El síndrome de la perpetua adolescencia
![[Img #11491]](upload/img/periodico/img_11491.jpg)
Esta semana ha aparecido en este periódico el dato de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental según el cual el 14% de los adolescentes vascos pega o insulta a sus progenitores. Este dato no es la única vez que aflora. Es decir, uno de cada seis adolescentes tiene un comportamiento disruptivo y no acepta la ascendencia de sus mayores para marcar las pautas de su comportamiento y las normas que han de cumplir. Hace un tiempo escribí en estas páginas sobre los informes de la Fiscalía del País Vasco que coinciden en la constatación del problema.
Lo paradógico de este dato es que pase desapercibido y que no haya voces –salvo la de La Tribuna del País Vasco- que clamen contra este síndrome de enfermedad moral y que se pregunten por qué ocurre algo tan grave; como es que uno de cada seis adolescentes no solamente no respete ni obedezca a sus padres, sino que los maltrate con impunidad.
Es sorprendente que sigamos sin preguntarnos por qué sucede algo tan alarmante, y que pasemos de puntillas sobre esta cuestión que tiene una componente preocupante de violencia y de enfrentamiento a la autoridad de los padres en la estructura familiar; es decir, dicho de otra manera, la carencia de la articulación de un sistema de funcionamiento de la familia que le permita su supervivencia y unas condiciones dignas de vida y de convivencia interna. El que no vea el problema tiene en sí mismo una grave dificultad para interpretar los componentes que permiten sobrevivir a una sociedad sin riesgo de descomposición por la metástasis de un cáncer en la organización de nuestro cuerpo existencial de convivencia.
Sin familia ni organización de roles en su seno, sin autoridad ni valores que le den sustancia para pervivir como sumatorio de voluntades en torno a un proyecto común de convivencia, no puede existir un desarrollo sano de unos menores que están en el momento crucial de su desarrollo hacia la adultez y serán perpetuos adolescentes. Lo peor de esto es que, además, esta adolescencia cada vez más tardía se traslada al cuerpo social, y, por tanto, al político. Entonces la gangrena está asegurada. Lo manifiesta en un insuperable artículo el intelectual y fundador de CINC Antonio Robles.
Hace mucho tiempo que los valores que contribuyen a un crecimiento colectivo hacia el progreso y la democracia se han desmoronado. De ahí el desconcierto y la perplejidad que las gentes con sentido común observan en la deriva catalanista hacia la independencia y el avance del nacionalismo en comunidades que hasta hace poco estaban exentas de sospechas disgregadoras como Baleares, Navarra y Valencia. Estos valores se pueden sintetizar en unos pocos, que son respeto, responsabilidad y aceptación de la autoridad legítima.
El respeto tiene dos vertientes: respeto a las normas que rigen nuestra convivencia y respeto a las personas. El respeto a las normas empieza en el seno familiar, y éstas corresponden establecerlas a los padres. A su vez, este respeto a las personas tiene otras variantes: respeto a los adultos que por su edad tienen la experiencia y nos han transmitido la sabiduría del legado cultural de nuestros antepasados, y respeto a quienes nos han traído a la vida y han cuidado de nosotros, así como un elemental principio de no hacer a los demás lo que no queramos que se nos haga a cada uno de nosotros. Es lo que yo llamo autoridad inherente. Si nuestros adolescentes carecen de los elementales principios que llevan a saber obedecer y respetar a los mayores, más si son nuestros padres o abuelos, es que carecen de lo más elemental para crecer armónicamente y desarrollarse como adultos maduros en un futuro inmediato. Hay un problemón en las bases de su formación como personas.
Ahora bien –y de esto ya escribí en su momento, pero vuelvo a reiterarlo porque es capital-: que me explique a mí alguien cómo puede un adolescente desarrollarse en esos términos de identidad bien formada, resistencia a la frustración, sentido de la autoridad legítima y aceptación de normas, si en su entorno observan que quienes debieran ser ejemplo de comportamiento cívico, es decir los políticos y agentes sociales que rigen los comportamientos sociales y las normas de convivencia en común, se saltan las leyes a la torera, no admiten autoridad fuera de los límites de su ámbito de actuación, ni aceptan la jerarquía normativa; y usan el dinero público para sus intereses políticos y no para el bien común.
No hace falta decir que me refiero, sobre todo, en este momento, a Cataluña. Pero hemos estado durante décadas bajo el síndrome de la anomia y la insurrección en el País Vasco. Esta cuestión ha impregnado como una sopa de transgresión permanente al conjunto de la sociedad vasca, y más específicamente al sistema educativo que es principio activo en la generación de esa tipología de comportamientos sociales de permanente adolescencia política y social. En consecuencia, no es de extrañar que se nos escape de las manos una generación de púberes que se asoma a la adolescencia sin visos de ser responsables de sus comportamientos, y que sus mayores se vean ante el sofoco de no saber cómo abordar la insumisión de sus hijos a las normas y unos mínimos límites de comportamiento en el hogar. Y, por tanto, tenemos un problema, o más bien estamos en el problema en todos los órdenes en los que se desenvuelve nuestra vida. No nos podremos quejar, por tanto, de que nazcan unos populismos que son la evidencia de la adolescencia política, unas tendencias disgregadoras que nos llevan a la autodestrucción como nación y la deriva de partidos que han sido sistémicos en el cuerpo constitucional de nuestro país hacia el disparate; así como la ausencia de estadistas que pongan por encima de sus intereses particulares o de grupo el bien de sus conciudadanos.
Estamos bajo el peso de un síndrome: el de la perpetua adolescencia en rebelión permanente contra las leyes y las normas. Y así no se progresa. Habrá mucho progresista, pero poco progreso.
