El proceso soberanista español
España fue una de las naciones más poderosas en influyentes del mundo; una nación cuya lengua es la segunda más hablada en el orbe, usada para comunicarse por 500 millones de personas, y con un peso literario y científico incomparable; cuya posición económica, si bien debilitada, sigue situándola entre las economías más potentes del planeta. Pero no sólo no parece atractiva para algunos de sus propios ciudadanos sino que no existe para ellos ni siquiera como amenaza.
Lo mejor de esta gran nación es, como ocurre siempre en la existencia, su peor pesadilla. Los españoles, da igual si son del norte o del sur, del este o del oeste, somos por naturaleza inconformistas, autocríticos, libertarios, indisciplinados, aventureros, inoportunos, tercos, poco amigos de exhibiciones patrióticas pero, cuando hay que darlo todo, lo damos. Además, somos muy diversos, porque nuestra historia ha sido rica en invasiones de pueblos y culturas. También porque nuestro carácter independiente nos lleva a distinguir a los vecinos de un pueblo según sean de un barrio o de otro. Como decía aquel chiste de vascos: “- Patxi, ¿qué tal con el nuevo vecino, el del caserío del monte de enfrente?” Y Patxi le contesta: “-¡Demasiado serca pa llevarse bien!”.
Hemos llegado a un momento de nuestra historia en el que quizás los problemas que ya tiene el mundo nos parecían pocos para nosotros y extrañábamos los genuinamente españoles, problemas con “ñ” incorporada, así que hemos decidido crearlos.
Pero todo lo que ahora vemos no es nuevo. Es una reedición de todo lo que hemos arrastrado durante siglos. Lo que me asusta es pensar si seguiremos dispuestos a aplicar las mismas soluciones que hemos venido aplicando a los mismos problemas en todos estos siglos de historia.
En España, cuando las cosas se tuercen, siempre ha habido un general, un valido o un dictador que las ha puesto rectas a golpe de sable. Y nadie negará ya a estas alturas que las cosas están torcidas hasta decir basta.
Da la sensación de que el ciudadano no sensibilizado políticamente encuentra seguridad en el decorado moderno, en la burbuja de progreso y en la sedación mediática. Así que lo veo feliz brindando por el año nuevo, crédulo de que la crisis está superada y de que las golondrinas de la prosperidad volverán sus nidos a colgar. Un ciudadano que no conoció ni guerra ni dictadura alguna. El mismo que cree que con su voto puede transformarse en Supermán y con superpoderes acabar la catedral de la Sagrada Familia en un fin de semana.
España necesita urgentemente un proceso soberanista propio, no para evitar desaparecer -eso no sucederá-, sino para evitar un baño de sangre.
Ya salió el cenizo, dirán algunos, y ojalá me equivoque y exagere y sea un mendrugo tonto. Pero en pleno siglo XXI, a pesar de que a este país no lo reconocería ninguno de nuestros abuelos si volvieran del más allá, aun continúan existiendo crímenes pasionales, el “la maté porque era mía” de toda la vida, al que ahora llamamos violencia de género. ¿Por qué van a desaparecer entonces los crímenes patrióticos si tienen la misma composición química, la misma yugular inflamada y los mismos ojos inyectados en sangre que aquellos? Además, como prueba irrefutable, están estos vecinos míos que hasta hace dos días pegaban tiros en la nuca por “amor” a su patria. ¿Son los últimos ejemplares de una especie en extinción o, por el contrario, son sólo la punta del iceberg?
España necesita una hoja de ruta soberanista propia. Y la necesita ya, urgentemente.
Quizás deba comenzar por empoderar su monarquía, para que deje de ser sólo una pieza decorativa cara.
Es imprescindible sentir orgullo de ser español por lo que es necesario conocer la historia del país de un modo crítico, pero positivo, no sólo quedándonos en los errores o en los desastres, que toda nación tiene, sino también en los logros, aciertos y grandezas de nuestra historia.
Es esencial y prioritario meter en la cárcel a cualquier corrupto, porque conspirar contra el bien común es conspirar contra la nación.
Es fundamental acabar con un sistema económico dependiente del ladrillo, la especulación y el turismo. Tenemos que volver a producir y vender algo más que sol y playa, y tenemos que hacerlo no sólo en el País Vasco y en Cataluña.
Pero lo más importante es recordar que la nacionalidad española no es un derecho es un privilegio. Todo aquel que no desee ser español puede renunciar al privilegio y, por lo tanto, renunciar a su nacionalidad.
Lo primero que deberían perder los cargos públicos que conspiran contra la unidad de España no es su acta de diputado o su pensión del estado, sino su nacionalidad. De ese modo serían declarados “independientes” unilateralmente por el propio Estado español. Eso sí, que se vayan olvidando de sus derechos como ciudadanos españoles y que vayan pidiendo a la ONU un territorio en la Antártida para crear una república independiente, porque el Reino de España no les piensa ceder ni una maceta de tierra para que se instalen de nuevo.
Metimos en cintura a golfos más arrogantes y poderosos que éstos en el pasado, y lo volveremos a hacer. ¡Que Dios los coja confesados!
