio que eleva a categoría de imprescindible el interés superior del niño, hacen de esos países lugares avanzados en la atención a los derechos de las personas. Aquí funciona peor la conciencia de las nuevas generaciones de padres –sin generalizar, pues sería injusto- donde en el orden de prioridades no son los hijos en primer lugar, sino un hedonismo cargado de individualismo egoísta, con el que todo se supedita a la satisfacción inmediata de placeres terrenales muy poco espirituales o al logro de aspiraciones materiales que poco tienen que ver con la estabilidad familiar o con las responsabilidades subsiguientes. Etc.
Esta nueva cultura, donde se propugna un antinatalismo, un individualismo sin límites, y la desestructuración de la familia como principal célula donde pivota la construcción social, nos lleva a la desvertebración, y a problemas que son recientes en la historia de las sociedades, como es el brutal envejecimiento de nuestras poblaciones, la carencia de relevo generacional con lo que ello conlleva en todos los órdenes, como el sanitario, el asistencial, el sostenimiento de la Seguridad Social, etc; la desconexión de los miembros de la familia entre sí con lo que repercute en su propia estabilidad y perduración; los cada vez más complejos problemas de desarrollo en la infancia; los trastornos educacionales; los déficits de aprendizaje; problemas de nutrición; alcoholismo cada vez a más temprana edad; falta de habilidades sociales; incapacidad para la empatía; y un largo etc.
¿Pueden los abuelos suplir estas deficiencias? No, y tampoco deben. Ellos están para otras cosas. No se puede cargar sobre sus espaldas esta problemática social.
Los gobiernos deben atender esta fenomenología en lugar de dedicarse a desbaratar los principales pilares en los que se ha soportado el funcionamiento de nuestras sociedades; no sé si de forma planificada e intencionada o por incompetencia. ¿Será verdad lo del Nuevo Orden Mundial? De ser cierto, me produce pánico.
La jubilación es un observatorio sociológico que desplazaría a las empresas que analizan las costumbres del común de los mortales.
Vengo observando que en las entradas y salidas de los centros de Infantil y Primaria los adultos que acompañan a los niños son personas muy entradas en años, y algunos con algún problema de movilidad, incluso. Es decir, abuelos.
Es, en el entorno en el que me muevo, que es de personas entre sesenta y setenta años, un común denominador el empleo de canguro asociado al de la jubilación. Y los hay con estrés por tener varios nietos, incluso de varios hijos.
El alcanzar el estatus de abuelo o abuela es un privilegio. Es una etapa de complicidad y desbordamiento afectivo con sus nietos. Supone, si la relación es normal, es decir no sobrecargada con las responsabilidades que competen a los padres, un flujo emocional del que se enriquecen los pequeños y los que ya están en el proceso final de sus existencias. Es un motivo de rejuvenecimiento para los abuelos, y una causa de felicidad, siempre que la función de abuelo o de abuela no esté asociada a las responsabilidades de cuidado y educación de sus nietos. Cada etapa tiene lo suyo. Los abuelos no han de ser educadores de sus nietos –para eso ya están sus padres- sino tienen, por el peso de la costumbre, y por su propia naturaleza, que ejercer esa maravillosa relación cargada de cariño y empatía de la que la infancia tan necesitada está; transmitiendo experiencia, contando “las batallas del abuelo”. Cuando esa relación está contaminada con una sobrecarga de responsabilidades y de preocupaciones, esa relación se resiente.
En mi etapa de padre recuerdo que los matrimonios que trabajábamos ambos evitábamos recargar sobre las espaldas de los abuelos el cuidado de nuestros hijos, contratábamos a una persona que se encargaba de ello, y solo excepcionalmente solicitábamos la colaboración de nuestros padres –los abuelos-. Es verdad que una parte sustancial de uno de los dos sueldos se iba en esa función tutelar, pero todo funcionaba de forma más armónica.
Ciertamente, entonces todo era más llevadero. Las jornadas laborales estaban más ajustadas. La conciliación laboral con la familiar era más llevadera. Pero, fundamentalmente, sabíamos cuáles eran las prioridades, quizás había menos egoísmo, o, es posible, también, que los roles familiares estuvieran más definidos. Y, además, que los salarios permitieran llegar mejor a fin de mes permitiéndonos contratar a una persona que se dedicara al cuidado de nuestros hijos. Al final de la jornada laboral había más tiempo para convivir con nuestros hijos.
Hoy, las condiciones laborales han empeorado la relación familiar. Se llega más tarde a casa, probablemente tras largos desplazamientos desde el lugar de trabajo al domicilio familiar. La conciliación familiar resulta muy dificultosa para la educación de los hijos, pues apenas hay tiempo para ello.
Esta situación conlleva múltiples problemas en relación al desarrollo de nuestros niños y jóvenes, y cada vez se manifiestan más casos de patologías del comportamiento, de trastornos de la personalidad, y de fracaso escolar, derivados de ese déficit afectivo, de falta de límites y de carencia de los hábitos más elementales en todos los órdenes.
Resulta alarmante, por ejemplo, que haya más de setecientos atestados de mal trato de hijos hacia padres en el País Vasco en el año 2014, según referencias de la Fiscalía. Algo funciona mal en nuestra sociedad.
Por ejemplo, funciona mal el que no haya límite a las jornadas laborales y que se hayan deteriorado muy seriamente las condiciones de trabajo, hasta situaciones de explotación. Funcionan pésimamente los horarios laborales, no habiendo ninguna similitud con los de los países bálticos, por ejemplo. En éstos, a partir de cierta hora todo el mundo se va a su casa, y en horas crepusculares todo está cerrado, salvo los servicios fundamentales. Se puede decir que son gente muy aburrida, y que nosotros disfrutamos más de la vida, pero la atención a los hijos y los servicios dimanantes de ese principio que eleva a categoría de imprescindible el interés superior del niño, hacen de esos países lugares avanzados en la atención a los derechos de las personas. Aquí funciona peor la conciencia de las nuevas generaciones de padres –sin generalizar, pues sería injusto- donde en el orden de prioridades no son los hijos en primer lugar, sino un hedonismo cargado de individualismo egoísta, con el que todo se supedita a la satisfacción inmediata de placeres terrenales muy poco espirituales o al logro de aspiraciones materiales que poco tienen que ver con la estabilidad familiar o con las responsabilidades subsiguientes. Etc.
Esta nueva cultura, donde se propugna un antinatalismo, un individualismo sin límites, y la desestructuración de la familia como principal célula donde pivota la construcción social, nos lleva a la desvertebración, y a problemas que son recientes en la historia de las sociedades, como es el brutal envejecimiento de nuestras poblaciones, la carencia de relevo generacional con lo que ello conlleva en todos los órdenes, como el sanitario, el asistencial, el sostenimiento de la Seguridad Social, etc; la desconexión de los miembros de la familia entre sí con lo que repercute en su propia estabilidad y perduración; los cada vez más complejos problemas de desarrollo en la infancia; los trastornos educacionales; los déficits de aprendizaje; problemas de nutrición; alcoholismo cada vez a más temprana edad; falta de habilidades sociales; incapacidad para la empatía; y un largo etc.
¿Pueden los abuelos suplir estas deficiencias? No, y tampoco deben. Ellos están para otras cosas. No se puede cargar sobre sus espaldas esta problemática social.
Los gobiernos deben atender esta fenomenología en lugar de dedicarse a desbaratar los principales pilares en los que se ha soportado el funcionamiento de nuestras sociedades; no sé si de forma planificada e intencionada o por incompetencia. ¿Será verdad lo del Nuevo Orden Mundial? De ser cierto, me produce pánico.