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Carlos X. Blanco
Domingo, 22 de Octubre de 2017 Tiempo de lectura:

Solidaridad distributista

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El gran escritor católico G. K. Chesterton, junto con su amigo H. Belloc, y un puñado de mentes inquietas más, desarrollaron durante el siglo pasado una teoría social y económica revolucionaria a su manera que se dio en llamar "distributivismo". Esta teoría, no por minoritaria deja de ser luminosa. Es más: en tiempos de gran oscuridad, como son los tiempos corrientes, las luces son tragadas por líderes ofuscados y fanáticos, tejemanejes mundialistas y globalizadores, intereses espurios o claramente malignos. Pero la idea sigue ahí, alumbrando.
La teoría, explicada en forma sumaria, reza así.

 

El capitalismo defiende la propiedad, pero despoja de la misma a la inmensa mayoría de la población, forzando a las masas a buscar empleos por cuenta ajena (con la consiguiente explotación), y llega a envilecer la esencia misma de la propiedad cuando ésta recae en poquísimas manos (concentración de la propiedad) y se acumula de forma astronómica en esas pocas manos. Para colmo, las escasas manos no son manos de personas particulares, como esos ricachos de tebeo, vestidos con frac, chistera, fumando habanos y con los bolsillos a reventar por los dólares.

 

Las "manos" son de sociedades anónimas, de entes abstractos que –ajenos a toda humanidad- activan un programa automático: acumular, acumular, acumular. El capitalismo es denunciado por Chesterton y Belloc desde presupuestos teológicos y de doctrina social católica: la propiedad en sí es buena para el hombre, y la propiedad productiva que garantiza la autosuficencia de la persona, de la familia y de la comunidad local debe ser defendida y fomentada, evitando en lo posible la creación de una "sociedad servil", esto es, la formación de una masa deshumanizada y esclava cuyo único vínculo con el "sistema" (la sociedad, los otros) es la existencia de un puesto remunerado de trabajo por cuenta ajena. El distributismo sostiene que esa dependencia es una forma de esclavitud.
 

El socialismo, por su parte, no deja de ser otra forma de "estado servil".

 

No importa que la titularidad jurídica de las empresas recaiga sobre el Estado. El socialismo sólo puede existir bajo la condición de que la masa productiva de la población sea una masa asalariada por cuenta ajena, y que la propiedad resulte también concentrada y acumulada. Nótese que la propiedad nunca es abolida en sí, sino expropiada, arrebatada de la mano de los capitalistas privados y de las sociedades de accionistas para acabar transferida al Estado. Para el distributismo, el régimen socialista no difiere del capitalista en lo esencial. Son sistemas que bloquean el acceso de la persona, la familia y la comunidad local a la propiedad, y especialmente a la propiedad productiva, aquella forma que cumple la función social de garantizar autonomía a las personas y a las comunidades, y no sirve a los propósitos de una vida muelle, una vida suntuaria y parasitaria.
 

Como tantos autores defensores de "terceras vías", los autores distributistas son contrarios al estatalismo, pero no a la propiedad en sí misma. La propiedad es vista, a la manera cristiana, no ya sólo como un derecho fundamental de la persona, sino más bien una extensión de la persona misma. La propiedad ha de ser vista no ya como una dádiva que el estado –dios, el Leviatán- nos concede, sino como pre-requisito y parte esencial de la persona, imprescindible como su propio cuerpo y su propia respiración. El uso de la propiedad, cuando ésta se distribuye lo máximo posible entre los individuos, las familias y las comunidades locales, será entendido como un uso naturalmente encaminado a garantizar la dignidad del hombre. Y no hay vida más digna que trabajar por lo propio, por lo inmediato, sin perjuicio de la solidaridad con los ajenos.


Pero la solidaridad distributista, a diferencia de la solidaridad abstracta de la Declaración de la O.N.U. es una solidaridad que también se muestra exigente: al "otro", que según la religión cristiana siempre es visto como hermano, se le demanda responsabilidad y cuidado de los propios bienes, así como se le exige reciprocidad en cuanto a la prestación de ayudas, y compromiso con su propia tierra y sus propias comunidades de origen.
El mundialismo nos ha metido en la cabeza una rara especie de solidaridad. Se nos quiere hacer creer que los estados europeos, aquellos que un día fueron cristianos, y lo siguen siendo al menos por tradición, han de convertirse en centros masivos de acogida. Y esto ha de ser así por obra de un extraño precepto cristiano-descristianizado: "acoge en tu casa fraternalmente a todo ser humano, hasta el punto de arruinarla". No es ese el mandato de Cristo. Ese es el mandato de un fanático. La fanática interpretación de unos "derechos humanos" proclamados en nombre de una "Humanidad" sospechosamente masónica. Tal "Humanidad" de la Declaración de la ONU es una cosa que no se sabe lo que es. No hay "Humanidad", existen las personas y sus comunidades. Y la solidaridad distributista consiste en ayudar a cada comunidad para que esta, in situ, se restaure.

 

Los países en guerra, las dictaduras atroces, los conflictos étnicos o el expansionismo mahometano no son lacras que se vayan a remediar por una supuesta solidaridad indiscriminada, en la que se abran las puertas tanto a los necesitados de ayuda fraterna como a los salvajes, a los vagos y a los maleantes. La solidaridad distributista comienza por lo inmediato y lo local, y no posee una varita mágica para que otras comunidades ajenas salgan de su postración. Pero, desde luego, se trata de una solidaridad incompatible con unos postulados abstractos: "abramos nuestras fronteras", "esforcémonos por integrar a todo el mundo". Esas abstracciones son criminales, lejos de ser cristianas o solidarias. Son abstracciones criminales en la medida en que permiten el suicidio de las comunidades de acogida. Es una verdadera perversión del concepto cristiano (europeo) de persona que nuestros gobiernos y entidades "filantrópicas" universalistas (ONU, UNESCO, UE) obliguen a las comunidades anfitrionas a desposeerse para que estados enteros se conviertan en albergues. Los países emisores de emigrantes deben experimentar una revolución distributista. Deben conocer la solidaridad entre ellos mismos, evitando desigualdades en el seno de sus sociedades, gestionando ellos mismos sus propios recursos, alejándose de la superstición y acogiendo cosmovisiones más compatibles con la dignidad de la persona. De ahí que la verdadera solidaridad, distributista, implique el máximo acceso a la propiedad de las personas de Oriente y de África, y la formación en materia de autodefensa. Ofende a la dignidad de la persona, a la esencia del hombre, esa consideración "intercambiable" de la especie humana. Cada uno es un Yo intercambiable, mano de obra explotable y posible. La invasión Merkel, pues así habría que denominar a la crisis de refugiados, ha puesto de relieve más que nunca que la gente debe quedar en su casa, defenderla y esa defensa comienza por la propia propiedad y la propia cultura.

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