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Javier Salaberria
Lunes, 19 de Marzo de 2018 Tiempo de lectura:

Stephen Hawking ha viajado a las estrellas

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La muerte, el pasado 14 de marzo, del genial físico y cosmólogo Stephen Hawking, a sus 76 años, nos deja un vacío importante en el mundo del pensamiento filosófico y científico. Tardaremos muchos años en asimilar y debatir su aportación intelectual. Puede que tardemos muchísimos años más en probar sus teorías, que hoy por hoy están fuera del alcance de nuestras capacidades tecnológicas.

 

Podemos estar o no de acuerdo con su descripción del universo, especialmente con sus conclusiones filosóficas consecuentes con su investigación. Pero en lo que nadie puede discrepar es que fue un ejemplo de superación y fortaleza como ser humano.

 

Diagnosticado con Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) a los 21 años, una enfermedad motoneuronal que con el tiempo lo hizo perder la movilidad –al final de su vida sólo la tuvo en algunos músculos faciales–, el cosmólogo desafió los pronósticos de vida de dos años. Continuó investigando, publicando, dando charlas, participando en programas de divulgación científica. Se casó dos veces, crió a sus tres hijos y nunca perdió el sentido del humor y el optimismo. Sin quererlo, él mismo es una prueba viviente de que los “milagros” existen y que la ciencia, la misma que pronosticó que moriría a los 23 años, se equivocó en varias décadas y no puede explicarlo todo.

 

Precisamente ese fue su empeño: la Teoría del Todo, aquella que unificaría nuestra comprensión definitiva del universo, su origen y su final, aquella que fusionaría las dos grandes teorías vigentes: la de la Relatividad de Einstein y la Teoría Cuántica, que explican el comportamiento de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño y que, a priori, parecen contradictorias.

 

Una de sus obsesiones como científico fue el tiempo, cuál fue su origen y cuál será su final. Leyéndole intuimos que para Hawking el tiempo es una especie de dios matemático, aquello que lo explica todo y que lo contiene todo.

 

Sin embargo, el tiempo es una magnitud que no existe por sí misma. Si no hay transformación no hay tiempo. Si no hay un estado A del que partir y un estado B al que llegar no hay tiempo que transcurra. Si no hay transformación de energías y fuerzas el tiempo se detiene. Un estado infinitamente inerte y estable de cualquier energía (la materia es energía) significaría la inexistencia temporal. El tiempo empieza a contar cuando empiezan las transformaciones, bien sea un Big Bang, o una simple reacción química celular.

 

El cronómetro de un corredor empieza a contar cuando da el primer paso y se detiene cuando llega a la meta. Si no se moviera de la salida no transcurriría tiempo alguno en su carrera. Cuando decimos “por ti no pasan los años” nos referimos a que no experimentamos cambios en el aspecto de alguien. El tiempo necesita de la transformación, del movimiento, de la evolución, del cambio. Sin ellos, no se manifiesta y no existe como magnitud.

 

Imaginen que en todo el universo hubiera sólo una roca sostenida en un vacío infinito e inerte. Aunque pasaran miles de billones de años ahí no sucedería nada. El tiempo sería cero. Así que el tiempo no es Dios. El tiempo por sí solo no existe ni es capaz de hacer nada.

 

Luego si buscamos a Dios habrá que hacerlo en otra parte.

 

Las relaciones entre religión y ciencia nunca han sido demasiado buenas. No por lo que aportan como significado sino porque los sacerdotes de ambas se pelean por cuotas de poder.
 

Albert Einstein apuntó algo muy interesante cuando afirmó: “La ciencia sin religión es una pérdida de tiempo. La religión sin ciencia es ciega”.

 

Los precursores de la ciencia actual, los griegos, lo tenían claro: ciencia y religión son caras de una misma moneda: el conocimiento de la Verdad. Divorciarlas no nos aportará nada bueno ni verdadero.

