En una noche oscura...
Son estos unos días convulsos en los que nuestro país se enfrenta a la amenaza más grande de los últimos ochenta años, pero así como es necesario respirar hondo cuando un peligro nos acecha, quisiera que estas líneas que siguen no se centraran exclusivamente en dicha amenaza, y nos sirvan para tomar aire, para respirar hondo. Y antes de que vean por dónde quiero ir, quisiera completar el poema cuyo primer verso encabeza este artículo. En una noche oscura/ En ansias, en amores inflamada/ Oh, dichosa ventura/ Salí sin ser notada/ Estando ya mi casa sosegada. Esta es la primera estrofa que da vida al poema, y el poema es el espíritu que lleva a Juan de la Cruz a componer sus Tratados Subida al Monte Carmelo y Noche oscura, en los que, punto por punto, etapa por etapa, va explicando el sentido de esta peregrinación mística del alma en las tinieblas hasta alcanzar la luz.
Pero no voy a hablarles de poesía, o mejor dicho, sólo de poesía, también lo haré de política, porque si de algo carece la política hoy, y sobre todo en España, es de aquella palabra sonora, dicente, interpelante, apasionada y vivida del poeta. A la política española le falta espíritu, y España no puede vivir sin espíritu.
Uno de los “logros” de la Transición española inspirada en el Estado del bienestar fue no sólo rebajar, sino extirpar el espíritu. Se habla de “espíritu de la Transición”, pero qué raquítico espíritu ese de las buenas avenencias, el de “entendámonos todos, porque de aquí todos sacaremos tajada”. La Transición apenas tuvo espíritu, fue hecha sólo al servicio del cuerpo, creyendo que sólo de pan vive el hombre.
Nuestro mundo, pero sobre todo nuestro país, ha derivado en un fenómeno extraordinario. Se ha angostado la palabra interpelante, aquella que salida de la boca parece provenir del espíritu. En realidad, la modernidad lleva aniquilando desde hace mucho todo espíritu, pese a hacer un uso postizo de la palabra: “espíritu de la transición”, “espíritu de la ley”.
A base de crear complejos y vergüenzas en el español acerca de su historia y de su pasado, se le ha templado tanto el espíritu que se le ha paralizado, y con ello se ha secado la poesía, secándose así un renacer de España. En España sólo se tolera un tipo barato de poesía en el que cabe todo aquello que es individual, a fin de expresar un amor inspirado en series de televisión o en el cine actual; y cuando la poesía sale de los límites del individuo, sólo se le permite una salida sin fronteras, para crear una poesía adolescente –o con apariencia de tal-, una poesía de derechos humanos. En esta “poesía sin fronteras” se permite, por ejemplo, la descripción cansina de paisajes naturales, del terruño, o bien el amor al ser humano como ser universal. Cuando algunos miembros de Podemos declararon que había que hacer política con poesía y con amor, era sólo esta poesía y amor de 1º de ESO lo que estaba detrás; aunque muchos ya saben bien el tipo de “amor” que destila Podemos.
En esta dictadura que estrangula la palabra y la poesía de hombres, permitiendo sólo la de niños, es importante observar una ley: está terminantemente prohibido poner en práctica una palabra dicente e interpelante que exprese o sugiera amor a la patria, y a la misión de esta en el mundo. Si alguien se introduce por este camino, cuando no recibe directamente burlas, es calificado inmediatamente de arcaico por los ilustrados y de fascista por los borregos.
El miedo a la palabra interpelante y a una poesía viril es lógico, pues sólo la poesía funda, sólo la palabra que sale del espíritu hace renacer. Pero cuidado, no serán sólo poetas los que hagan resurgir, en nuestro caso, a España. Giménez Caballero lo sentenció: el poeta es el elemento “macho” de la historia. El poeta lanza el polen, buscando un lugar donde penetre para crear, y el político es el elemento hembra, que acoge en su seno este polen creador. El político, claro está, no habrá de ser sólo poeta, pero no podrá vivir sin el ardor ferviente que le inspira quien le fecunda. Estas palabras de Giménez Caballero serían hoy estranguladas por tristes prosaicos al servicio de un liberalismo desencantado, prosaicos biólogos y hasta prosaicas feministas pondrían el grito en el cielo por estas comparaciones.
