Hablemos de perros
Las noticias sobrecogen. Ya las sabemos. Una jauría de perros mata a mordiscos a un vecino. Dos perros arrancan las orejas de una paseante, etc, etc. Y casos como estos hacen que los odiadores de los animales en general y de los perros en particular profieran frases como esta que escuché hace unos días a un señor de unos sesenta años, quien decía a sus otros dos amigos: “Yo no quiero que se me acerque ningún puto perro, que me lama y me chupe, que huelen que da asco. Vamos, le pego un patadón que se queda sin dientes”. El hombre no se refería a ningún perro peligroso, sino a un perro dócil y cariñoso que había pasado por su lado llevado por una señora, y al que el indeseable canalla apartó con su pie y con una mirada de asco que era merecedora de una condena eterna en el infierno.
En efecto, existen perros peligrosos. Ni que decir tiene que el peligro radica en sus dueños que o bien los abandonan, o los dejan sueltos desaprensivamente. Pero confundir a esos perros de peligrosa potencialidad con todos los perros es de canalla, y en España hay canallas de sobra. Canallas sin sensibilidad alguna hacia los animales, y canallas que creyendo que el mundo es suyo se permiten dejar al rottweiler, al pitbull o al doverman suelto. Que España es país de canallas lo deja ver también el elevado número de perros de pelea que existen, comparado con otros países. Ya que no me dejan tener armas de fuego, me compro un pitbull, han de pensar.
Pero algo va cambiando en España acerca de la sensibilidad respecto a los animales. El día 14 de diciembre de este ya pasado año, el Congreso aprobó por unanimidad una Ley propuesta por el PP que ha acabado otorgando a los animales la condición que ya les diera Aristóteles, la de “seres con sensibilidad”, “sintientes”, pues hasta ahora la ley los reconocía como “bienes muebles”, es decir, “cosas”. Ya en febrero de 2017 Ciudadanos planteó una proposición no de Ley a fin de modificar el régimen jurídico de los animales de compañía, proposición que fue también aprobada por unanimidad en el Congreso.
El desprecio y la insensibilidad hacia los animales en general y a los perros en particular no tienen ideología definida. No es de izquierdas ni de derechas. Conozco a conservadores y a progres que los odian por igual, y también a conservadores y progres que los adoran. Quizás sea usted de la opinión que es decadente querer más a un perro que a una persona, o preferir tener una mascota a un hijo. Quizás a usted no le deje dormir el perro del vecino. Entiendo y hasta puedo compartir sus pensamientos, y ante todo, le compadezco en sus noches en vela. Quien les escribe no fue un especial amante de los perros, y he aquí que casi sin quererlo tuve uno, y mi indiferencia hacia ellos cambió. Mis alimentos ideológicos respecto a los animales habían sido Marvin Harris y Gustavo Bueno. Del primero, especialmente su obra Bueno para comer. Aunque nunca fui el gran comedor de carne que anima a ser Harris, su genial obra me sirvió para triturar argumentativamente a alguna vegana. Y tuve simpatía por el materialismo filosófico de Gustavo Bueno y su casi desprecio por el mundo animal. Hoy, especialmente tras haber vivido años en compañía de un perro cariñoso y fiel, me doy cuenta de la grotesca insensibilidad de una filosofía que en muchos campos (el de los animales en concreto) roza el más atroz positivismo. Hoy empiezo a no hacer ascos y a comprender mejor otras opiniones. Las ideas de Jesús Mosterín, (“El mundo de los animales”, o “el triunfo de la compasión”) que un día fueron para mí aborrecibles, ahora son de mi agrado. Creo que la superioridad intelectual del ser humano respecto a otros animales es agua de borrajas si no va acompañada de una superioridad moral, y no concibo ésta causando daño innecesario a los animales, sometiéndolos a tortura, abandonándolos o maltratándolos. Entre las religiones monoteístas sólo el cristianismo –recordemos a Francisco de Asís- deja ese espacio moral para respetar a todo ser que siente, aunque Francisco también “sintiera” que el hermano sol o la hermana lluvia sentían.
