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Antonio Ríos Rojas
Lunes, 19 de Marzo de 2018 Tiempo de lectura:

¿Amor cristiano?

[Img #13565]Es lógico que los países europeos donde el cristianismo parece estar renaciendo tiendan a mostrarse contrarios a la inmigración musulmana. Pienso en Hungría, en Rusia, en Polonia, también –en parte- en Austria. La cuestión está en cómo y por qué los dirigentes de estos países desplazan o incluso callan por completo un asunto básico del cristianismo, y es que el amor cristiano, tal como lo conocemos en los evangelios y en la doctrina social de la Iglesia, no es excluyente sino ingenua, fatal, infantilmente incluyente en toda circunstancia y condición. ¿Traicionan estos políticos cristianos la esencia del amor cristiano?


En primer lugar he de matizar, desde un convencimiento personal, que ese “renacer” cristiano no es exactamente tal. En realidad no hay ningún renacer religioso, dado que –y sigo a Sloterdijk en ello- las religiones “no existen”, o mejor dicho, existen sólo como partes esenciales de un sistema inmunológico, de un sistema defensivo del cuerpo, si se quiere, también del alma, y de los grupos humanos que forman los cuerpos y las almas. Comprendiendo así las religiones, y en concreto el cristianismo, se ha de decir que ningún cuerpo que no tenga su sistema inmunológico bien fortalecido está preparado para soportar ni grandes caminatas ni grandes cantidades de alimento en su cuerpo.


Los evangelios -y el amor universal que predican- se escriben con la esperanza de que el mensaje de Cristo se extienda por el mundo entero, esperanza que sólo se colmó en parte cuando el cristianismo pasa a ser la religión del imperio romano, quien tenía todavía la mejor vitamina fortalecedora del sistema inmunológico conocida en la antigüedad, la espada.

 

El “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, un pensamiento irresponsable en la época de Jesús, no planteó grandes problemas en un imperio ya cristianizado, pues la voluntad tanto del emperador como del representante de Dios, la Iglesia, era una: el mantenimiento del cristianismo, bien que por vías tan diversas como complementarias. Cuando los deseos del emperador – o gobernantes- y los de Dios –que afortunada o desgraciadamente “delega” su representación en papas- dejan de converger, el cristianismo ve peligrar su supervivencia.

 

Y eso hemos vivido y aún vivimos en los últimos decenios. Unos “césares” decadentes que dejan entrar a destajo en las entrañas de Europa a los grandes enemigos del cristianismo, el comunismo, el capitalismo y el islam. El individualismo que reina hoy por hoy en Europa, utiliza su vertiente “sentimental” para ver mejor al ser individual que nos llega harapiento, hambriento, desterrado; cegándose, sin embargo, para el peligro general, para el bien común.


La invasión de Europa por parte de personas que profesan la religión islámica, nada tiene que ver con la caída del Imperio romano, ya que los pueblos que en oleadas asolaban Roma aceptaron sin dificultad el cristianismo y su universo. Hoy, es evidente que estamos en una situación que no promete nada bueno, y sólo los narcóticos del bienestar nos ciegan ante la evidencia nefasta que acosa a Europa.

 

La Iglesia, que siempre combatió en su doctrina social tanto al comunismo como al capitalismo, no critica, sin embargo, al tercer enemigo, a esta masiva invasión musulmana, sino que refugiándose en su fundamentalismo evangélico predica la unión y el amor hacia todos los hombres sin distinción.

 

La Iglesia no critica al tercer enemigo porque lo considera ingenuamente como una “religión” y no un sistema social como los dos primeros. La Iglesia católica cree en la existencia de religiones, pues ella misma se tiene por una de ellas, creyendo que el hecho de “garantizar” una vida eterna, de albergar una trascendencia, diferencia a las religiones de sistemas sociales, a los cuales les corresponde un propio sistema inmunológico. El islam tiene además una ventaja respecto a la Iglesia católica, que el “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” es un pensamiento menos entendido por un musulmán que “tres personas y un solo Dios”. El César y Dios son la misma cosa en el islam, deben serlo. El islam no necesita de pacto con ningún imperio que posea espada, pues la tiene de suyo. Si la Iglesia no entiende esto, si no entiende que no puede defenderse ni a patenazos, ni a baculazos, si no capta que necesita a políticos que la defiendan, es que no ha entendido nada.


En lugar de fortalecer su sistema inmunológico, la Iglesia se ofrece a ir al corazón de las tinieblas, creyendo infantilmente que su verdadera inmunología está sólo en la defensa del amor universal y sin condiciones. Una huida suicida es la que emprende con ello la Iglesia católica. El amor universal del cristianismo es un germen bendito sólo cuando el cuerpo cristiano está fuerte, si no es así, es el germen de la propia voladura del cristianismo y de Occidente. Sólo cuando la otra parte,  la sensata, la política, jugaba su papel en defensa del cristianismo, podía enaltecerse el bello y hondo delirio del ágape universal, que encontraba en el microcosmos del confesionario la manifestación del perfecto equilibrio del macrocosmos imperial o nacional cristiano: “Padre, perdóname porque he pecado”. Sin uno de los dos polos, el cristianismo no sería tal, y es por ello que necesita del reclinatorio y de las rejas del confesionario no sólo para defender las conciencias, sino también para defender la espada.