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Esta semana ha aparecido en este periódico el dato de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filio-Parental según el cual el 14% de los adolescentes vascos pega o insulta a sus progenitores. Este dato no es la única vez que aflora. Es decir, uno de cada seis adolescentes tiene un comportamiento disruptivo y no acepta la ascendencia de sus mayores para marcar las pautas de su comportamiento y las normas que han de cumplir. Hace un tiempo escribí en estas páginas sobre los informes de la Fiscalía del País Vasco que coinciden en la constatación del problema.
Lo paradógico de este dato es que pase desapercibido y que no haya voces –salvo la de La Tribuna del País Vasco- que clamen contra este síndrome de enfermedad moral y que se pregunten por qué ocurre algo tan grave; como es que uno de cada seis adolescentes no solamente no respete ni obedezca a sus padres, sino que los maltrate con impunidad.
Es sorprendente que sigamos sin preguntarnos por qué sucede algo tan alarmante, y que pasemos de puntillas sobre esta cuestión que tiene una componente preocupante de violencia y de enfrentamiento a la autoridad de los padres en la estructura familiar; es decir, dicho de otra manera, la carencia de la articulación de un sistema de funcionamiento de la familia que le permita su supervivencia y unas condiciones dignas de vida y de convivencia interna. El que no vea el problema tiene en sí mismo una grave dificultad para interpretar los componentes que permiten sobrevivir a una sociedad sin riesgo de descomposición por la metástasis de un cáncer en la organización de nuestro cuerpo existencial de convivencia.
Sin familia ni organización de roles en su seno, sin autoridad ni valores que le den sustancia para pervivir como sumatorio de voluntades en torno a un proyecto común de convivencia, no puede existir un desarrollo sano de unos menores que están en el momento crucial de su desarrollo hacia la adultez y serán perpetuos adolescentes. Lo peor de esto es que, además, esta adolescencia cada vez más tardía se traslada al cuerpo social, y, por tanto, al político. Entonces la gangrena está asegurada. Lo manifiesta en un insuperable artículo el intelectual y fundador de CINC Antonio Robles.
Hace mucho tiempo que los valores que contribuyen a un crecimiento colectivo hacia el progreso y la democracia se han desmoronado. De ahí el desconcierto y la perplejidad que las gentes con sentido común observan en la deriva catalanista hacia la independencia y el avance del nacionalismo en comunidades que hasta hace poco estaban exentas de sospechas disgregadoras como Baleares, Navarra y Valencia. Estos valores se pueden sintetizar en unos pocos, que son respeto, responsabilidad y aceptación de la autoridad legítima.
El respeto tiene dos vertientes: respeto a las normas que rigen nuestra convivencia y respeto a las personas. El respeto a las normas empieza en el seno familiar, y éstas corresponden establecerlas a los padres. A su vez, este respeto a las personas tiene otras variantes: respeto a los adultos que por su edad tienen la experiencia y nos han transmitido la sabiduría del legado cultural de nuestros antepasados, y respeto a quienes nos han traído a la vida y han cuidado de nosotros, así como un elemental principio de no hacer a los demás lo que no queramos que se nos haga a cada uno de nosotros. Es lo que yo llamo autoridad inherente. Si nuestros adolescentes carecen de los elementales principios que llevan a saber obedecer y respetar a los mayores, más si son nuestros padres o abuelos, es que carecen de lo más elemental para crecer armónicamente y desarrollarse como adultos maduros en un futuro inmediato. Hay un problemón en las bases de su formación como personas.
Ahora bien –y de esto ya escribí en su momento, pero vuelvo a reiterarlo porque es capital-: que me explique a mí alguien cómo puede un adolescente desarrollarse en esos términos de identidad bien formada, resistencia a la frustración, sentido de la autoridad legítima y aceptación de normas, si en su entorno observan que quienes debieran ser ejemplo de comportamiento cívico, es decir los políticos y agentes sociales que rigen los comportamientos sociales y las normas de convivencia en común, se saltan las leyes a la torera, no admiten autoridad fuera de los límites de su ámbito de actuación, ni aceptan la jerarquía normativa; y usan el dinero público para sus intereses políticos y no para el bien común.
No hace falta decir que me refiero, sobre todo, en este momento, a Cataluña. Pero hemos estado durante décadas bajo el síndrome de la anomia y la insurrección en el País Vasco. Esta cuestión ha impregnado como una sopa de transgresión permanente al conjunto de la sociedad vasca, y más específicamente al sistema educativo que es principio activo en la generación de esa tipología de comportamientos sociales de permanente adolescencia política y social. En consecuencia, no es de extrañar que se nos escape de las manos una generación de púberes que se asoma a la adolescencia sin visos de ser responsables de sus comportamientos, y que sus mayores se vean ante el sofoco de no saber cómo abordar la insumisión de sus hijos a las normas y unos mínimos límites de comportamiento en el hogar. Y, por tanto, tenemos un problema, o más bien estamos en el problema en todos los órdenes en los que se desenvuelve nuestra vida. No nos podremos quejar, por tanto, de que nazcan unos populismos que son la evidencia de la adolescencia política, unas tendencias disgregadoras que nos llevan a la autodestrucción como nación y la deriva de partidos que han sido sistémicos en el cuerpo constitucional de nuestro país hacia el disparate; así como la ausencia de estadistas que pongan por encima de sus intereses particulares o de grupo el bien de sus conciudadanos.
Estamos bajo el peso de un síndrome: el de la perpetua adolescencia en rebelión permanente contra las leyes y las normas. Y así no se progresa. Habrá mucho progresista, pero poco progreso.