La poesía no es sólo un género literario, es espíritu del que puede también nutrirse la prosa, del que debe nutrirse todo ensayo filosófico que pretenda hacer renacer a España, tal como en su día lo hicieron Genio de España de Giménez Caballero o Defensa de la Hispanidad de Ramiro de Maeztu. Recientemente ha habido grandiosos ensayos sobre España, pero escritos sólo con el éxtasis de la razón o de la historiografía, llevando por ello en sí, pese a la impresión de fortaleza, algo de desencanto, el de nuestro mundo acomplejado. Cómo no calificar, por ejemplo, de gran ensayo, racional, rotundo, contundente, España frente a Europa, o el más reciente, España no es un mito, ambos del maestro Gustavo Bueno; o los grandes ensayos sobre la leyenda negra aparecidos en los últimos años. Sin embargo, echa uno en falta en ellos el elemento fundador, el polen, la poesía, y con ella el amor. Y es que a España no le vale, sin más, como a Francia, un Estado fuerte; el español no cree en ningún Estado fuerte si a ese Estado le falta espíritu y poesía. También los discursos, la palabra hablada, están exentos de ese polen fundante. No hay nadie, ni en la derecha liberal, ni en el socialismo que ofrezca polen, y el que pretende ofrecer Podemos está envenenado. Cuando, liberado de los complejos, alguien, desde el atril del Parlamento comience a hablar con un tono de pasión poética y fundacional, con espíritu de amor a España y a su historia, entonces nos parecerá a algunos asistir a un Pentecostés viviente, y reviviremos aquel día del don de lenguas que nos cuentan los Hechos de los Apóstoles.
No sólo es el habernos inyectado el complejo hacia nuestro pasado –y especialmente el complejo franquista- lo que impide que en España surja una derecha social y nacional, es el haber ahogado la poesía, pues en España no puede haber una derecha sin poesía. Pero cómo hacer creer esta portentosa verdad a los jóvenes de hoy cuando a estos, alimentándose de basura tipo “El laberinto del Fauno”, les hacen creer que la poesía está únicamente del otro bando. Los miedos y los complejos comienzan por ser históricos, pero hacen daño de verdad cuando se vuelven miedos a la poesía, a lo metafísico. ¿Quién se atreve a compartir hoy, por poner sólo un ejemplo, el discurso de Fernández Cuesta al ser trasladados de Alicante a El Escorial los restos de José Antonio Primo de Rivera? Se avergonzaría. Sí, los miedos, los complejos. Los mismos que incluso calaron en compañeros de Franco al acabarse el franquismo. Da sonrojo oír a Serrano Suñer, hombre de tanta valentía, despotricar de Franco para limpiar su imagen, para quitarse complejos. Miedos, complejos, y los peores los de la palabra poética, los miedos a la metafísica.
En España jamás podrá nacer una derecha si sólo exhibe rabia y cojones. Reducida a violentos y espantosos sujetos acomplejados por no ser rubios, que con esvásticas tatuadas y cabezas rapadas vocean por los tristes campos de fútbol españoles, esta derecha vergonzante tendría sus días contados. Triste imagen de querer ser lo que no somos, de querer ser además las bestias que no somos. En España, una derecha social y patriótica no puede nacer así, pues necesitamos espíritu interpelante, aquel que tiene ahogado el mundo moderno, aquel que recibe burlas, aquel que tildan, repito, de arcaizante los ilustrados y de facha los borregos.
Y España necesita de la palabra poética porque la esencia de España es en sí poética. El origen de nuestro país, y su desarrollo -al menos hasta el siglo XVII- pertenece al ámbito de la más grande poesía heroica. El heroísmo de un puñado de montañeses que comenzaron a expulsar al invasor, el heroísmo del imperio español, el heroísmo del místico que, renunciando al mundo, camina por la noche oscura del alma, en empresa que no le va a la zaga al camino selvático de los conquistadores. En nuestro suelo no cabe una derecha bruta, germánica, racista, no cabe tampoco una derecha nacida de los sensatos sentidos, a la francesa, llevada siempre por las circunstancias. La derecha española que habría de resurgir pide y exige más elevación, ha de ser mística, exaltada, pues de no serlo no puede existir, es más, no puede nacer, renacer. Y la tragedia es que para los hombres actuales, para los hombres de un mundo que ha idolatrado al individuo racional, no existe agravio mayor que el que le tilden de exaltado. Giménez Caballero no tuvo miedo, es más, él gustaba de ser calificado de exaltado, y él mismo subtituló sin complejos su Genio de España (1932) “Exaltaciones a una resurrección nacional y del mundo”, y tituló su ensayo sobre el matrimonio Exaltación del matrimonio. Pero en aquellos años, aún los hombres se nutrían de espíritu -por ambos bandos-, y ser calificado de loco equivalía a ser laureado.