Con la propuesta del PP en el Congreso algunos medios de comunicación han sacado una bajeza, una vileza que les delata. El éxito unánime que el PP consiguió con esta propuesta hacía retorcerse de rabia a un columnista de El País que escribía: “¿Qué partido se va a oponer hoy a eso viendo las fotos de mascotas que petan el Whatsapp? Es como someter a voto los bocadillos de Nocilla o la paz en el mundo. Un éxito superventas garantizado”. (El País, 13 de diciembre de 2017). Sin embargo, el articulista que firmaba sabe bien que a nadie se le ocurre someter a votos a la Nocilla, como también sabe que respecto a la paz en el mundo… ¿para qué someterla a voto si ya hay periódicos como el suyo que la entonan con cítaras y flautas? Cuando se trata de perros y de una propuesta del PP no, pero cuando se trata de progresías feministas, o de tolerar conceptos corruptos como “nación de naciones”, hay periódicos que callan y tragan. Miseria. Vileza.
Y ya que estamos con perros –de cuatro patas-, seguiré comentando un artículo al que le tenía ganas desde hace tiempo, un artículo aparecido ya hace un par de años precisamente en El País –curiosa coincidencia-, artículo que llevaba el título de “Perrolatría” y que he vuelto a leer hace unos días. Lo firmaba el “novelista famoso” Javier Marías. Antes de nada he de confesar que apenas conozco la obra literaria de Marías. Hace mucho tiempo, siendo adolescente, leí “Corazón tan blanco” que confieso me sorprendió muy positivamente. No leí más de él porque pocos meses después tuve la suerte de comenzar a degustar a los clásicos, y como es lógico, no hubo color.
Y dicho esto, he de añadir también que yo no hubiera empleado tiempo alguno en comentar el artículo si el objeto del mismo hubiera sido realmente el que se anuncia en el título, es decir, si el objeto hubiera sido la “perrolatría”, hacer de los perros ídolos, pero el caso es que el artículo del novelista me molesta en extremo porque rebasa la anunciada “perrolatría” y se desarrolla sólo por campos donde el señor Marías se emparenta con el señor sesentón del que les he hablado más arriba, dejando la simiente de su repudio, de su odio, de su fobia a los perros y de todo aquel que los ama, los cuida, los mima e incluso los prefiere a la mayoría de los seres humanos, sobre todo a los actuales.
El artículo es de un relativismo caprichoso que incordia al entendimiento, un artículo propio de seres que desde la cúspide de su éxito creen haberse convertido en dioses. El autor sabe -y lo reconoce al final del artículo- que con su escrito se ha creado un gran número de enemigos, pero él es millonario y famoso, vamos, casi un dios contemporáneo, y se ve que le ha importado poco el granjearse enemigos. En cualquier caso, el señor Marías no se ha granjeado tantos enemigos como me los granjearía yo si afirmara que mi fobia no es hacia los perros, sino hacia los seres humanos en general, a los seres humanos contemporáneos en particular y afinando aún más, a los novelistas actuales progres. Me tildarían de loco, de débil mental y probablemente se me vigilaría.
Al señor Marías le molesta –escribe- “el encontrar perros en una cafetería, porque huelen mal, tienen microbios, y pueden ladrar de un momento a otro”. Para que vean ustedes la arbitrariedad del señor Marías, les escribiré yo algo que ustedes también podrían considerar arbitrario, pues si yo evito las cafeterías es por los gritos y voceríos de mis propios congéneres, y por no pocas miradas de recelo y reproche lanzadas por seres de dos patas, miradas que difícilmente encuentra uno en un perro. Rara vez ladra un perro en un bar; sin embargo, estoy sometido desde todas las esquinas a las voces y gritos humanos más desagradables e insidiosos, a los olores humanos más insoportables, incluido el repugnante olor a colonia. Y es que un perro tiene la ventaja de que, sin lavarse en meses, mantiene un decente olor, mientras un ser humano, gracias a sus cinco millones de glándulas sudoríparas exocrinas, infinitamente mayor que cualquier otro mamífero –cito otra obra de Marvin Harris- se ve obligado a ducharse o lavarse a diario, lo cual no le impide que en tan sólo minutos puede apestar por cada poro de su cuerpo, casi tanto como por cada poro de su alma. El tener un cerebro desarrollado hace pagar facturas: el pestazo humano.
