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Ernesto Ladrón de Guevara
Lunes, 01 de Enero de 2018 Tiempo de lectura:

Ideas fundamentales para una futura reforma educativa con criterios no políticos


Desde los constitucionalistas de Cádiz, allá por 1812, la instrucción pública suponía el mejor instrumento para formar a los ciudadanos, como individuos conscientes de sus derechos y del papel que debían desempeñar en la construcción social.


Uno de los aspectos más descuidados por los sistemas educativos, pero más importantes, es la educación de la personalidad. Sin duda, los aspectos que intervienen en el desarrollo personal son de tal complejidad que asustan a los politólogos de la educación.


Siendo complejo establecer los aspectos curriculares (de programa) en cuestiones tan difíciles de concretar en el plano práctico, sí se pueden definir cuestiones de índole organizativo o de carácter funcional que permitan abordar un objetivo primordial en cualquier sistema educativo que se precie como integral: la prevención.


Cada vez se habla más del fracaso de la ESO, de la violencia en los centros educativos, de adolescentes que acosan a sus progenitores, etc. Quizás todavía no se han planteado explícitamente soluciones que ayuden a abordar un problema que ha emergido en forma de punta del iceberg, y que puede desbordar a nuestras comunidades educativas en poco tiempo, si no lo ha hecho ya. Y lo que es peor, desde un punto de vista criminológico, pueden generar conductas inadaptativas y disfunciones comportamentales, patologías de conducta, o trastornos de personalidad en nuestros jóvenes; que en la edad adulta son tremendamente difíciles de corregir o de paliar, por no haberlas detectado a tiempo o no haber adoptado las decisiones pedagógicas adecuadas cuando había que hacerlo.


Son varios los aspectos funcionales que habría que abordar en nuestros centros educativos. Por ejemplo, en lo que fue el Libro Blanco para la Reforma, se establecían importantes consideraciones que luego han pasado a mejor vida, o bien no han sido adecuadamente abordadas desde la administración educativa. Ejemplo paradigmático de ello es la tutoría y la orientación escolar.


Una de las cuestiones más importantes que debe abordar cualquier sistema educativo es la detección temprana de los problemas de aprendizaje y de los trastornos de personalidad. Lo ideal es el diagnóstico y el pronóstico de los trastornos del desarrollo; así como las dificultades en la etapa de la educación infantil, es decir a los cinco o seis años. Pero también las pautas para ayudar a tutores a desarrollar la función preventiva y correctiva de esas dificultades. En ese momento ya apuntan indicadores que nos predicen futuros desórdenes escolares y las dificultades que va a tener el niño en su maduración o del aprendizaje de la lecto-escritura, y algunos desajustes en su mundo afectivo y emocional, o los errores educativos en la familia, etc. Y hay que hacerlo con el universo de los alumnos.


Detectando a tiempo esos problemas de desarrollo seremos capaces de hacer un seguimiento en los momentos cruciales de la primaria; y cuando alcancen la secundaria, en la pubertad, podremos decidir lo más conveniente para que cuando el niño tenga las edades de transición a la adultez puedan  resolver los principales conflictos que afloren de los que quedaron  latentes durante la infancia.

 

Los educadores podemos tener, por tanto, una perspectiva temporal y una información suficientemente contrastada y objetivada como para saber lo que tenemos entre manos y adoptar decisiones que no sean improvisadas o cuando menos infundadas.

 

Uno de los problemas más importantes en el mundo educativo es que los profesores carezcan de información sobre los sujetos educandos, o cuando menos esa información sea parcial, no científica, y muchas veces equivocada. Y la mayoría de las veces, aun teniendo información objetivada, los educadores no saben qué hacer con su alumnado por carecer de pautas o criterios; por no disponer de formación psico-pedagógica suficiente. Por tanto, la secuencia sería: Diagnóstico o detección temprana, seguimiento, sistematización en la recogida y el tratamiento de los datos, análisis de los mismos, prevención, adopción de criterios sostenidos en el tiempo, y coherentes, orientación etc. Con ello podremos conseguir que nuestros escolares estén vigilados desde el lado de su evolución escolar, afectiva y personal; no solamente en el aspecto físico o académico de su desarrollo que es lo único que se suele controlar cuantitativamente.

 

Pero para ello es fundamental tener orientadores en los centros. Orientadores que superen la actual burocratización de la función orientadora y se dediquen al diagnóstico y a la prevención en el grupo de alumnos. Un buen orientador diagnostica, detecta, previene, informa, orienta y aborda las necesidades. Un buen orientador da pautas a los profesores y a los padres, acomete las terapias específicas necesarias, en el momento oportuno, no solamente cuando el problema ha aflorado con virulencia y ya no es posible resolverlo eficazmente. Además, es preciso reforzar la función tutorial en los centros. Lo cual permite que el profesor sea educador. La otra posición es que el profesor solamente instruya, aporte conocimiento, dirija el aprendizaje. Es la de quienes consideran que es la familia la única que debe enseñar a comportarse, a adquirir hábitos y captar valores culturales y sociales. Sin duda en la sociedad que tenemos, ante la imposibilidad, en demasiados casos, de hacer compatible la vida familiar y la laboral, no cabe que la escuela abomine o abandone su función socializadora y educativa, sin ayudar a los padres a ejercer su función.

