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Ernesto Ladrón de Guevara
Lunes, 11 de Abril de 2016 Tiempo de lectura:

Los partidos políticos como problema

[Img #8547]España tiene varias dificultades estructurales, de las que solamente voy a mencionar algunas:

 

El problema territorial cuya causa es un Título VIII de la Constitución Española que tiene más agujeros que un queso de Gruyère.

 

El del déficit fiscal y presupuestario, ocasionado por un Estado autonómico incapaz de poner en orden a sus partes y aplicar una disciplina que obligue a las autonomías a ser corresponsables con las políticas de Estado y con su estructura jerarquizada de funcionamiento. (Esto es un caos, no es un Estado autonómico. No se puede admitir que ocho autonomías se subleven contra las disposiciones del Gobierno de la Nación que adopta criterios de ajuste del gasto por los compromisos que hemos adquirido con la Unión Europea para hacer viable la deuda y cumplir con nuestras obligaciones de devolver lo que adeudamos sin aumentos a la griega de la prima de riesgo que harían imposible el sostenimiento de los servicios públicos y las pensiones.  Un Estado así no es sostenible, aparte de los riesgos de descomposición y fragmentación).

 

La ausencia de acuerdos básicos por una izquierda y unos nacionalistas incapaces de comprender que las políticas tienen como objetivo hacer viable la gobernabilidad por encima de los intereses de clase o de parte, y superar visiones cortoplacistas o propias de tiempos ya superados. Cada vez están más difuminados los márgenes entre las políticas llamadas de izquierda y las de derecha, porque, ente otras cosas, no hay espacio  para desarrollar políticas expansivas de gasto. Se necesitan acuerdos transversales que lleven a entramados jurídicos que perduren en tiempos razonables y que no sean pan de un día. Este es el caso de la necesaria Ley de Educación para que no sea cambiada cada cuatro años o menos.

 

Pero, sobre todo, recuperar el prestigio de la política, con valores colectivos que no deberían haberse abandonado nunca, como son la honestidad; el cumplimiento de la palabra dada; la entrega al bien común; la verdad como paradigma del comportamiento público; el cumplimiento ejemplarizante de la ley; el respeto a la organización institucional del Estado sin condicionar a jueces, policía o fiscales en el ejercicio de su función; la entrega de los representantes del pueblo a quienes les han elegido  no supeditándose a los dictados de las oligarquías dominantes en los partidos que les han colocado en unas listas; la libertad de conciencia que debe ser guía de la actuación de esos representantes al margen de lo que les obliguen unas estructuras partidarias muchas veces autoritarias e inflexibles; etc.

 

La causa que genera esta situación de anomia que lleva al incumplimiento sistemático de la Constitución Española en su letra y espíritu es la de los partidos políticos.

 

Los partidos políticos son, según dice el artículo sexto de la Constitución Española, instrumentos de participación de los ciudadanos en la vida pública. A través de esa participación se configura la voluntad general y se expresa el pluralismo político. Y para ello es imprescindible que su estructura y funcionamiento sean democráticos.

 

¿Pero qué significa ser democráticos? 

 

En primer lugar que haya libertad interna para ejercer los derechos constitucionales de opinión, de expresión, de elección de los órganos, de aprobación de los elementos ideológicos, estratégicos, de funcionamiento y de elección de las planchas electorales, etc. Evidentemente cuanto más abiertas sean esas elecciones internas más carácter representativo tendrán los electos, y cuanto más cerradas sean las listas, sobre todo si son bloqueadas, menos legitimidad representativa tendrán pues se reduce la capacidad de cooptación que corresponde a los ciudadanos que componen esa organización política.

 

En segundo lugar que tengan la posibilidad estatutaria de ejercer un control sobre la gestión y representación política de la organización a la que pertenecen.

 

En tercer lugar que existan  garantías jurídico-estatutarias de defenderse ante las agresiones de la propia organización sobre sus derechos individuales como ciudadanos que son.