Pero en lo que el artículo me parece tan vil como arbitrario es en el hecho de recordar que Hitler era amante de los animales, insinuando con ello que, en el fondo, todos los amantes de los perros tenemos algo de nazis. El novelista famoso comete la tan famosa “reductio at hitlerum” que sólo se permiten los más capciosos (suele emplearla con frecuencia un periodista famoso a las siete, a las ocho y en tertulia, a fin de dejar suelta su odio al animal domesticado). Como Hitler era vegetariano, todo vegetariano es nazi; como Hitler amaba a los perros, todo amante de los perros es un potencial gaseador de judíos. Supongo que con esta reducción –que Marías deja caer con un envenenado simplismo en el artículo-, el novelista considera a San Francisco de Asís como un precursor del nazismo, y el himno al hermano sol una incuestionable inspiración para “Der Stürmer”.
Marías cree encontrar apoyo indubitable en una cita de Stevenson referente al peligro de ser atacado por un perro, “animal mucho peor que el lobo” –dice Stevenson-. Sin embargo, ¿no podría yo encontrar apoyos para el amor hacia los perros en George London, Virginia Woolf, Mark Twain, Kafka, Schopenhauer, todos amantes declarados de los perros? Incluso en Thomas Mann, cuyo trato a su perro Bauchan (léase el bello relato “Señor y perro”), siendo frío y distante rebasa en compasión a las caprichosas palabras del señor Marías. ¿Quiere el novelista contemporáneo contrarréplicas con citas de estos autores que le he citado? Lo digo sólo para que vea usted lo gratuito del artículo del novelista, por el que por cierto está muy bien pagado en el diario donde escribe.
Soy consciente de que hay perros peligrosos. Lo he escrito al comienzo de este artículo, pero por cada ataque de un perro a una persona hay miles, millones de ataques de unas personas a otras. Yo he sido gratuitamente agredido dos veces en mi vida. Ninguna tuvo como autor a un perro, sino a seres humanos. Fueron ocasiones en las que sencillamente paseaba y recibí dos agresiones físicas, que ni siquiera tenían como fin robar, lo cual hubiera sido “más humano”.
El artículo “Perrolatría” -y otros similares- no aportan nada más que bilis. El autor podría al menos haber fundado su argumento en alguna teoría que aborrezca el oír hablar de los derechos de los perros, por ejemplo en la filosofía positivista del derecho, o el materialismo de Gustavo Bueno. Yo tengo mi propio apoyo filosófico, y es Schopenhauer y la compasión.
En cuanto a voluntad y al sufrimiento no existe diferencia respecto a un ser humano y un animal. Y este hecho debería de convertir al perro en sujeto de derechos, otorgados por aquellos que gracias a su superioridad intelectiva pueden otorgárselos, de igual forma como los otorgamos a un recién nacido o a un hombre fuera de sus cabales. Y ¿cuántos hay de estos últimos en España? Además adoro la sinceridad, si quieren, la naturalidad del perro, pues estos, para conquistar a la perra se lanzan hasta ésta sin mayor preludio, mientras que muchos novelistas tienen que escribir páginas sobrevaloradas para conquistar.
Escribe Marías que mantener a un perro es caro. ¿Más caro que un partido de fútbol, o una comilona tras un premio literario, aficiones no precisamente perrunas, sino humanas? Sepan ustedes que mantener un mes a un perro puede resultar más barato que una novela.
El mundo moderno, el progreso y el ocio de fines adormecedores nos han llevado a preferir tener perros a niños e incluso –muy pronto- a tener robots. Es un camino equivocado, y contra ello he alzado la voz en este periódico, pero también les digo algo: Dada esta situación, dadas las mascotas, lo que hay que aborrecer es a la modernidad, y no a las mascotas, pues estas nos pueden enseñar mucho en nuestra búsqueda por recuperar nuestros valores perdidos, para empezar, nos pueden enseñar el valor de la fidelidad. Y a través de la fidelidad y el cariño de un perro uno puede también, esforzarse en ser más fiel y más cariñoso con los seres humanos en su entorno, incluso aunque estos no lo merezcan. Quizás hasta pueda animarse a tener hijos que vivan en un país que enseñe los más altos valores del espíritu y respete también a los animales.
En esta vorágine frenética contemporánea, un perro tumbado al sol ejerciendo el sagrado arte de saber estarse quieto, es una imagen de eternidad extraña ya a todas las células de nuestras entrañas, devoradas por mil tipos de avaricia, entre las cuales no es de las menores la de la fama y el éxito literarios.