La Doctrina Social de la Iglesia, desde las primeras encíclicas surgidas a este respecto a mediados del siglo XIX, se va formando en un mundo todavía cristiano, aunque amenazado ya por dos peligros, el comunismo y el capitalismo. Acentuar más la crítica en uno u otro peligro ha constituido el quid de la cuestión de la Doctrina Social de la Iglesia. Caído en apariencia el comunismo, el enemigo sobre el que ha vertido más aceite hirviendo la Iglesia católica en los últimos treinta años, ha sido el capitalismo. La crítica al comunismo fue dura, pero tuvo sobre todo como fundamento la envidia de que el comunismo sustituyera a la Providencia divina por el Estado, y también por el evidente miedo a la expropiación de los bienes eclesiásticos por las turbas comunistas. De ahí que la Iglesia tuviera que defender, en un ataque de sensatez, la propiedad privada contra el comunismo (así León XIII en la “Rerum Novarum”), apartándose del fundamentalismo cristiano, ya que los evangelios están salpicados de citas que niegan la propiedad privada y la desprecian.

 

Sin embargo, en los últimos decenios la Iglesia casi tontea, flirtea con el comunismo, especialmente desde que el lugar de Pedro es ocupado por Francisco, al que nunca se le pasará por la cabeza hablar del islam como tercer enemigo, como un enemigo esencial del cristianismo, y menos aún pasará por su cabeza el que comunismo y liberalismo han colaborado en proclamar este amor a todos -cada uno con malévolos intereses- que acaba desbrozan el camino para una invasión islámica en Europa.


Ante un mundo occidental que ha arrojado a Dios por las alcantarillas, pues ahora el dinero ofrece más seguridad, confianza y esperanza que la que ofrecía Dios, la Iglesia se ha refugiado paradójicamente en su fundamentalismo evangélico, en el ágape universal, en la aceptación, en la inclusión de todos, en el amor a todos.


Este fundamentalismo cristiano tiene un componente suicida, de gusto por la autoaniquilación propio del cristianismo primitivo, que vivía en rapto y huida del mundo, y cuyos mártires esperaban con cánticos las fauces de los leones. Este germen de autoaniquilación se equilibraba en otras épocas –insisto en ello- con el germen de protección que le ofrecía el gobernante. Ese equilibrio, esa armonía y esa dialéctica constituyen el cristianismo. Roto el equilibrio, Europa se suicida. En realidad asistimos a un duicidio homicida. El César se suicida en sus aposentos de Bruselas y el Papa en sus aposentos de Roma, llevándose por delante a su mundo occidental, a nosotros. Nada bueno promete esta caída en picado.


El amor a todos, entre ellos el amor al delincuente, al asesino, al hombre de toda idea y creencia, sólo se ha podido dar en el seno cristiano, jamás en los sistemas inmunológicos judío y musulmán. En ese mismo seno cristiano filantrópico es donde se ha acogido también al ateísmo, pilar visible del comunismo e invisible del liberalismo, pilar, pues, de la expansión islámica contemporánea en Occidente. Ese es el hilo de una madeja europea que se va desenrollando. Europa peligra, y la ponen en peligro tanto la Iglesia como los Estados europeos, pues ambos descuidan el sabio equilibrio que antes permitía el mismo fin, la defensa de la civilización europea.


Dicho esto, el Papa de Roma, como representante inevitable del fundamentalismo cristiano no puede ser tenido actualmente como referencia del cristianismo, pues no distingue al lobo del cordero. La defensa del cristianismo ha de venir de la mano de aquellos dirigentes políticos con la mezcla de gallardía y melancolía –sobre este segundo componente ya hablé en otro artículo- suficientes como para defenderse de sus enemigos, enemigos que, como no puede ser de otro modo, son los mismos enemigos de Occidente, y los más peligrosos moran ya en el seno del mismo cristianismo, dejando las defensas muy bajas para que las revitalice un actimel cada mañana.


Con las defensas bajas, el cuerpo se expone a todo tipo de enfermedades, y éstas no tienen que ver directamente con los desamparados individuos que llegan, tienen que ver indirectamente con la progresiva suplantación de valores occidentales y cristianos, tienen que ver con la capitulación de una religión a manos de otra, más poderosa, con mayor número de correligionarios, con mejor sistema inmunológico, y en imparable ascenso.


Así, pues, la revitalización del cristianismo no puede hacerse con proclamas  de amor universal, porque eso viene a ser similar al empeño de un cuerpo débil y enfermo en emprender heroicas caminatas, recorriendo montañas y valles. La Iglesia, desvinculada de su parte política sensata, siempre ha sido el modelo del “pensamiento Alicia”. Zapatero fue sólo el mejor imitador español de los evangelios.


El Departamento de Pastoral Penitenciaria de la Conferencia Episcopal Española acaba de comunicar hace pocos días que rechaza la prisión permanente revisable. Sin duda, a las puertas de Semana Santa, se ha debido caer en la cuenta de que sin el indulto al lobo Barrabás no habría habido salvación. Con este informe está todo dicho. Está dicho sobre todo que la Iglesia no ha reconocido el componente político que necesita para su existencia, una política que le acompañe para que pueda sostener sus delirios infantiles, a veces zafios, a veces sublimes. Nadie puede esperar nada bueno de una institución que deja abandonado al rebaño para salvar a una oveja descarriada, sin sopesar si el descarrío de la oveja se debe a asesinatos en serie o a violaciones en masa y sin sopesar que el resto del rebaño puede correr peligro.  


Sólo cuando el cuerpo esté fortalecido y fuera de peligro habrá de realizarse el amor cristiano universal, y uno podrá permitirse ese lujo acariciador de las conciencias que consiste en ir a por una oveja descarriada, pero sin poner el peligro el cuerpo que tanto esfuerzo habrá que invertir en sanar. Con el cuerpo fuerte, con las defensas aseguradas, no sólo se podrán abrir puertas para que otros entren, sino que, como síntoma de vitalismo y encarnación de épocas mejores, también le competerá al cuerpo sano, salir, extenderse sin temor ni complejos.

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