España fue una de las naciones más poderosas en influyentes del mundo; una nación cuya lengua es la segunda más hablada en el orbe, usada para comunicarse por 500 millones de personas, y con un peso literario y científico incomparable; cuya posición económica, si bien debilitada, sigue situándola entre las economías más potentes del planeta. Pero no sólo no parece atractiva para algunos de sus propios ciudadanos sino que no existe para ellos ni siquiera como amenaza.
Lo mejor de esta gran nación es, como ocurre siempre en la existencia, su peor pesadilla. Los españoles, da igual si son del norte o del sur, del este o del oeste, somos por naturaleza inconformistas, autocríticos, libertarios, indisciplinados, aventureros, inoportunos, tercos, poco amigos de exhibiciones patrióticas pero, cuando hay que darlo todo, lo damos. Además, somos muy diversos, porque nuestra historia ha sido rica en invasiones de pueblos y culturas. También porque nuestro carácter independiente nos lleva a distinguir a los vecinos de un pueblo según sean de un barrio o de otro. Como decía aquel chiste de vascos: “- Patxi, ¿qué tal con el nuevo vecino, el del caserío del monte de enfrente?” Y Patxi le contesta: “-¡Demasiado serca pa llevarse bien!”.
Hemos llegado a un momento de nuestra historia en el que quizás los problemas que ya tiene el mundo nos parecían pocos para nosotros y extrañábamos los genuinamente españoles, problemas con “ñ” incorporada, así que hemos decidido crearlos.
Pero todo lo que ahora vemos no es nuevo. Es una reedición de todo lo que hemos arrastrado durante siglos. Lo que me asusta es pensar si seguiremos dispuestos a aplicar las mismas soluciones que hemos venido aplicando a los mismos problemas en todos estos siglos de historia.
En España, cuando las cosas se tuercen, siempre ha habido un general, un valido o un dictador que las ha puesto rectas a golpe de sable. Y nadie negará ya a estas alturas que las cosas están torcidas hasta decir basta.
Da la sensación de que el ciudadano no sensibilizado políticamente encuentra seguridad en el decorado moderno, en la burbuja de progreso y en la sedación mediática. Así que lo veo feliz brindando por el año nuevo, crédulo de que la crisis está superada y de que las golondrinas de la prosperidad volverán sus nidos a colgar. Un ciudadano que no conoció ni guerra ni dictadura alguna. El mismo que cree que con su voto puede transformarse en Supermán y con superpoderes acabar la catedral de la Sagrada Familia en un fin de semana.
España necesita urgentemente un proceso soberanista propio, no para evitar desaparecer -eso no sucederá-, sino para evitar un baño de sangre.
Ya salió el cenizo, dirán algunos, y ojalá me equivoque y exagere y sea un mendrugo tonto. Pero en pleno siglo XXI, a pesar de que a este país no lo reconocería ninguno de nuestros abuelos si volvieran del más allá, aun continúan existiendo crímenes pasionales, el “la maté porque era mía” de toda la vida, al que ahora llamamos violencia de género. ¿Por qué van a desaparecer entonces los crímenes patrióticos si tienen la misma composición química, la misma yugular inflamada y los mismos ojos inyectados en sangre que aquellos? Además, como prueba irrefutable, están estos vecinos míos que hasta hace dos días pegaban tiros en la nuca por “amor” a su patria. ¿Son los últimos ejemplares de una especie en extinción o, por el contrario, son sólo la punta del iceberg?
España necesita una hoja de ruta soberanista propia. Y la necesita ya, urgentemente.
Quizás deba comenzar por empoderar su monarquía, para que deje de ser sólo una pieza decorativa cara.
Es imprescindible sentir orgullo de ser español por lo que es necesario conocer la historia del país de un modo crítico, pero positivo, no sólo quedándonos en los errores o en los desastres, que toda nación tiene, sino también en los logros, aciertos y grandezas de nuestra historia.
Es esencial y prioritario meter en la cárcel a cualquier corrupto, porque conspirar contra el bien común es conspirar contra la nación.
Es fundamental acabar con un sistema económico dependiente del ladrillo, la especulación y el turismo. Tenemos que volver a producir y vender algo más que sol y playa, y tenemos que hacerlo no sólo en el País Vasco y en Cataluña.
Pero lo más importante es recordar que la nacionalidad española no es un derecho es un privilegio. Todo aquel que no desee ser español puede renunciar al privilegio y, por lo tanto, renunciar a su nacionalidad.
Lo primero que deberían perder los cargos públicos que conspiran contra la unidad de España no es su acta de diputado o su pensión del estado, sino su nacionalidad. De ese modo serían declarados “independientes” unilateralmente por el propio Estado español. Eso sí, que se vayan olvidando de sus derechos como ciudadanos españoles y que vayan pidiendo a la ONU un territorio en la Antártida para crear una república independiente, porque el Reino de España no les piensa ceder ni una maceta de tierra para que se instalen de nuevo.
Metimos en cintura a golfos más arrogantes y poderosos que éstos en el pasado, y lo volveremos a hacer. ¡Que Dios los coja confesados!