Las noticias sobrecogen. Ya las sabemos. Una jauría de perros mata a mordiscos a un vecino. Dos perros arrancan las orejas de una paseante, etc, etc. Y casos como estos hacen que los odiadores de los animales en general y de los perros en particular profieran frases como esta que escuché hace unos días a un señor de unos sesenta años, quien decía a sus otros dos amigos: “Yo no quiero que se me acerque ningún puto perro, que me lama y me chupe, que huelen que da asco. Vamos, le pego un patadón que se queda sin dientes”. El hombre no se refería a ningún perro peligroso, sino a un perro dócil y cariñoso que había pasado por su lado llevado por una señora, y al que el indeseable canalla apartó con su pie y con una mirada de asco que era merecedora de una condena eterna en el infierno.
En efecto, existen perros peligrosos. Ni que decir tiene que el peligro radica en sus dueños que o bien los abandonan, o los dejan sueltos desaprensivamente. Pero confundir a esos perros de peligrosa potencialidad con todos los perros es de canalla, y en España hay canallas de sobra. Canallas sin sensibilidad alguna hacia los animales, y canallas que creyendo que el mundo es suyo se permiten dejar al rottweiler, al pitbull o al doverman suelto. Que España es país de canallas lo deja ver también el elevado número de perros de pelea que existen, comparado con otros países. Ya que no me dejan tener armas de fuego, me compro un pitbull, han de pensar.
Pero algo va cambiando en España acerca de la sensibilidad respecto a los animales. El día 14 de diciembre de este ya pasado año, el Congreso aprobó por unanimidad una Ley propuesta por el PP que ha acabado otorgando a los animales la condición que ya les diera Aristóteles, la de “seres con sensibilidad”, “sintientes”, pues hasta ahora la ley los reconocía como “bienes muebles”, es decir, “cosas”. Ya en febrero de 2017 Ciudadanos planteó una proposición no de Ley a fin de modificar el régimen jurídico de los animales de compañía, proposición que fue también aprobada por unanimidad en el Congreso.
El desprecio y la insensibilidad hacia los animales en general y a los perros en particular no tienen ideología definida. No es de izquierdas ni de derechas. Conozco a conservadores y a progres que los odian por igual, y también a conservadores y progres que los adoran. Quizás sea usted de la opinión que es decadente querer más a un perro que a una persona, o preferir tener una mascota a un hijo. Quizás a usted no le deje dormir el perro del vecino. Entiendo y hasta puedo compartir sus pensamientos, y ante todo, le compadezco en sus noches en vela. Quien les escribe no fue un especial amante de los perros, y he aquí que casi sin quererlo tuve uno, y mi indiferencia hacia ellos cambió. Mis alimentos ideológicos respecto a los animales habían sido Marvin Harris y Gustavo Bueno. Del primero, especialmente su obra Bueno para comer. Aunque nunca fui el gran comedor de carne que anima a ser Harris, su genial obra me sirvió para triturar argumentativamente a alguna vegana. Y tuve simpatía por el materialismo filosófico de Gustavo Bueno y su casi desprecio por el mundo animal. Hoy, especialmente tras haber vivido años en compañía de un perro cariñoso y fiel, me doy cuenta de la grotesca insensibilidad de una filosofía que en muchos campos (el de los animales en concreto) roza el más atroz positivismo. Hoy empiezo a no hacer ascos y a comprender mejor otras opiniones. Las ideas de Jesús Mosterín, (“El mundo de los animales”, o “el triunfo de la compasión”) que un día fueron para mí aborrecibles, ahora son de mi agrado. Creo que la superioridad intelectual del ser humano respecto a otros animales es agua de borrajas si no va acompañada de una superioridad moral, y no concibo ésta causando daño innecesario a los animales, sometiéndolos a tortura, abandonándolos o maltratándolos. Entre las religiones monoteístas sólo el cristianismo –recordemos a Francisco de Asís- deja ese espacio moral para respetar a todo ser que siente, aunque Francisco también “sintiera” que el hermano sol o la hermana lluvia sentían.