 

El buen tutor o tutora actúa de segunda figura paterna, de tal manera que conoce a fondo a sus alumnos, sus problemas y dificultades, y hace un abordaje integral respecto a los mismos, no solo desde el lado del aprendizaje, sino desde el afectivo, desde el orientador de su desarrollo personal, desde la acción sobre las familias, etc. Pero la complejidad de su función que implicaría tener en cada tutor un psicopedagogo -lo cual hoy por hoy no es factible- obliga a que tenga unos apoyos que no pueden ser otros que los del orientador escolar. Pero un orientador que cumpla su función, no que sea un aparato más de la estructura administrativa y burocrática.

 

Hay graves contradicciones en el actual sistema educativo que imposibilitan una función tutorial acorde con las necesidades, sobre todo en la ESO que es cuando afloran con más fuerza los problemas por coincidir con el estadio de la adolescencia. La proliferación de disciplinas y materias y su dispersión hacen que la institución escolar no se preocupe de lo fundamental que es que el sujeto aprenda a leer bien, escriba con una mínima corrección, tenga una amplia comprensión verbal, conozca los principales mecanismos matemáticos y adquiera los fundamentales elementos de la formación humanística y del conocimiento del mundo físico. Por ello, la abundancia de especialistas debida a una proliferación de materias no fundamentales hacen de las aulas un lugar donde se pasean múltiples profesores en un momento en que el alumno necesita más que nunca y más que nada referentes claros de normas y de relación afectiva interpersonal con sus educadores.  Precisan un trato personalizado y coherente, firmeza, exigencia y afecto, en un momento en el que están afianzando su identidad personal que está pergeñada desde el desarrollo emocional, la estructuración de la autoestima y su ubicación en el entorno; y lo que es más importante, la formación de  su propio autoconcepto o autoimagen. Para ello la figura humana del profesor, con su marco de valores, su estilo de relación, y su capacidad de empatía es esencial.  No se puede lograr un marco referencial de valores donde existe un tránsito de múltiples profesores cada uno con la especialidad bajo el brazo, o tutores que apenas conocen a sus alumnos porque no conviven con ellos al no tener una carga lectiva suficiente para estar con sus tutelados. Estoy comentando, claro es, de alumnos del primer ciclo de la ESO, fundamentalmente, ya que es una etapa fundamental de tránsito entre la primaria y la secundaria y están perfilando los rasgos característicos de una etapa a veces convulsiva como es la adolescencia. En ese momento hay que marcar pautas, orientaciones y normas, indispensables. La adolescencia sin marcos, sin normas referenciales, sin pautas y sin trato afectivo, sin educación emocionales un riesgo en sí mismo.

 

Otra de las cuestiones que hay que retomar de forma perentoria en los centros es la cuestión de la disciplina. La disciplina ha estado denostada durante las últimas décadas. Se ha concebido al alumno, al niño, como sujeto de derechos, no de obligaciones. O, lo que es lo mismo, con deberes no preceptivos por carecer de marco o procedimiento ágil sancionador. El ridículo afán garantista lleva a efectuar verdaderos procesos judiciales de tipo sumarísimo para sancionar a los alumnos por faltas que, a veces supera el límite de imaginable. Así se demoran las decisiones de pedagogía correctora que implican siempre, necesariamente, inmediatez en la respuesta, para que la relación estímulo-respuesta contenga consecuencias efectivas en la modificación de la conducta anómala. Procesos sancionadores que impliquen la práctica de la prueba y procedimientos de audiencia al interesado, expedientes por escrito, etc. suponen que los alumnos se rían en la propia cara de los profesores y éstos se muestren indemnes ante la imposibilidad de adoptar decisiones correctoras que en la inmensa mayoría de los casos requieren inmediatez y proporcionalidad.  

 

Los centros educativos dejan de serlo si los alumnos campan por sus respetos y no se sujetan a un marco normativo mínimo. Las aulas se hacen ingobernables y se convierten en caldo de cultivo para personalidades desviadas y para transtornos de ansiedad, conductas antisociales y demás patologías, como lo que de forma genérica se llaman psicopatías. Las aulas nunca pueden ser una selva en el que el pez grande se coma al chico y donde impera la ley del más fuerte. Ese es el principal elemento que lleva a conductas como el acoso escolar.

