Faustino Merchán Gabaldón
Recuerdos del Día de la Mujer
Aún mantengo vivos en mi memoria los hechos que me sucedieron en el Metro de Madrid, poco antes de jubilarme, es decir, cercano a los sesenta y cinco, aproximadamente hace un año. Al bajar del vagón del metro, en la estación de Avenida de América, donde se aglomera mucha gente, noté una brusca sacudida en el hombro, inmediatamente comprobé la procedencia, que venía de una mochila, quizá cargada con ladrillos.
¿Sería una discípula de la seis dedos? Procedía de una chica joven, alrededor de veinte años, creo, porque no suelo acertar con la edad de las mujeres en general, que iba empujando a todo el mundo. Debía de tener mucha prisa.
Precisamente, ese día no tenía mucha prisa en llegar a mi destino, pues me quedaba poco tiempo para jubilarme en mi destino civil, y me estaba liberando y transmitiendo mis responsabilidades laborales entre varias personas, y mi acto reflejo fue seguir a la chica para largarle una perorata, enseñarle algo de educación, quizá por el ejercicio de la docencia en la Universidad Politécnica de Madrid y en la Academia Militar del Aire, pero ésta tenía mucha prisa, iba dejando tras ella un reguero de improperios en los golpeados, así que tuve que acelerar mucho la marcha, tratando de no molestar al resto de pasajeros.
Después de mucho recorrido, al llegar a un espacio abierto, al gran lobby de la estación de la Avenida de América, conseguí alcanzarla, y cuando apenas le estaba diciendo tranquilamente que era una maleducada, que estaba molestando a la gente, que todos tenemos prisa, pero no por ello nos liamos a mochilazos con los demás, surge primero una mujer de unos treinta y tantos, y acto seguido un vigilante de seguridad del Metro.
El vigilante muy borde, malencarado, con aspecto rústico, de presencia descuidada, como si acabara de llegar del campo o del pueblo, a la gran ciudad, pregunta: "¿Qué ocurre?".
Sin que me diera tiempo a responder, la mujer más mayor comenzó a gritar:
- Este tipo que está empujando y molestando a esta chica.
El vigilante, un tipo robusto, con escaso porte, y con cara de pocos amigos, me miró bruscamente y debió de pensar, mira este sátiro, viejo verde, molestando a una chica tan joven.
Preguntó, dirigiéndose a la chica,
- ¿Qué ha pasado?
Para mi fortuna, la chica tuvo un rasgo de nobleza y honor, y dio su versión, la real, negando la de la otra mujer, y además me pidió excusas.
La otra mujer salió rápidamente del corro de curiosos que se había formado, alejándose del lugar, sin decir nada.
Le espeté educadamente al vigilante:
- ¿Me permite, caballero?
- Usted se calla, fue su airada respuesta.
Seguidamente, le preguntó el vigilante a la chica si quería poner una denuncia, a pesar de los hechos contados. Esta dijo que no, y que se tenía que marchar, pues tenía prisa para llegar a su trabajo, que iba tarde.
Ya solo ante mí, el fiero y celoso vigilante, armado con una porra, me pidió la documentación, y aún así quería llevarme a la Policía Nacional del metro, pues los vigilantes de seguridad no tienen competencias para solicitar la documentación, algo que debe de desconocer la mayor parte de la gente, para que estos la soliciten. Yo conocía bien esta circunstancia, pero aún así, se la mostré, para tranquilizarle y no poner dificultades ante su agresividad verbal.
Al comprobar el adusto vigilante por mi cartera de identificación militar que era Coronel del Ejército del Aire, se cuadró y me pidió excusas por doquier, y ahora me preguntaba si quería poner una denuncia.
Es fácil pensar qué hubiera ocurrido si la chica no hubiera respondido la verdad, y yo no hubiera tenido esa condición militar; al menos. unos desagradables inconvenientes.
Entonces, es fácil observar el machismo imperante en la sociedad, que arma con una porra, es decir, dota de poder sobre los ciudadanos, a un sujeto que puede constituir por sí mismo un peligro social. Este hecho evidencia, como tantos otros, lo que constituye, al fin, una discriminación positiva de la mujer, de la que muchas de ellas no dudan en aprovecharse, lo que por mi experiencia vital suele suceder en las personas de baja condición, tanto de ellos como de ellas.
