Los hijos de las Tomasas
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A las 16:30 horas del 17 de agosto, una furgoneta alquilada arrollaba a gran velocidad a numerosas personas que en ese momento disfrutaban del paseo, las compras y el ocio en Las Ramblas, una de las Avenidas más emblemáticas de la ciudad condal de Barcelona y arteria que la conecta con la mayoría de los monumentos frecuentados por turistas de todo el mundo. No había que ser un especialista en Seguridad para darse cuenta que el atropello, que en aquella primera etapa causaba ya la muerte a 13 personas y heridas a más de un centenar procedentes de 34 nacionalidades, no era fruto de la casualidad, de un accidente fortuito o de la enajenación mental transitoria de un conductor sumido en un profundo desasosiego personal. Muy pronto se confirmaba lo evidente: España, como otras capitales europeas, estaba siendo blanco de un atentado terrorista de carácter islamista cuyas consecuencias, a tenor de las investigaciones que aún una semana después del suceso todavía continúan, habría tenido unas dimensiones inimaginables de no haberse frustrado los planes originales de los terroristas, al explosionarles por fortuna la noche anterior los materiales con los que trataban de fabricar lo que se conoce como madre de Satán para ensamblarlo en 15 bombas, junto con 150 bombonas de butano y metralla para aumentar el daño.
A nadie le ha cogido por sorpresa el nuevo atentado simultáneo de Barcelona y Cambrils. Hace tiempo que las sociedades europeas somos vulnerables. Las zonas de ocio representan la libertad y el modo de vida que detestan los que sueñan con redimirnos de nuestros pecados y sacarnos de la oscuridad en la que creen estamos sumidos por medio de su particular Paraíso de luz. Pero es que, además, los yihadistas y los seguidores del delirio tafkirí saben cómo trabaja la policía y sus tiempos de respuesta, y la rapidez con la que nos volcamos en enviar mensajes de paz y amor, en erigir altares de flores, peluches y velitas, en distorsionar la realidad de un islam del que no queremos reconocer que tiene un grave problema intrínseco de convivencia con el resto de los mortales, y en abrazar terroristas. Hacer el amor y no la guerra podía resultarle muy divertido, incluso transgresor, a la juventud hippy de los setenta, cuya única aspiración era vivir su particular concepto de libertad y felicidad bajo los acordes de una guitarra a la luz de una hoguera en la playa y fumando marihuana. El problema es que los costes de tanto amor y humo enrarecido son altísimos, y sus retoños nacieron viciados de una desmemoria que condiciona nuestro presente y amenaza nuestro futuro, con un odio incomprensible y flotando en una identidad perdida entre el complejo y el vacío moral. Los padres de la Tomasa, esa conversa yihadista madre del lunático Abdullah Ahara Pérez, alias El Qurtubi, que en nombre del Daesh se ha atrevido a amenazar a los españoles cristianos y a recuperar la tierra de Al Andalus, deben estar haciéndose de cruces pensando en qué momento su hija, como tantos miles de jóvenes de pensamiento dogmático y a los que jamás les ha faltado de nada, muchos de ellos conversos al islam, perdió definitivamente el norte.
El atentado en Barcelona, utilizado vilmente por el gobierno autonómico y municipal catalán para hacer apología del independentismo, pone de manifiesto el siniestro vínculo entre el oportunismo, la izquierda radical, el terrorismo y el islam, pero sobre todo, el terrible foso moral en el que hemos caído como sociedad. A la tristeza que produce ver cómo nuestro país se descompone a velocidad de vértigo sin poder hacer nada para evitarlo, se une comprobar cómo uno de los Estados más antiguos de Europa, si no del mundo, con una larga trayectoria de influencia política, militar, comercial y cultural durante siglos, se desintegra territorial y moralmente ante la desidia de una casta de políticos, sindicalistas, educadores, formadores de opinión y vividores de diferente pelaje y condición que llevan casi cuarenta años pensando en las siguientes elecciones más que en las siguientes generaciones.