 

En cuarto lugar que se cumpla y se tenga como marco de referencia la ley aprobada por la mayoría de las cámaras. Sin un sentido cívico que obligue a ser respetuosos con la ley y hacer que ésta se acate, nada puede funcionar y el sistema se desmorona, que es ni más ni menos lo que está ocurriendo en la actualidad.

 

En mayor o menor grado ningún partido cumple, de forma impecable, estos criterios y casi siempre se establece el aserto aquel de   “el que se mueva no sale en la foto”, es decir, que se ciernen represalias o exclusiones sobre quien tenga criterio propio o cuestione conculcaciones de la ética política o de las pautas normativas de funcionamiento; o, simplemente manifieste su visión particular sobre las cosas.

 

¿Es esto importante? Pues sí, puesto que desviaciones graves que se observan en muchos partidos en sus obligaciones de cumplir el mandato asignado por los afiliados o por los electores se corregirían mediante esa transparencia e intervención de muchos agentes políticos, sin que prime la decisión del jerarca que muchas veces no está ligada al bien general o a la ejecución de compromisos adquiridos sino a intereses mezquinos de índole particular. Si analizamos comportamientos podríamos contemplar y catalogar una serie de manifestaciones de este género que serviría de repertorio. Si hubiera democracia real, se reducirían situaciones  absurdas como la que nos tiene pasmados en  el momento presente. No se entiende  que unos representantes que encarnan la soberanía nacional sean incapaces de adoptar compromisos conjuntos para buscar fórmulas de gobernabilidad sin abocarnos a unas segundas elecciones, o para combatir de forma eficaz y efectiva la corrupción  individual o grupal.

 

Otra cuestión fundamental es la libertad de conciencia. Quedó de manifiesto, por ejemplo, con el tema de la regulación del aborto.

 

Aparte de la coherencia a la que están obligados nuestros representantes con aquellos a los que representan, hay que contemplar la libertad de conciencia individual que la Constitución ampara, al margen de obediencias orgánicas a determinados partidos políticos.

 

El artículo 67 de la Constitución Española impide el mandato imperativo. Sin embargo esto no se cumple con absoluta impunidad y yo diría que descaro.

 

El pueblo español es el titular de la soberanía nacional y de él emanan todos los poderes (art. 1.2)

 

Son las Cortes Generales quienes representan al pueblo español (art. 66.1)

 

Como consecuencia de lo anterior, la relación representativa que cada diputado o senador como miembros de las Cortes Generales, proviene  de sus electores, pero en el ejercicio de su función representativa no cabe la imposición de ninguna mediación ni de carácter territorial ni de carácter partidario. De ahí la prohibición del mandato imperativo.

 

Sin embargo, todos sabemos que cuando alguien ha ejercido su  deber representativo de acuerdo a su conciencia y al mandato de los electores, trasgrediendo la disciplina de grupo o de partido -que igual transcurre en otra dirección por razones de oportunidad política- éste ha sido sancionado, cuando no expulsado del grupo, o represaliado en sucesivas planchas electorales, con lo que este precepto se convierte en papel mojado y el representante se convierte en un mero mecanismo autómata de decisiones adoptadas al margen de él, o del programa electoral con el que se presentó.

 

Con lo cual, el funcionamiento real de las instituciones deviene en una suerte de desviaciones de la naturaleza originaria por su carácter de instrumento para configurar la voluntad general, y acude más a intereses de otro tipo, algunas veces inconfesables.


 

Esto es lo que produce la actual degeneración del sistema y su desprestigio y la degradación que todos observamos del funcionamiento de nuestras instituciones.

 

Cada vez que he planteado la necesidad de imitar el funcionamiento de las democracias anglosajonas a alguien se le ha demudado el color de la cara. Es como si mencionara al mismo Satanás.

 


 

 

 

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