NOTA: Esta es una historia real.
Aún mantengo vivos en mi memoria los hechos que me sucedieron en el Metro de Madrid, poco antes de jubilarme, es decir, cercano a los sesenta y cinco, aproximadamente hace un año. Al bajar del vagón del metro, en la estación de Avenida de América, donde se aglomera mucha gente, noté una brusca sacudida en el hombro, inmediatamente comprobé la procedencia, que venía de una mochila, quizá cargada con ladrillos.
¿Sería una discípula de la seis dedos? Procedía de una chica joven, alrededor de veinte años, creo, porque no suelo acertar con la edad de las mujeres en general, que iba empujando a todo el mundo. Debía de tener mucha prisa.
Precisamente, ese día no tenía mucha prisa en llegar a mi destino, pues me quedaba poco tiempo para jubilarme en mi destino civil, y me estaba liberando y transmitiendo mis responsabilidades laborales entre varias personas, y mi acto reflejo fue seguir a la chica para largarle una perorata, enseñarle algo de educación, quizá por el ejercicio de la docencia en la Universidad Politécnica de Madrid y en la Academia Militar del Aire, pero ésta tenía mucha prisa, iba dejando tras ella un reguero de improperios en los golpeados, así que tuve que acelerar mucho la marcha, tratando de no molestar al resto de pasajeros.
Después de mucho recorrido, al llegar a un espacio abierto, al gran lobby de la estación de la Avenida de América, conseguí alcanzarla, y cuando apenas le estaba diciendo tranquilamente que era una maleducada, que estaba molestando a la gente, que todos tenemos prisa, pero no por ello nos liamos a mochilazos con los demás, surge primero una mujer de unos treinta y tantos, y acto seguido un vigilante de seguridad del Metro.
El vigilante muy borde, malencarado, con aspecto rústico, de presencia descuidada, como si acabara de llegar del campo o del pueblo, a la gran ciudad, pregunta: "¿Qué ocurre?".
Sin que me diera tiempo a responder, la mujer más mayor comenzó a gritar:
- Este tipo que está empujando y molestando a esta chica.
El vigilante, un tipo robusto, con escaso porte, y con cara de pocos amigos, me miró bruscamente y debió de pensar, mira este sátiro, viejo verde, molestando a una chica tan joven.
Preguntó, dirigiéndose a la chica,
- ¿Qué ha pasado?
Para mi fortuna, la chica tuvo un rasgo de nobleza y honor, y dio su versión, la real, negando la de la otra mujer, y además me pidió excusas.
La otra mujer salió rápidamente del corro de curiosos que se había formado, alejándose del lugar, sin decir nada.
Le espeté educadamente al vigilante:
- ¿Me permite, caballero?
- Usted se calla, fue su airada respuesta.
Seguidamente, le preguntó el vigilante a la chica si quería poner una denuncia, a pesar de los hechos contados. Esta dijo que no, y que se tenía que marchar, pues tenía prisa para llegar a su trabajo, que iba tarde.
Ya solo ante mí, el fiero y celoso vigilante, armado con una porra, me pidió la documentación, y aún así quería llevarme a la Policía Nacional del metro, pues los vigilantes de seguridad no tienen competencias para solicitar la documentación, algo que debe de desconocer la mayor parte de la gente, para que estos la soliciten. Yo conocía bien esta circunstancia, pero aún así, se la mostré, para tranquilizarle y no poner dificultades ante su agresividad verbal.
Al comprobar el adusto vigilante por mi cartera de identificación militar que era Coronel del Ejército del Aire, se cuadró y me pidió excusas por doquier, y ahora me preguntaba si quería poner una denuncia.
Es fácil pensar qué hubiera ocurrido si la chica no hubiera respondido la verdad, y yo no hubiera tenido esa condición militar; al menos. unos desagradables inconvenientes.
Entonces, es fácil observar el machismo imperante en la sociedad, que arma con una porra, es decir, dota de poder sobre los ciudadanos, a un sujeto que puede constituir por sí mismo un peligro social. Este hecho evidencia, como tantos otros, lo que constituye, al fin, una discriminación positiva de la mujer, de la que muchas de ellas no dudan en aprovecharse, lo que por mi experiencia vital suele suceder en las personas de baja condición, tanto de ellos como de ellas.
NOTA: Esta es una historia real.