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Ernesto Ladrón de Guevara
Martes, 08 de Marzo de 2016 Tiempo de lectura:

Al sur de los Pirineos

En mis numerosos viajes a Francia, por motivos de placer, solía notar cierto aire de suficiencia y superioridad en nuestros vecinos del norte. Y no les critico por ello. Tenían razones para sentirlo

 

Era como si nos considerasen más próximos al área del Magreb que al espacio cultural europeo. También en esa percepción no andaban desorientados. Hay ciertas razones para verlo así.

 

No en vano los regeneracionistas del siglo XIX y principios del XX, que veían con envidia a Europa  –teniendo a España como fuera de ese ámbito-  no dejaban de clamar por la europeización de España, no tanto en el sentido económico, que también, sino en el filosófico y cultural, buscando las raíces que han generado la forma cívica de ser europeo. Y reclamaban una forma de ver las cosas que llevaran a entenderse entre diferentes enfoques ideológicos para hacer primar el interés común, eso que llamamos de forma un tanto pedante el bien común,  sobre los intereses de sectas inconfesadas e inconfesables, o de estrategias de demolición del edificio conceptual que ha legado la historia europea, de la que España ha sido parte fundamental en su momento.

 

La búsqueda, en definitiva, de las tradiciones legadas por figuras clave de nuestra idiosincrasia cultural que hunde sus fundamentos en los enciclopedistas ilustrados y posteriores, en Kant, Hobbes, Descartes, Leibniz, Pascal, Espinoza, Hegel, Comte, Stuard Mill, Sopenhauer, Nietzche, Freud, Weber, Dewey, Heidegger, T. de Chardin, Marcuse, From, Sartre.. y tantos otros; y, entre los nuestros, Unamuno, Ortega y Gasset, Cossio, Giner de los Ríos, Julián Marías y muchos más. Es ese acerbo común que nos permite reflexionar sobre el sentir y el ser de Europa, de nuestra propia forma de ser europeos renunciando a lo peor de nuestra manera de ser diferentes, que es la cutrez, la ignorancia supina, lo tribal, la incapacidad para buscar por encima de la diferencia lo que nos une, lo que nos hace sentirnos parte de un sistema común de convivencia. Eso, que, en definitiva, forma las bases del desarrollo no solamente en lo económico sino en la forma superior de civilización, que, por supuesto, existe. No hay más que fijarse en las naciones que rodean el Báltico para comprobar lo que nos distingue. Deberíamos compararnos con lo que puede ser referencia de progreso como humanidad más que estancarnos en las imágenes que a modo de crónica gráfica nos dejó Goya.

 

Nuestra historia tiene grandezas que no deberíamos, desde un mínimo de inteligencia, despreciar. El descubrimiento y conquista de América –fuera de los tópicos de la leyenda negra tan explotada por los que fueron enemigos de España para robarle su preponderancia- es un hito de la humanidad sin parangón. La implantación de nuestra lengua por una parte considerable del globo terráqueo, la extensión de nuestra cultura hispánica por esos mundos transoceánicos, el imperio de los Austria, el Siglo de Oro que tanto ímpetu en las artes y la literatura tuvo para envidia de extraños, etc, no debería ser objeto de discusión como está siéndolo, pues forma parte del acerbo común de la civilización occidental, e incluso fuente de la misma, junto al legado de Grecia y Roma, así como a la tradición histórica moderna dejada por nuestros vecinos de comunidad europea, Francia, Prusia, el Imperio Austro-Ungaro, Inglaterra…

 

No tenemos nada de lo que avergonzarnos, salvo de las reminiscencias que aún padecemos de aquella Guerra Civil fraticida y de sus causas y orígenes, de cuyos efectos no somos capaces aún de desprendernos; fruto de los totalitarismos que arrasaron durante una parte muy considerable del siglo XX a Europa.

 

Y en este sentido, causa espanto la mediocridad intelectual y la falta de miras en la construcción de un espacio común de convivencia y de desarrollo de la riqueza de nuestra clase política.