Nadie se atreve, pues, a fecundar, y el suelo está sediento, pero no muerto, pues sabemos que en España no son pocos aquellos que en sus oficinas, en sus restaurantes, en sus campos, escuelas, universidades, piden a gritos espíritu, alma, algo de poesía que vaya más allá de la única permitida cuya fuente está en las series televisivas, en los cantautores y en los derechos humanos. Son decenas de miles, estoy seguro que millones de españoles los que están pidiendo en el fondo de sus almas un espíritu que fecunde. Para ello tendrá que superar muchos complejos. Hay sed de volver a amar a España en un proyecto ilusionante. Pero no hay que tardar mucho o España se morirá.
Ya puedan los cuerpos de hoy obtener la perfección de las estatuas griegas esculpiéndose en los gimnasios al son de música techno, que, sin alma, sin un impulso común, serán puro vacío, y las estatuas griegas tendrán más espíritu que esos españoles cuadrados; las estatuas griegas tendrán más alma, como aquel torso de Apolo, estatua mutilada y sin cabeza, y que, sin embargo, era capaz de decirle a Rilke en el Louvre: “Has de cambiar tu vida”.
Y aquella noche oscura con la que comenzaba estas líneas, también tenía el mismo poder del que hacía gala el torso de Apolo, el poder de transformar, de cambiar la vida… Oh noche que guiaste/ Oh noche amable más que la alborada/ oh noche que juntaste Amado con amada/ amada en el Amado transformada. En estos días convulsos y críticos, en esta noche oscura, algunos españoles se habrían podido permitir un pequeño cambio de referencia en ese “Amado” del poeta, sintiéndose así más unidos a España, quizás, transformados en ella. Seguro que usted también.
Son estos unos días convulsos en los que nuestro país se enfrenta a la amenaza más grande de los últimos ochenta años, pero así como es necesario respirar hondo cuando un peligro nos acecha, quisiera que estas líneas que siguen no se centraran exclusivamente en dicha amenaza, y nos sirvan para tomar aire, para respirar hondo. Y antes de que vean por dónde quiero ir, quisiera completar el poema cuyo primer verso encabeza este artículo. En una noche oscura/ En ansias, en amores inflamada/ Oh, dichosa ventura/ Salí sin ser notada/ Estando ya mi casa sosegada. Esta es la primera estrofa que da vida al poema, y el poema es el espíritu que lleva a Juan de la Cruz a componer sus Tratados Subida al Monte Carmelo y Noche oscura, en los que, punto por punto, etapa por etapa, va explicando el sentido de esta peregrinación mística del alma en las tinieblas hasta alcanzar la luz.
Pero no voy a hablarles de poesía, o mejor dicho, sólo de poesía, también lo haré de política, porque si de algo carece la política hoy, y sobre todo en España, es de aquella palabra sonora, dicente, interpelante, apasionada y vivida del poeta. A la política española le falta espíritu, y España no puede vivir sin espíritu.
Uno de los “logros” de la Transición española inspirada en el Estado del bienestar fue no sólo rebajar, sino extirpar el espíritu. Se habla de “espíritu de la Transición”, pero qué raquítico espíritu ese de las buenas avenencias, el de “entendámonos todos, porque de aquí todos sacaremos tajada”. La Transición apenas tuvo espíritu, fue hecha sólo al servicio del cuerpo, creyendo que sólo de pan vive el hombre.
Nuestro mundo, pero sobre todo nuestro país, ha derivado en un fenómeno extraordinario. Se ha angostado la palabra interpelante, aquella que salida de la boca parece provenir del espíritu. En realidad, la modernidad lleva aniquilando desde hace mucho todo espíritu, pese a hacer un uso postizo de la palabra: “espíritu de la transición”, “espíritu de la ley”.
