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Marta González Isidoro
Domingo, 16 de Julio de 2017 Tiempo de lectura:

Entre la conciencia y la decencia

[Img #11831]Hace apenas 70 años los judíos europeos sufrieron el mayor genocidio  perpetrado en la Historia contra un grupo humano específico. Casi siete millones de los once que vivían en el continente fueron segregados, seleccionados, marcados, cazados como ratas, despojados de su identidad, ultrajados, encerrados en ghetos, sometidos a hambre, plagas, enfermedades, experimentos médicos y científicos, esclavizados, deportados y asesinados en masa en un proceso paulatino de deshumanización que se fue perfeccionando en el tiempo hasta alcanzar el mayor grado de tecnificación, limpieza y sepsis que ningún poder político antes, ni siquiera la industria asesina que lo diseñó, soñó jamás que alcanzaría. Una limpieza étnica a cielo abierto practicada por gobiernos, empresas e instituciones, consentida por la comunidad internacional y apoyada por la sociedad civil europea, profundamente convencida de que los judíos eran esa raza maldita a la que había que extirpar del cuerpo social de una vez para siempre. Ojos que no ven, corazón que no siente, y por eso las tierras lejanas de la Europa del Este ocupada se abrieron en canal para sepultar los huesos y las almas de los desdichados hijos de un Dios que decidió darles la espalda.


Todavía fresca la memoria de los últimos testigos de aquellos acontecimientos, la Europa que mira al futuro ocultando su pasado y negando su presente paradójicamente parece condenada a ser un continente de mayoría musulmana en pocas décadas. Quién le iba a decir a Robert Schuman, Jean Monnet, Spinelli, Spaak y al resto de líderes visionarios que inspiraron el espacio de paz, prosperidad y libertad en el que vivimos que las generaciones futuras, en clara desventaja demográfica, optarían voluntariamente por el reemplazo de una población que mayoritariamente cuestiona los pilares básicos de nuestra civilización, en una inexorable apuesta por el suicidio colectivo. El paisaje de Europa cambia, y no sólo en su fisonomía. La filosofía de la antigua herencia greco-latina, imbuida del código ético que a trompicones aportó el judeo-cristianismo a lo largo de siglos, se desvanece lentamente en el sueño del olvido. El amor por la cultura, la curiosidad por la ciencia, el principio de rivalidad social que favorece el emprendimiento, el sentimiento de competitividad, de desafío o de disputa transmitido a través de los relatos épicos y los cuentos, las imágenes de los héroes de nuestra infancia, que no conciben la vida sin el deseo de ser los mejores… tiene sus días contados. Occidente renuncia a sus orígenes, fusionado con el espejismo de un mundialismo que desdibuja las fronteras del pensamiento y del marco jurídico nacional en aras a una idílica homogeneización de la humanidad.

 

Europa, el geriátrico dispensador de servicios sociales para cualquier paria del planeta y convertida en un triste parque temático para la industria del todo a cien, incinera su Historia y su legado y lo sustituye por la fantasía de harenes y danzas arcoíris que en realidad ven el mundo monocolor. Diluidas las fronteras exteriores, vivir de acuerdo con códigos culturales y religiosos excluyentes y reproducir esquemas tribales de origen que transmiten a sus descendientes es posible gracias a los resortes de un sistema político liberal que desprecian, pero del que se aprovechan. La barbarie ya no es exclusiva de África ni de Oriente Medio. La Europa acomplejada por exportar su visón liberal del mundo no se contenta con convivir en su propio territorio con micromundos en los que impera la sharía (ley islámica), sino que habla ya con el lenguaje pervertido de quienes imponen la versión más radical del islam allende sus fronteras y patrocinan su imposición por la violencia, incluso el terrorismo. Todo vale para esta Europa económica y demográficamente desahuciada y sin referentes identitarios, que aún cree que puede ofrecer un paraíso mejor que las vírgenes manoseadas accesibles por mando a distancia.


La guerra de Siria, los conflictos en Oriente Medio y la desestabilización de África ha sido el detonante de la peor crisis migratoria que Europa vive desde la Segunda Guerra Mundial, con 66 millones de refugiados y desplazados en el mundo, según cifras de la ONU. Durante aquella contienda, los nazis deportaron a entre siete y nueve millones de europeos. Tras la rendición de Alemania los aliados repatriaron a sus hogares a más de seis millones de ellos, al tiempo que los países liberados aprovechaban para deshacerse de sus minorías nacionales. Pero hubo un número ingente, entre 1,5 y 2 millones que no quisieron o no pudieron volver a sus lugares de origen. Muchos temían las represalias; otros, como los judíos que habían sobrevivido al Holocausto, seguían sufriendo el azote del antisemitismo, el rechazo de la población local y la usurpación y expoliación de sus propiedades por sus propios vecinos. En esta Europa desmemoriada y solidaria con el negocio que alienta a los sufridores profesionales, pocos se acuerdan de los cerca de 250.000 refugiados judíos encerrados por los aliados en los antiguos campos de concentración nazis habilitados temporalmente hasta encontrar una solución satisfactoria para ellos. Sus países de origen no les querían, los aliados tampoco en los suyos, y los británicos que administraban Oriente Medio tampoco les permitían emigrar a la parte de la Palestina del Mandato adjudicada por la Liga de las Naciones para que establecieran allí su patria judía independiente. Los árabes, ayer como hoy, solidarios antisemitas, fijando la agenda de Occidente. Setenta años después y varias guerras libradas por su supervivencia, el joven Estado de Israel acusa el estigma del judío paria entre las naciones y la deslegitimación constante de sus raíces, su historia y su legado.


Muchas son las razones por las que el ser humano, a lo largo de la Historia, se ha desplazado y se ha integrado en sociedades ajenas a su comunidad de origen. La búsqueda de un lugar mejor donde prosperar en libertad y seguridad con su familia es un derecho individual y una obligación de la comunidad internacional en su conjunto. Precisamente por eso es necesario consensuar entre todos políticas dignas en materia de refugio y asilo, y abordar las causas estructurales que obligan a las personas a dejar sus países y desarraigarse de sus hogares. Pero más allá de la tragedia global que llega a Europa, cuando, en este frágil equilibrio entre la conciencia y la decencia, Occidente pierde el rumbo, reniega de sus raíces y expulsa de su cuerpo social a quienes contribuyen a mejorar el mundo en el que vivimos, y lo sustituye por aquellos que cuestionan las bases de la libertad y nuestro modo de vida, el desafío no es sólo buscar una narrativa alternativa lo suficientemente sugerente como para que la integren en su sistema de valores, sino evitar que los 44 millones de musulmanes que hay hoy en Europa colapsen una civilización en declive pero que, a pesar de los claroscuros, ha sido capaz de conformar una realidad multicultural en riesgo de nuevo en el Viejo Continente.

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