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Yolanda Larrea Sánchez
Viernes, 27 de Abril de 2018 Tiempo de lectura:

España, Cristina Cifuentes y las lecciones de dignidad

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Este último mes en el plano político se ha hablado mucho de dignidad, de dignidad política, de dignidad personal. Cuando se pretende sentar cátedra sobre la dignidad de otra persona, pero se procede a despojarle de la misma de forma canallesca dejando solo dolor, ya estamos hablando de otra cosa. Porque, entonces, la dignidad que falla no es la de esa persona, sino la tuya propia al no sentir como deplorable una actitud que daría para muchos debates sobre aquello de la decadencia de Occidente.


Decía Napoleón que "el coraje no es tener la fuerza para seguir, sino que ya está actuando cuando no tienes fuerzas y sigues adelante". Desde luego, Cristina Cifuentes ha aguantado hasta donde le han sostenido las suyas, o hasta donde le ha permitido su propia libertad personal. En política nada sucede por casualidad y, como en una especie de "neoreality" sobre la actualidad, se ha decidido el momento exacto en el que debía caer. Hasta este punto, nada que no sea esperable dentro de la trastienda de los partidos y de nuestra propia normalización del horror. Lo que no se comprende es que, en el proceso, se decida hasta el milímetro el sufrimiento y dolor que debía preceder a esa caída.

 

Antiguamente, había mujeres que se convertían en víctimas de una persecución que terminaba con ellas pereciendo en la hoguera por una suerte de brujería que, en verdad, nunca existió. Era la mal llamada “justicia civil”, y se aplicaba sobre aquella persona que, cual hereje, había ido en contra de los dogmas establecidos.


Aquí y ahora tenemos a una mujer que se equivocó recibiendo un trato especial que nunca debió ser, pero que no la convertía en ninguna corrupta. Una mujer cuya implicación en la fabricación del acta no está ni mucho menos probada, a pesar de que muchos ya hayan dictado sentencia antes que los propios jueces. Una Cristina víctima de una caza de brujas que finalizaba con el visionado de un vídeo ante sus ojos y ante los de toda España; el visionado de una acción que ni siquiera sabemos si se debía a una equivocación, a un flagrante error en su actuación, o a un problema personal. Y así ha de ser, pues ningún individuo debería ser juez y verdugo y utilizar la privacidad personal como elemento ejecutor de nadie. Lo primero por ese alarde de dignidad que tanto se vocifera y, lo segundo, porque es un delito. Un posible delito de revelación de secretos, un delito contra el honor, y un delito que menoscaba el derecho de todos a nuestra propia intimidad. "Que ella no puede dirigir una Comunidad habiendo hecho lo que ha hecho, que no puede estar en política habiendo hecho lo que ha hecho", pero otros sí pueden ocupar puestos públicos de mayor relevancia, dirigir medios e incluso dirigir a la opinión pública… habiendo hecho lo que han hecho. Qué listón tan alto para los demás, y cuánta podredumbre en nosotros mismos.

 

Aquí y ahora tenemos también una oposición en la que, el que no estaba puesto a dedo, resulta que no tenía la carrera que decía tener. ¿Investigarlo? Para qué se preguntarían dichos adversarios, si en esa madera ya había una bruja, y en cada asiento un individuo que observaba sin que le molestaran sus propias vergüenzas. Finalmente, tenemos algunos medios capaces de censurar la actitud de los inquisidores mientras vocean para que el pueblo coja los palos y, ellos, mientras tanto, enciendan la mecha. Ya lo decía Rubalcaba, en España... enterramos muy bien.

 

Y, tras ello, la sensación de injusticia de los que no piensan así. Muchos de los cuales han guardado silencio por la cobardía que tanto daño ha hecho a este país. Porque vale más no ser señalado, hacer mutis por el foro y notar el calor de las brasas desde la primera fila, que ser fiel a unos principios éticos y a una catadura moral que en el fondo te recuerda una lejana historia: La que dice que, cuando se quemaban brujas, ni estas eran tales, ni el que giraba la cara al fuego era mejor que el que encendía la mecha. Lo sorprendente es que, unos y otros, esta vez iban de azul.

 

Yo sí voy a alzar, y no una antorcha, sino la voz, para aplaudir la gestión de Cristina Cifuentes al frente de la Comunidad de Madrid. Con ella como presidenta se ha aprobado la Ley de Sacrificio Cero Animal -esos a los que su partido tanto repudia-, se ha establecido el abono de 20 euros de transporte joven por toda la Comunidad, se ha impulsado una futura reforma integral de hospitales como el de la Paz, se materializado una rebaja en el IRPF a toda la ciudadanía y se ha puesto en marcha el establecimiento de cuatro unidades oncológicas para adolescentes, para recordar a más de uno las cosas verdaderamente importantes de la vida. Estas son solo algunas de las medidas que dejan en evidencia cómo su compromiso con el servicio público y con los madrileños ha sido mucho mayor que el de sus predecesores. Una mujer valiente que, con sus luces y sus sombras, se convirtió tras su accidente en una de las políticas más exitosas  y, seguro, también, en la más humana.


Mariano Rajoy, según se ha afirmado desde distintos sectores como la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF), era presuntamente cercano a la financiación ilegal del PP, y no dimitió. El Presidente del Gobierno, Sumo Pontífice de toda la Curia, no dimitió. Sí lo ha hecho Cristina, víctima de sus errores y, sobre todo, de una supuesta dictadura de la moralidad, de inquisidores administradores de justicia, de más de un sayón con hechuras de bolero que ajusticia con el dedo sin contemplar vergüenza alguna en sus propios actos.

 

Es verdad, Cristina, tenías razón. Quizá debería haber una reflexión común. Una reflexión que atendiese a la influencia de algunos medios, a su capacidad para ajusticiar como sicarios de una partitocracia que todo lo arrolla, de un aparato que deja bien claro que, "contra nosotros, nunca puedes ganar".  Quizá Cifuentes no ganó pero, desde luego, hace mucho que en este mundo muchos han perdido. Se pierden algunos gastando su breve paso por la vida haciendo del escarnio su hoja de ruta. Mientras, Twitter es el medidor no de la actualidad, sino de nuestras propias frustraciones envueltas en libertad de expresión sin medida. Una libertad que se alza, impenitente, bajo la premisa del "a ver quién hace más daño".
 

Como empezaba diciendo, la dignidad, señores, es otra cosa. Y, Cristina Cifuentes, también.

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