A base de crear complejos y vergüenzas en el español acerca de su historia y de su pasado, se le ha templado tanto el espíritu que se le ha paralizado, y con ello se ha secado la poesía, secándose así un renacer de España. En España sólo se tolera un tipo barato de poesía en el que cabe todo aquello que es individual, a fin de expresar un amor inspirado en series de televisión o en el cine actual; y cuando la poesía sale de los límites del individuo, sólo se le permite una salida sin fronteras, para crear una poesía adolescente –o con apariencia de tal-, una poesía de derechos humanos. En esta “poesía sin fronteras” se permite, por ejemplo, la descripción cansina de paisajes naturales, del terruño, o bien el amor al ser humano como ser universal. Cuando algunos miembros de Podemos declararon que había que hacer política con poesía y con amor, era sólo esta poesía y amor de 1º de ESO lo que estaba detrás; aunque muchos ya saben bien el tipo de “amor” que destila Podemos.
En esta dictadura que estrangula la palabra y la poesía de hombres, permitiendo sólo la de niños, es importante observar una ley: está terminantemente prohibido poner en práctica una palabra dicente e interpelante que exprese o sugiera amor a la patria, y a la misión de esta en el mundo. Si alguien se introduce por este camino, cuando no recibe directamente burlas, es calificado inmediatamente de arcaico por los ilustrados y de fascista por los borregos.
El miedo a la palabra interpelante y a una poesía viril es lógico, pues sólo la poesía funda, sólo la palabra que sale del espíritu hace renacer. Pero cuidado, no serán sólo poetas los que hagan resurgir, en nuestro caso, a España. Giménez Caballero lo sentenció: el poeta es el elemento “macho” de la historia. El poeta lanza el polen, buscando un lugar donde penetre para crear, y el político es el elemento hembra, que acoge en su seno este polen creador. El político, claro está, no habrá de ser sólo poeta, pero no podrá vivir sin el ardor ferviente que le inspira quien le fecunda. Estas palabras de Giménez Caballero serían hoy estranguladas por tristes prosaicos al servicio de un liberalismo desencantado, prosaicos biólogos y hasta prosaicas feministas pondrían el grito en el cielo por estas comparaciones.
La poesía no es sólo un género literario, es espíritu del que puede también nutrirse la prosa, del que debe nutrirse todo ensayo filosófico que pretenda hacer renacer a España, tal como en su día lo hicieron Genio de España de Giménez Caballero o Defensa de la Hispanidad de Ramiro de Maeztu. Recientemente ha habido grandiosos ensayos sobre España, pero escritos sólo con el éxtasis de la razón o de la historiografía, llevando por ello en sí, pese a la impresión de fortaleza, algo de desencanto, el de nuestro mundo acomplejado. Cómo no calificar, por ejemplo, de gran ensayo, racional, rotundo, contundente, España frente a Europa, o el más reciente, España no es un mito, ambos del maestro Gustavo Bueno; o los grandes ensayos sobre la leyenda negra aparecidos en los últimos años. Sin embargo, echa uno en falta en ellos el elemento fundador, el polen, la poesía, y con ella el amor. Y es que a España no le vale, sin más, como a Francia, un Estado fuerte; el español no cree en ningún Estado fuerte si a ese Estado le falta espíritu y poesía. También los discursos, la palabra hablada, están exentos de ese polen fundante. No hay nadie, ni en la derecha liberal, ni en el socialismo que ofrezca polen, y el que pretende ofrecer Podemos está envenenado. Cuando, liberado de los complejos, alguien, desde el atril del Parlamento comience a hablar con un tono de pasión poética y fundacional, con espíritu de amor a España y a su historia, entonces nos parecerá a algunos asistir a un Pentecostés viviente, y reviviremos aquel día del don de lenguas que nos cuentan los Hechos de los Apóstoles.
No sólo es el habernos inyectado el complejo hacia nuestro pasado –y especialmente el complejo franquista- lo que impide que en España surja una derecha social y nacional, es el haber ahogado la poesía, pues en España no puede haber una derecha sin poesía. Pero cómo hacer creer esta portentosa verdad a los jóvenes de hoy cuando a estos, alimentándose de basura tipo “El laberinto del Fauno”, les hacen creer que la poesía está únicamente del otro bando. Los miedos y los complejos comienzan por ser históricos, pero hacen daño de verdad cuando se vuelven miedos a la poesía, a lo metafísico. ¿Quién se atreve a compartir hoy, por poner sólo un ejemplo, el discurso de Fernández Cuesta al ser trasladados de Alicante a El Escorial los restos de José Antonio Primo de Rivera? Se avergonzaría. Sí, los miedos, los complejos. Los mismos que incluso calaron en compañeros de Franco al acabarse el franquismo. Da sonrojo oír a Serrano Suñer, hombre de tanta valentía, despotricar de Franco para limpiar su imagen, para quitarse complejos. Miedos, complejos, y los peores los de la palabra poética, los miedos a la metafísica.