Con la propuesta del PP en el Congreso algunos medios de comunicación han sacado una bajeza, una vileza que les delata. El éxito unánime que el PP consiguió con esta propuesta hacía retorcerse de rabia a un columnista de El País que escribía: “¿Qué partido se va a oponer hoy a eso viendo las fotos de mascotas que petan el Whatsapp? Es como someter a voto los bocadillos de Nocilla o la paz en el mundo. Un éxito superventas garantizado”. (El País, 13 de diciembre de 2017). Sin embargo, el articulista que firmaba sabe bien que a nadie se le ocurre someter a votos a la Nocilla, como también sabe que respecto a la paz en el mundo… ¿para qué someterla a voto si ya hay periódicos como el suyo que la entonan con cítaras y flautas? Cuando se trata de perros y de una propuesta del PP no, pero cuando se trata de progresías feministas, o de tolerar conceptos corruptos como “nación de naciones”, hay periódicos que callan y tragan. Miseria. Vileza.
Y ya que estamos con perros –de cuatro patas-, seguiré comentando un artículo al que le tenía ganas desde hace tiempo, un artículo aparecido ya hace un par de años precisamente en El País –curiosa coincidencia-, artículo que llevaba el título de “Perrolatría” y que he vuelto a leer hace unos días. Lo firmaba el “novelista famoso” Javier Marías. Antes de nada he de confesar que apenas conozco la obra literaria de Marías. Hace mucho tiempo, siendo adolescente, leí “Corazón tan blanco” que confieso me sorprendió muy positivamente. No leí más de él porque pocos meses después tuve la suerte de comenzar a degustar a los clásicos, y como es lógico, no hubo color.
Y dicho esto, he de añadir también que yo no hubiera empleado tiempo alguno en comentar el artículo si el objeto del mismo hubiera sido realmente el que se anuncia en el título, es decir, si el objeto hubiera sido la “perrolatría”, hacer de los perros ídolos, pero el caso es que el artículo del novelista me molesta en extremo porque rebasa la anunciada “perrolatría” y se desarrolla sólo por campos donde el señor Marías se emparenta con el señor sesentón del que les he hablado más arriba, dejando la simiente de su repudio, de su odio, de su fobia a los perros y de todo aquel que los ama, los cuida, los mima e incluso los prefiere a la mayoría de los seres humanos, sobre todo a los actuales.
El artículo es de un relativismo caprichoso que incordia al entendimiento, un artículo propio de seres que desde la cúspide de su éxito creen haberse convertido en dioses. El autor sabe -y lo reconoce al final del artículo- que con su escrito se ha creado un gran número de enemigos, pero él es millonario y famoso, vamos, casi un dios contemporáneo, y se ve que le ha importado poco el granjearse enemigos. En cualquier caso, el señor Marías no se ha granjeado tantos enemigos como me los granjearía yo si afirmara que mi fobia no es hacia los perros, sino hacia los seres humanos en general, a los seres humanos contemporáneos en particular y afinando aún más, a los novelistas actuales progres. Me tildarían de loco, de débil mental y probablemente se me vigilaría.
Al señor Marías le molesta –escribe- “el encontrar perros en una cafetería, porque huelen mal, tienen microbios, y pueden ladrar de un momento a otro”. Para que vean ustedes la arbitrariedad del señor Marías, les escribiré yo algo que ustedes también podrían considerar arbitrario, pues si yo evito las cafeterías es por los gritos y voceríos de mis propios congéneres, y por no pocas miradas de recelo y reproche lanzadas por seres de dos patas, miradas que difícilmente encuentra uno en un perro. Rara vez ladra un perro en un bar; sin embargo, estoy sometido desde todas las esquinas a las voces y gritos humanos más desagradables e insidiosos, a los olores humanos más insoportables, incluido el repugnante olor a colonia. Y es que un perro tiene la ventaja de que, sin lavarse en meses, mantiene un decente olor, mientras un ser humano, gracias a sus cinco millones de glándulas sudoríparas exocrinas, infinitamente mayor que cualquier otro mamífero –cito otra obra de Marvin Harris- se ve obligado a ducharse o lavarse a diario, lo cual no le impide que en tan sólo minutos puede apestar por cada poro de su cuerpo, casi tanto como por cada poro de su alma. El tener un cerebro desarrollado hace pagar facturas: el pestazo humano.