Nuestra historia, forjada en el orgullo, la templanza, el coraje, la afabilidad y también el respeto, se falsea hasta extremos delirantes por inventadas nacionalidades con pretensiones soberanas, y se reduce a una guerra de banderas inventadas y batallas nunca ganadas. El desconcierto y el estupor es mayor al ver que la generación que heredó de nuestros mayores el legado de la reconciliación es la que, paradójicamente, más odio y ganas de destrucción acumula. Y lo hace en alianza con el islam, una ideología política disfrazada de ritos y códigos religiosos que no esconde su deseo de reconquista por la espada de territorios y almas. Incluso de aquellas que hoy le sirven como plañideras para derrumbar los cimientos de lo que aún queda de nuestra civilización judeo-cristiana occidental.
Destruir el marco legal vigente parece ser el objetivo de esta nueva casta de progre sociológico disfrazado de rebelde sin memoria, dogmático y maniqueo. Mitos republicanos, anticlericales y guerracivilistas vivos gracias al complejo y al vacío moral de una mayoría silenciosa que abraza por defecto el pensamiento de lo políticamente correcto. Falacias de una visión del mundo idílica, romántica y simplista que divide al individuo en buenos y malos y extermina, por defecto, al que piensa diferente. Exterminio racial y exterminio social. Dos caras de un mismo totalitarismo que ha causado estragos allí donde se implanta. Nazis y comunistas establecieron procesos de selección en base a criterios raciales, religiosos o de ideología política. La hemeroteca está saturada de imágenes, relatos y testimonios que prueban el nivel de maldad al que puede llegar un ser humano y una sociedad entera.
Achacar episodios de histeria, paranoia u otros trastornos psíquicos a los iluminados laicos o religiosos que hoy se erigen como salvadores de nuestra patria o de nuestro mundo es no conocer las raíces de su pensamiento totalitario. Hace falta mucho esfuerzo para empezar a pensar diferente, y mucha valentía para enfrentar el consenso de la mayoría, que no siempre camina por el lado correcto. Que uno de cada cuatro electores esté dispuesto a apostar por una opción antidemocrática, liberticida, rupturista y violenta, tranquiliza muy poco. Que el imparable aumento del islam esté cambiando nuestras costumbres y nuestra fisonomía tranquiliza menos. Decía Pompeyo Trogo que los hispanos, si no teníamos un enemigo exterior, lo buscábamos en casa. España tiene un serio problema de seguridad y de legitimidad institucional y es hora de mandar a todos esos hijos de las Tomasas a su casa.
A las 16:30 horas del 17 de agosto, una furgoneta alquilada arrollaba a gran velocidad a numerosas personas que en ese momento disfrutaban del paseo, las compras y el ocio en Las Ramblas, una de las Avenidas más emblemáticas de la ciudad condal de Barcelona y arteria que la conecta con la mayoría de los monumentos frecuentados por turistas de todo el mundo. No había que ser un especialista en Seguridad para darse cuenta que el atropello, que en aquella primera etapa causaba ya la muerte a 13 personas y heridas a más de un centenar procedentes de 34 nacionalidades, no era fruto de la casualidad, de un accidente fortuito o de la enajenación mental transitoria de un conductor sumido en un profundo desasosiego personal. Muy pronto se confirmaba lo evidente: España, como otras capitales europeas, estaba siendo blanco de un atentado terrorista de carácter islamista cuyas consecuencias, a tenor de las investigaciones que aún una semana después del suceso todavía continúan, habría tenido unas dimensiones inimaginables de no haberse frustrado los planes originales de los terroristas, al explosionarles por fortuna la noche anterior los materiales con los que trataban de fabricar lo que se conoce como madre de Satán para ensamblarlo en 15 bombas, junto con 150 bombonas de butano y metralla para aumentar el daño.