 

Precisamente uno de los objetivos del sistema educativo es el de la socialización que conlleva integración de todos los alumnos. Socialización implica asunción de normas y por tanto convivencia cívica. La escuela debe ser un lugar para la convivencia. Si no, deja de ser escuela para convertirse en otra cosa con poco parecido con la educación. Difícilmente se puede desarrollar un proceso educativo cuando, por ejemplo, un alumno con una identidad personal pobre, inestable emocionalmente, introvertido, aprensivo y con escasa autoestima y sin normas de referencia, se ve sometido a un chantaje permanente por los típicos tiranos que siempre suelen aparecer en cualquier grupo y que coinciden con el líder social, que normalmente es, a su vez, el que más normas rompe y el que más se enfrenta al sistema. Lo sucedido en los institutos en la mitad de la década de los años 80 en el País Vasco con el florecimiento de los seguidores de Jarrai o afines como Ikasle Abertzaleak  etc y su lema "kaña al autoritarismo" (sic), muchas veces atizados por adultos irresponsables, es un vivo ejemplo.  Y ahora lo podemos ver en Cataluña, en un momento de clara anomia política, social y educativa.

 

El alumno en la adolescencia necesita normas y afecto. Necesita un marco de referencia claro donde dominen los valores cívicos fundamentales y las conductas morales. Necesita modelos para el aprendizaje vicario que normalmente debieran ser los propios profesores. Pero difícilmente se puede acometer la difícil tarea de transmitir valores de forma epidérmica, en la relación cotidiana, en las interacciones sociales si domina el "laisser faire"; el no compromiso del profesorado.

 

En muchos casos, es la situación de abandono de sus obligaciones por parte de muchos padres que entienden su rol como el dejar a los niños que hagan lo que quieran. En esos casos la escuela es la última oportunidad para adquirir unos valores referenciales básicos. Y si ésta también falla nos encontraremos con sujetos anómicos, que no diferencian entre el bien y el mal, entre lo correcto socialmente y lo anómalo, siendo carne de cañón de desaprensivos que manipulan al sujeto dirigiéndoles a la droga, a la delincuencia, o hacia conductas antisociales. Durante un tiempo bastante largo ha triunfado el espíritu rouseauniano entendido como dejar a los niños crecer bajo sus propios impulsos, difundiéndose la imagen de las escuelas de Summerhill —experiencia inglesa que se basaba en la ausencia de normas y el imperio del desorden como organización escolar— de tal manera que los alumnos no debían someterse a un horario fijo, ni a puntualidad, debían elegir libremente, aun siendo enormemente inmaduros, a sus profesores, sus materias...-  Y se ha reflejado en la sociedad la idea de que al niño no hay que imponerle normas, ni corregirle sus faltas, ni sus brotes de agresividad, ni sus impulsos instintivos.

 

Es fundamental la pedagogía del esfuerzo o la satisfacción derivada del trabajo bien hecho. Sin voluntad, sin resistencia a la frustración, los adolescentes son volubles, incapaces de forjarse objetivos y mucho menos de perseguir metas que no sean lo inmediato y lo que proporciona placer directo. Desconocen lo que es programar algo o esforzarse por conseguir objetivos mediatos. Carecen de hábitos de estudio, de  comportamiento social, de habilidades de relación que siempre nacen de una mínima autodisciplina; y también de actitudes de respeto hacia los demás o de unos mínimos comportamientos adaptativos. Y así, esos alumnos acostumbrados desde siempre a que nadie les controle, a que ni padres ni profesores les obliguen a unas mínimas normas de convivencia y de adaptación a las situaciones, se convierten en pobres desgraciados, víctimas de futuros transtornos de personalidad, potenciales fracasados en la vida social, laboral y familiar.

 

En este sentido la Inspección tiene una función fundamental, que no es tanto controlar o velar por el cumplimiento de las leyes, que también, sino la de asesorar, de orientar respecto a lo más conveniente para el funcionamiento de los centros, despojándose de tópicos que tanto daño están haciendo.

 

En preciso recuperar unos mínimos criterios educativos, desprendiendo de ellos complejos absurdos.  La escuela tiene una finalidad sublime que es la de formar personas, ciudadanos autosuficientes capaces de definir su proyecto personal de vida y de aportar a la sociedad lo mejor de sí mismos.

        

Es necesario que la escuela recupere su función y se aleje de la actual politización, que los centros educativos eduquen, que no adoctrinen ni respondan a parámetros nacionalistas   o de grupos ideológicos mutantes en el tiempo.   La escuela no es para modelar las mentes al dictado de corrientes de opinión pasajeras o de doctrinas políticas determinadas, ni es para construir un imaginario a merced de intereses determinados, ni tan siquiera para aprender lenguas que se reducen a espacios limitadísimos de relación dando la espalda a las realidades subyacentes en las que se mueve actualmente el mundo. La escuela es para capacitar a los futuros ciudadanos a ejercer sus obligaciones, a ser capaces de desarrollarse personal y socialmente como personas autónomas y capaces de forjarse su propio ideal de vida. La escuela es, en suma, para la vida, todo lo contrario de lo que es, a mi modo de ver, actualmente.

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