 

En el trance en el que nos encontramos seguimos dándole vueltas al nudo gordiano sin ser capaces de desatarlo, ante la incapacidad de nuestros representantes de dotarnos de un sistema racional de soluciones para la gobernabilidad, con sentido de responsabilidad, de nuestra nación.

 

La solución racional sería someter al mejor criterio democrático las respuestas a las necesidades colectivas de los españoles; es decir, el logro de un gobierno estable que permita abordar las reformas necesarias, los vínculos entre los españoles diluyendo cualquier tentación de segregación o de ruptura. Lo cual pasa por unos principios elementales de respeto a los electores, es decir, de dejar a quien ha tenido el mayor cúmulo de votos la dirección de la gestión pública de nuestros intereses generales, sin perjuicio de llegar a consensos suficientes y necesarios para desarrollar las mejores políticas.

 

Eso no puede pasar por un pacto con Podemos, cuya inspiración viene de la mano de la ruptura, del deshacer lo hecho, no de la reforma, y cuyas fuentes son los principios inspiradores de lo peor sucedido durante el siglo pasado que es el comunismo antidemocrático y genocida. No es la búsqueda del perfeccionamiento constitucional sino su destrucción, la demolición del encuentro entre las dos Españas que significó aquella concordia de 1978 con la construcción del Estado democrático constitucional.

 

No se puede marginar, como se está haciendo, al partido más votado, ni llevar al País a la inacción y a la inanición, con un pacto entre el segundo y el cuarto partido sin visos de ampliación de espacios, más allá de agrupaciones caracterizadas por la insolvencia y las propuestas disparatadas.

 

El culpable de que Rajoy carezca de los suficientes apoyos para poder gobernar es de quien se los ha negado, no del propio Rajoy, aunque éste no haya hecho suficientemente sus deberes de acercamiento y propuesta para conformar un acuerdo de coalición o de legislatura que permita la gobernación del País. 

 

No lo han querido así, y estamos en curso de no cerrar el círculo de la incapacidad para resolver la situación y no dar el salto a una fórmula que nos saque de la perplejidad y de la impotencia que degrada aún más el crédito de este sistema democrático en proceso de descomposición.

 

Porque… ¿Cuál es la solución para salir de este atolladero?  ¿Es atraer a podemitas y nacionalistas de todo pelaje y condición para conformar unas políticas bananeras e irrelevantes?  ¿Está el electorado del PP, PSOE y Ciudadanos dispuesto a soportar una progresiva “batasunización” de la política española como si no hubiéramos tenido bastante con los años de plomo y fuego en el País Vasco?

 

¿Es solución llevarnos a unas nuevas elecciones para, al final, hacer lo que ya se debiera haber realizado, es decir un pacto de estabilidad entre los tres principales partidos constitucionalistas, PP, PSOE y Ciudadanos?  Esta demora en la adopción de la única solución posible, desde el ángulo de la sensatez, supone una sangría para el país, económica  por una parte, y no es un tema baladí, y política, que determina una situación de agudización de la crisis sistémica que venimos arrastrando.  ¿Quién paga el derroche ocasionado por tanta ineptitud e irresponsabilidad? Los de siempre, los que hemos elegido a unos representantes con más o menos ilusión y expectativas, dejándonos defraudados y sin salida honrosa, sin dar respuestas realistas al déficit galopante de las cuentas públicas, a la deuda por cuenta corriente, y a la financiación de las políticas sociales en definitiva, aquellas que permiten un estado de bienestar, la promoción del empleo, la ayuda a las Pymes que son el tejido económico más dinámico, y la resolución de los problemas de pobreza y carencia económica en amplios estratos de población, con la proletarización de las clases medias.

 

Sería paradójico que tras unas nuevas elecciones, ellos, los que han provocado esta situación de bloqueo, llegaran al único pacto posible para la generación de riqueza, habiendo perdido un año en su expectación diletante.

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