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Lunes, 16 de Mayo de 2016 Tiempo de lectura:
Investigación

La crisis demográfica española

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Por cuarto año consecutivo, España ha perdido población. Como recoge el Instituto nacional de Estadística (INE), la población nacional descendió en 99.439 personas, hasta 46.5 millones de habitantes, a 1 de junio de 2016. Tendencia visibilizada desde 2012 (acumulando desde ese año más 700.000 personas menos en el censo), pero iniciada años antes, solo minimizada por el intenso flujo migratorio provocado por la década previa de acelerada expansión económica (la llamada "burbuja inmobiliaria"), pasando de 923.879 extranjeros en el año 2000 a 5.751.487 en el 2011.

 

El final de la citada coyuntura expansiva (en capital y trabajo), y de la recepción neta de trabajadores foráneos, mostró en toda su realidad, y en toda su crudeza, cuantitativa y cualitativa, esta grave crisis demográfica. La tasa de natalidad (número de nacimientos por cada mil habitantes en un año) cayó en 2014 hasta el 9,20%, y el índice de Fecundidad (número medio de hijos por mujer) descendió ese mismo año hasta 1,32 (ambos indicadores muy por debajo de los niveles de reemplazo generacional); además, y por primera vez desde 1999, en 2015 el crecimiento vegetativo en España fue negativo con 19.268 personas menos (206.656 nacimientos y 225.924 fallecimientos). Por ello, las proyecciones del mismo INE eran poco halagüeñas: en 2023, España perderá 2,6 millones de habitantes (el 5,6 % de su población), y en 2052, más de 4,6 millones.

 

Una auténtica inversión de la pirámide poblacional, gracias además al constante envejecimiento demográfico (el 37% de la población será mayor de 64 años en 2052) y al creciente éxodo laboral juvenil (ante una tasa de paro de más del 46%) que pone en peligro los pilares de nuestro Estado del Bienestar, conquista histórica de una generación. A corto plazo, la reducción de servicios públicos y privados de alto valor añadido, en las áreas de educación, sanidad y servicios sociales (eliminación de plazas docentes en infantil y primaria, cierre de guarderías), y la intensificación de la despoblación de áreas rurales (paradigmáticas en zonas del interior, especialmente de Aragón, Asturias o Galicia). A medio plazo, la reducción de los núcleos familiares como medio de socialización primaria, asistencia fraternal y colchón de urgencia ante situaciones de desamparo, y problemas de financiación y uso eficiente de prestaciones y equipamientos colectivos. Y a largo plazo, la inevitable insostenibilidad financiera del sistema público de pensiones (basado en el principio de reparto o corresponsabilidad generacional); así, en abril de 2016 creció hasta 8.524.591 el número de pensionistas, situándose la tasa de dependencia (relación afilados-jubilados) en un ínfimo 2,26.

 

Situación similar a otros países occidentales, especialmente del arco mediterráneo (Portugal, Italia o Grecia), que parece no interesar ni a las instituciones públicas ni a los partidos políticos (como se refleja en la escasa atención a las políticas familiares en los programas electorales de 2015 y 2016). Nuestro país ocupa la  última posición de la Unión Europea en ayudas y protección a la familia, como señala el Instituto de Política Familiar (IPF) en su estudio "Evolución de la Familia en España 2016". Así, el gasto nacional apenas supera el 1,3 por ciento del Producto Interior Bruto (por debajo del 2,2 por ciento del PIB de media en la UE-28), mientras la ayuda directa por hijo a cargo no supera los 24 euros al mes (frente a los 91 de la UE-28); y paradójicamente, el 90% por ciento de las familias españolas no puede acceder a esta prestación ante los límites de ingresos impuestos.

 

Pero como se demuestra empíricamente, el "invierno demográfico" no se debe de manera exclusiva a cuestiones socioeconómicas o prestaciones estatales; las personas con más recursos no son necesariamente los que más hijos tienen, ni las sociedades más ricas tienen mayor población que las más pobres. La política social demuestra que, fundamentalmente, y más allá del determinismo de Malthus, lo demográfico viene determinado por principios socioculturales referidos a la visión colectiva sobre la vida y el matrimonio de un país y de un tiempo. Las comunidades que sitúan como valor nacional fundamental a la familia, bien como factor de progreso bien como factor de supervivencia, ofrecen cifras sostenidas de estabilidad demográfica, tanto en contextos de bienestar como de crisis. La historia, magistra vitae, demuestra esta máxima. Y España, quizás alumno aventajado individualismo liberal-consumista como ideal de progreso en el siglo XXI, aparece como ejemplo paradigmático: la progresiva destrucción de la unidad familiar española como referente vital, jurídica y simbólicamente, presenta evidentes consecuencias demográficas. Así, este "invierno" viene determinado, empíricamente, por el acelerado desprestigio de "lo familiar" (como otras instituciones y referentes colectivos) en las postreras generaciones de la democracia española, que se traduce en el acuciado descenso de la nupcialidad (caída de la tasa casi a la mitad entre 1981 y 2012, situándose en el 3.36%), en el incremento de las rupturas matrimoniales (aumentó hasta 105.893 en 2014), en el imparable ascenso de los hogares unipersonales (el 25% en 2015), el descenso sistemático del tamaño de los hogares españoles (bajando hasta el 2,51, solo superando la cifra de 3 las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla), en el aumento de la violencia intrafamiliar (tanto doméstica como filioparental, doblando esta última las denuncias en un lustro) y en las evidentes dificultades de conciliación de la vida laboral y familiar.

 

Pese al olvido político-institucional y el desprecio sociocultural, solo reivindicando y protegiendo a la institución familiar se podrá, si no revertir sí paliar las graves consecuencias político-sociales que ponen en entredicho el devenir inmediato del Welfare state: a) un nuevo estatuto jurídico-político de la familia (regulador de la adopción, la maternidad y matrimonio); b) un organismo estatal especializado sobre familia (Ministerio o Secretaria de Estado a nivel central, y consejerías autonómicas específicas); c) apoyo social y económico directo a la maternidad (campañas de sensibilización, redes de apoyo a las mujeres embarazadas, aumento de la prestación por hijo a cargo); d) medidas de conciliación real de la vida familiar y laboral (aumento de los permisos de paternidad/maternidad, generalizando la flexibilidad y racionalización de horarios, e impulsando la reducción de jornada y el teletrabajo).

 

Reivindicación y protección de una institución ampliamente valorada por la ciudadanía en las sucesivas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), pero más como referente sentimental que como horizonte vital real, más como leyenda hogareña que como opción práctica para la nuevas generaciones. Pese a ello, como la crisis socioeconómica [2007-2013] evidenció, esta institución fue el principal sostén en la conciliación laboral y el refugio obligado ante el despido y el desahucio, cuando el mercado se contrajo (o explotó) y el Estado se recortó (o ajustó). Un bien social a defender y promocionar, por tanto, desde políticas de acuerdo, recursos amplios y valores compartidos. Nuestro futuro, y el del bienestar común, dependen de ello.

 


 

 

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