En España jamás podrá nacer una derecha si sólo exhibe rabia y cojones. Reducida a violentos y espantosos sujetos acomplejados por no ser rubios, que con esvásticas tatuadas y cabezas rapadas vocean por los tristes campos de fútbol españoles, esta derecha vergonzante tendría sus días contados. Triste imagen de querer ser lo que no somos, de querer ser además las bestias que no somos. En España, una derecha social y patriótica no puede nacer así, pues necesitamos espíritu interpelante, aquel que tiene ahogado el mundo moderno, aquel que recibe burlas, aquel que tildan, repito, de arcaizante los ilustrados y de facha los borregos.
Y España necesita de la palabra poética porque la esencia de España es en sí poética. El origen de nuestro país, y su desarrollo -al menos hasta el siglo XVII- pertenece al ámbito de la más grande poesía heroica. El heroísmo de un puñado de montañeses que comenzaron a expulsar al invasor, el heroísmo del imperio español, el heroísmo del místico que, renunciando al mundo, camina por la noche oscura del alma, en empresa que no le va a la zaga al camino selvático de los conquistadores. En nuestro suelo no cabe una derecha bruta, germánica, racista, no cabe tampoco una derecha nacida de los sensatos sentidos, a la francesa, llevada siempre por las circunstancias. La derecha española que habría de resurgir pide y exige más elevación, ha de ser mística, exaltada, pues de no serlo no puede existir, es más, no puede nacer, renacer. Y la tragedia es que para los hombres actuales, para los hombres de un mundo que ha idolatrado al individuo racional, no existe agravio mayor que el que le tilden de exaltado. Giménez Caballero no tuvo miedo, es más, él gustaba de ser calificado de exaltado, y él mismo subtituló sin complejos su Genio de España (1932) “Exaltaciones a una resurrección nacional y del mundo”, y tituló su ensayo sobre el matrimonio Exaltación del matrimonio. Pero en aquellos años, aún los hombres se nutrían de espíritu -por ambos bandos-, y ser calificado de loco equivalía a ser laureado.
Nadie se atreve, pues, a fecundar, y el suelo está sediento, pero no muerto, pues sabemos que en España no son pocos aquellos que en sus oficinas, en sus restaurantes, en sus campos, escuelas, universidades, piden a gritos espíritu, alma, algo de poesía que vaya más allá de la única permitida cuya fuente está en las series televisivas, en los cantautores y en los derechos humanos. Son decenas de miles, estoy seguro que millones de españoles los que están pidiendo en el fondo de sus almas un espíritu que fecunde. Para ello tendrá que superar muchos complejos. Hay sed de volver a amar a España en un proyecto ilusionante. Pero no hay que tardar mucho o España se morirá.
Ya puedan los cuerpos de hoy obtener la perfección de las estatuas griegas esculpiéndose en los gimnasios al son de música techno, que, sin alma, sin un impulso común, serán puro vacío, y las estatuas griegas tendrán más espíritu que esos españoles cuadrados; las estatuas griegas tendrán más alma, como aquel torso de Apolo, estatua mutilada y sin cabeza, y que, sin embargo, era capaz de decirle a Rilke en el Louvre: “Has de cambiar tu vida”.
Y aquella noche oscura con la que comenzaba estas líneas, también tenía el mismo poder del que hacía gala el torso de Apolo, el poder de transformar, de cambiar la vida… Oh noche que guiaste/ Oh noche amable más que la alborada/ oh noche que juntaste Amado con amada/ amada en el Amado transformada. En estos días convulsos y críticos, en esta noche oscura, algunos españoles se habrían podido permitir un pequeño cambio de referencia en ese “Amado” del poeta, sintiéndose así más unidos a España, quizás, transformados en ella. Seguro que usted también.