Pero en lo que el artículo me parece tan vil como arbitrario es en el hecho de recordar que Hitler era amante de los animales, insinuando con ello que, en el fondo, todos los amantes de los perros tenemos algo de nazis. El novelista famoso comete la tan famosa “reductio at hitlerum” que sólo se permiten los más capciosos (suele emplearla con frecuencia un periodista famoso a las siete, a las ocho y en tertulia, a fin de dejar suelta su odio al animal domesticado). Como Hitler era vegetariano, todo vegetariano es nazi; como Hitler amaba a los perros, todo amante de los perros es un potencial gaseador de judíos. Supongo que con esta reducción –que Marías deja caer con un envenenado simplismo en el artículo-, el novelista considera a San Francisco de Asís como un precursor del nazismo, y el himno al hermano sol una incuestionable inspiración para “Der Stürmer”.
Marías cree encontrar apoyo indubitable en una cita de Stevenson referente al peligro de ser atacado por un perro, “animal mucho peor que el lobo” –dice Stevenson-. Sin embargo, ¿no podría yo encontrar apoyos para el amor hacia los perros en George London, Virginia Woolf, Mark Twain, Kafka, Schopenhauer, todos amantes declarados de los perros? Incluso en Thomas Mann, cuyo trato a su perro Bauchan (léase el bello relato “Señor y perro”), siendo frío y distante rebasa en compasión a las caprichosas palabras del señor Marías. ¿Quiere el novelista contemporáneo contrarréplicas con citas de estos autores que le he citado? Lo digo sólo para que vea usted lo gratuito del artículo del novelista, por el que por cierto está muy bien pagado en el diario donde escribe.
Soy consciente de que hay perros peligrosos. Lo he escrito al comienzo de este artículo, pero por cada ataque de un perro a una persona hay miles, millones de ataques de unas personas a otras. Yo he sido gratuitamente agredido dos veces en mi vida. Ninguna tuvo como autor a un perro, sino a seres humanos. Fueron ocasiones en las que sencillamente paseaba y recibí dos agresiones físicas, que ni siquiera tenían como fin robar, lo cual hubiera sido “más humano”.
El artículo “Perrolatría” -y otros similares- no aportan nada más que bilis. El autor podría al menos haber fundado su argumento en alguna teoría que aborrezca el oír hablar de los derechos de los perros, por ejemplo en la filosofía positivista del derecho, o el materialismo de Gustavo Bueno. Yo tengo mi propio apoyo filosófico, y es Schopenhauer y la compasión.
En cuanto a voluntad y al sufrimiento no existe diferencia respecto a un ser humano y un animal. Y este hecho debería de convertir al perro en sujeto de derechos, otorgados por aquellos que gracias a su superioridad intelectiva pueden otorgárselos, de igual forma como los otorgamos a un recién nacido o a un hombre fuera de sus cabales. Y ¿cuántos hay de estos últimos en España? Además adoro la sinceridad, si quieren, la naturalidad del perro, pues estos, para conquistar a la perra se lanzan hasta ésta sin mayor preludio, mientras que muchos novelistas tienen que escribir páginas sobrevaloradas para conquistar.
Escribe Marías que mantener a un perro es caro. ¿Más caro que un partido de fútbol, o una comilona tras un premio literario, aficiones no precisamente perrunas, sino humanas? Sepan ustedes que mantener un mes a un perro puede resultar más barato que una novela.
El mundo moderno, el progreso y el ocio de fines adormecedores nos han llevado a preferir tener perros a niños e incluso –muy pronto- a tener robots. Es un camino equivocado, y contra ello he alzado la voz en este periódico, pero también les digo algo: Dada esta situación, dadas las mascotas, lo que hay que aborrecer es a la modernidad, y no a las mascotas, pues estas nos pueden enseñar mucho en nuestra búsqueda por recuperar nuestros valores perdidos, para empezar, nos pueden enseñar el valor de la fidelidad. Y a través de la fidelidad y el cariño de un perro uno puede también, esforzarse en ser más fiel y más cariñoso con los seres humanos en su entorno, incluso aunque estos no lo merezcan. Quizás hasta pueda animarse a tener hijos que vivan en un país que enseñe los más altos valores del espíritu y respete también a los animales.
En esta vorágine frenética contemporánea, un perro tumbado al sol ejerciendo el sagrado arte de saber estarse quieto, es una imagen de eternidad extraña ya a todas las células de nuestras entrañas, devoradas por mil tipos de avaricia, entre las cuales no es de las menores la de la fama y el éxito literarios.