A nadie le ha cogido por sorpresa el nuevo atentado simultáneo de Barcelona y Cambrils. Hace tiempo que las sociedades europeas somos vulnerables. Las zonas de ocio representan la libertad y el modo de vida que detestan los que sueñan con redimirnos de nuestros pecados y sacarnos de la oscuridad en la que creen estamos sumidos por medio de su particular Paraíso de luz. Pero es que, además, los yihadistas y los seguidores del delirio tafkirí saben cómo trabaja la policía y sus tiempos de respuesta, y la rapidez con la que nos volcamos en enviar mensajes de paz y amor, en erigir altares de flores, peluches y velitas, en distorsionar la realidad de un islam del que no queremos reconocer que tiene un grave problema intrínseco de convivencia con el resto de los mortales, y en abrazar terroristas. Hacer el amor y no la guerra podía resultarle muy divertido, incluso transgresor, a la juventud hippy de los setenta, cuya única aspiración era vivir su particular concepto de libertad y felicidad bajo los acordes de una guitarra a la luz de una hoguera en la playa y fumando marihuana. El problema es que los costes de tanto amor y humo enrarecido son altísimos, y sus retoños nacieron viciados de una desmemoria que condiciona nuestro presente y amenaza nuestro futuro, con un odio incomprensible y flotando en una identidad perdida entre el complejo y el vacío moral. Los padres de la Tomasa, esa conversa yihadista madre del lunático Abdullah Ahara Pérez, alias El Qurtubi, que en nombre del Daesh se ha atrevido a amenazar a los españoles cristianos y a recuperar la tierra de Al Andalus, deben estar haciéndose de cruces pensando en qué momento su hija, como tantos miles de jóvenes de pensamiento dogmático y a los que jamás les ha faltado de nada, muchos de ellos conversos al islam, perdió definitivamente el norte.
El atentado en Barcelona, utilizado vilmente por el gobierno autonómico y municipal catalán para hacer apología del independentismo, pone de manifiesto el siniestro vínculo entre el oportunismo, la izquierda radical, el terrorismo y el islam, pero sobre todo, el terrible foso moral en el que hemos caído como sociedad. A la tristeza que produce ver cómo nuestro país se descompone a velocidad de vértigo sin poder hacer nada para evitarlo, se une comprobar cómo uno de los Estados más antiguos de Europa, si no del mundo, con una larga trayectoria de influencia política, militar, comercial y cultural durante siglos, se desintegra territorial y moralmente ante la desidia de una casta de políticos, sindicalistas, educadores, formadores de opinión y vividores de diferente pelaje y condición que llevan casi cuarenta años pensando en las siguientes elecciones más que en las siguientes generaciones.
Nuestra historia, forjada en el orgullo, la templanza, el coraje, la afabilidad y también el respeto, se falsea hasta extremos delirantes por inventadas nacionalidades con pretensiones soberanas, y se reduce a una guerra de banderas inventadas y batallas nunca ganadas. El desconcierto y el estupor es mayor al ver que la generación que heredó de nuestros mayores el legado de la reconciliación es la que, paradójicamente, más odio y ganas de destrucción acumula. Y lo hace en alianza con el islam, una ideología política disfrazada de ritos y códigos religiosos que no esconde su deseo de reconquista por la espada de territorios y almas. Incluso de aquellas que hoy le sirven como plañideras para derrumbar los cimientos de lo que aún queda de nuestra civilización judeo-cristiana occidental.
Destruir el marco legal vigente parece ser el objetivo de esta nueva casta de progre sociológico disfrazado de rebelde sin memoria, dogmático y maniqueo. Mitos republicanos, anticlericales y guerracivilistas vivos gracias al complejo y al vacío moral de una mayoría silenciosa que abraza por defecto el pensamiento de lo políticamente correcto. Falacias de una visión del mundo idílica, romántica y simplista que divide al individuo en buenos y malos y extermina, por defecto, al que piensa diferente. Exterminio racial y exterminio social. Dos caras de un mismo totalitarismo que ha causado estragos allí donde se implanta. Nazis y comunistas establecieron procesos de selección en base a criterios raciales, religiosos o de ideología política. La hemeroteca está saturada de imágenes, relatos y testimonios que prueban el nivel de maldad al que puede llegar un ser humano y una sociedad entera.
Achacar episodios de histeria, paranoia u otros trastornos psíquicos a los iluminados laicos o religiosos que hoy se erigen como salvadores de nuestra patria o de nuestro mundo es no conocer las raíces de su pensamiento totalitario. Hace falta mucho esfuerzo para empezar a pensar diferente, y mucha valentía para enfrentar el consenso de la mayoría, que no siempre camina por el lado correcto. Que uno de cada cuatro electores esté dispuesto a apostar por una opción antidemocrática, liberticida, rupturista y violenta, tranquiliza muy poco. Que el imparable aumento del islam esté cambiando nuestras costumbres y nuestra fisonomía tranquiliza menos. Decía Pompeyo Trogo que los hispanos, si no teníamos un enemigo exterior, lo buscábamos en casa. España tiene un serio problema de seguridad y de legitimidad institucional y es hora de mandar a todos esos hijos de las Tomasas a su casa.