 

La ciencia aporta significante y la religión significado. La ciencia es una visión matemática y racional del mundo. La religión una visión poética y emocional del mismo mundo. Ambas pueden ser exactas y verdaderas.

 

Ante un cielo estrellado podemos emocionarnos, asombrarnos, enamorarnos… O podemos ponernos a contar y medir los astros que vemos, calculando su distancia a la tierra, su composición química, sus órbitas y la temperatura de su superficie.

 

Una rosa es una prueba de amor, un milagro de perfección y belleza, su aroma dulce y embriagador, los recuerdos que nos evoca. Pero también es la flor de un arbusto leñoso y espinoso de la familia de las magnoliophytas, de hoja caduca o perenne según especie…

 

La música es pura matemática y pura poesía. El vivo ejemplo o metáfora de lo que significa la existencia: matemática para emocionar, para asombrar, para que nos preguntemos sobre el cosmos y sobre nosotros mismos.

 

Como dejó escrito el magnífico poeta americano Walt Withman:
 

“Un niño me preguntó: “¿qué es la hierba?”, mostrándomela a manos llenas.
 

¿Cómo podía responderle yo, si tampoco lo se?

 

Quizás sea la bandera de mi temperamento, tejida con la sustancia verde de la esperanza.

 

Acaso sea el pañuelo de Dios,
 

Un regalo perfumado que se pierde a sabiendas,
 

En alguno de sus extremos lleva un nombre bordado para que al verlo preguntemos: “¿de quién?”.

 

El astrofísico y divulgador científico Carl Sagan expresaba lo mismo de este modo:
 

 

“Una parte de nuestro ser sabe que es de aquí (de las estrellas) de donde procedemos. Ansiamos volver, y podemos hacerlo. Porque el cosmos también está dentro de nosotros: estamos hechos de materia estelar, y somos el medio para que el cosmos se conozca a sí mismo”.

 

Algo que suena muy parecido a un hadiz musulmán muy conocido en el que el Profeta hablando de la divinidad dice:

 

“Él era un tesoro escondido que quiso ser conocido y entonces creó el universo”.

 

Si renunciamos a una de las dos visiones del cosmos, poética o matemática, estaremos limitándonos su comprensión.

 

El mismo Hawking era un poeta cada vez que exponía al mundo el resultado de sus investigaciones y las reflexiones que estos descubrimientos le evocaban. Algo que sucede con todos los científicos que exploran nuestros orígenes y tratan de explicar el funcionamiento del cosmos y del microcosmos.

 

Werner Karl Heisenberg, quien formuló el Principio de Incertidumbre en el desarrollo de la teoría cuántica, afirmaba que tras la primera mirada en el microscopio de la ciencia uno se vuelve ateo. Pero que si se seguía profundizando en los aumentos de ese microscopio, allí estaba Dios esperándonos. Decía que la realidad que podemos describir con palabras no es la Realidad en sí misma; que lo que observamos no es la naturaleza en sí misma sino la naturaleza expuesta a nuestro método de cuestionarla; que no sólo el universo es más extraño de lo que pensamos, sino que es más extraño de lo que podemos llegar a pensar….y que por todo esto, quizás los poetas sean mas útiles que los científicos.

 

Si Hawking estaba en lo cierto, su cerebro ha dejado de funcionar para siempre y se ha “apagado” en la oscuridad, en la nada, como cuando un ordenador deja de funcionar.


Si no lo estaba, puede que ahora haya llegado a comprender esa teoría del Todo, pero desde donde se encuentre no nos la podrá contar.

 

Quizás Dios sea simplemente La Posibilidad que hizo que todo se pusiera en marcha.

 

Existe sólo lo que es posible que exista.

 

La nada es la imposiblidad.

 

La ventaja de la Posibilidad es que no necesita del tiempo ni del espacio para existir.

 

Es la mejor definición de Dios que podamos encontrar.

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