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Pablo Mosquera
Sábado, 28 de Abril de 2018 Tiempo de lectura:

Ni olvido, ni perdono

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Cuando me trasladé desde Barcelona hasta Vitoria en junio de 1976, lo hice por tres razones: Vitoria era una ciudad del norte de España, moderna y con magníficas comunicaciones. Vitoria me ofrecía la mejor de las aventuras: poner en marcha un hospital público. Vitoria era un lugar que hasta el tres de marzo por aquel año de la Transición, no había dado señales conflictivas.


Si llego a saber que me esperaba una trágica historia plagada de actos violentos, no me habría ido a tal lugar. No tenía necesidad. Era el director de Hospital más joven de España. Era funcionario público por oposición. Estaba dirigiendo Vall de Hebrón, uno de los hospitales punteros de España. Es necesario contar esto, pues hubo alguien que casi me echó en cara que iba a Vitoria para hacer dinero. Evidentemente, yo ni tenía una pastelería, ni había hecho inversiones en inmuebles.


Pero vamos al grano. Durante muchos lustros me levantaba por las mañanas con las noticias de la radio. Aquello era un parte de guerra. Asesinatos, bombas, amenazas, la famosa alternativa KAS como justificación para tales barbaridades. Pude haberme echado a un lado. Hacer como que la cosa no iba conmigo. Disfrazarme de "lagarterana" y tratar de ignorar todo lo que pasaba. Pero tampoco era fácil. Ser español en aquel País Vasco era un "crimen" para los aguerridos gudaris y sus múltiples organizaciones socioculturales. Habría tenido que hacer como mis antepasados judíos. O adjurar de mi fe y convertirme a la de ellos. Cambiarme el apellido Mosquera -típicamente galaico- por algo así como Mosqueragoitia...


Nunca había militado en organizaciones políticas. Mis padres me habían enviado a estudiar al sistema público -escuela, instituto, universidad, hospital-. Ni siquiera había hecho campamentos con la OJE. Mis vacaciones siempre fueron en la costa más al norte de España. Eso sí. Por cultura, tenía claro que desde mi condición de gallego, era español. Incluso, del Real Madrid...


En la Vitoria de los años setenta sólo se hablaba en alavés. Es decir, en castellano. Cuestión que hasta me sorprendía, pues estaba acostumbrado a oír hablar con normalidad, tanto en catalán como en gallego. Lenguas latinas fáciles de asimilar por ósmosis.


Lo que antecede viene a cuento de la noticia que hoy intenta abrirse camino mediático entre crisis jurídicas y políticas. Me encuentro sentado en la ventana de mi casa en la costa más al norte. Delante sólo tengo la mar Cantábrica. Hace un día primaveral y estoy viendo siete grandes cargueros esperando turno para entrar en el puerto de San Ciprián. Soy feliz. He recuperado mis raíces. Vivo en un paraíso. Puedo hablar en castellano o en gallego. Es una cuestión de espontaneidad social. Aquí nunca hubo violencia. Este era mi refugio durante "a longa noite de pedra", que es como Celso Emilio Ferreiro denominó a la oprobiosa. Pues todos los que sufrimos la oprobiosa del nacionalismo radical plagado de mitos, derechos histéricos y amenazas, tuvimos que defendernos para sobre vivir a cuarenta años matando al disidente, con resultado de más de novecientos muertos que no podrán volver con los suyos o a sus pueblos.


Ya comienzo a situarme en la tesitura. No olvido. Es que tendría que padecer algún trastorno cognitivo para que se borraran las barbaridades vividas en la Euskadi católica-apostólica-sabiniana. Y eso que no era lo mismo vivir en Vitoria que hacerlo en la Guipúzcoa profunda o en la costa vizcaína. Aquella chulería infinita de la juventud alegre y combativa, convenientemente adoctrinada en las ikastolas y en las Herriko Tabernas. De aquellos aprendices del coctel molotov en los fines de semana celebrando Kale Borroka, un cinco por ciento daban el salto. Se hacían soldados de Aitor. Algo así como los Templarios en el reino cristiano de Jerusalén. A partir de tal, eran héroes mimados, temidos, organizados. Incluso cuando los capturaban, al rendirse a la Guardia Civil, pasaban a ser tratados de usía en las cárceles, dónde se organizaban como la ETA de los presos. Hubo momentos en los que algunos políticos o dirigentes de corbata o de sotana, nos hicieron creer que sólo la negociación con el "ejército" del MLNV podía poner fin a tal contienda en la que siempre mataban los mismos y siempre morían los mismos. No puedo olvidarme. Fueron demasiadas las escenas de terror. Fueron demasiados los momentos callejeros en los que parecía  vivíamos en Belfast.


No perdono. Precisamente por tomar partido. Precisamente por mi condición humanística. Precisamente por mi orgullo identitario. Precisamente por mi dignidad y amor a la libertad. Y así, no sólo me estremecían las víctimas de mi alrededor. También la posibilidad de convertirme en una más. Hubo momentos en los que era verdad lo de Bécquer. Dios mío, qué solos se quedan los muertos. No podía asumir los atentados. No quería asumir las amenazas. No soportaba las condenas a muerte que aquellos miserables dictaban al más puro estilo de Consejo de Guerra en país con dictadura al servicio de la limpieza étnica. Porque hubo limpieza étnica. De hecho, casi todas las víctimas eran gentes de fuera. No tenían la condición de vascos. O se la habían quitado, al militar filosóficamente en los postulados de la democracia universal.


Tuve la suerte de no caer en los numerosos atentados que me prepararon. Algunos me los contó la Guardia Civil. Otros, me los negaron desde la Delegación del Gobierno al servicio del PP, ya que sólo podían ser víctimas los suyos. Otros más, nunca los conoceré, como tantas autorías de salvajadas que nunca sabremos cómo se prepararon y con qué fines macabros. No perdono. Sería traicionar a los que dieron su vida por la dignidad y la libertad. Aquello nunca fue una guerra. Nunca hubo dos bandos. Demostraron que matar es muy fácil. Tal como le dije un día a mi padre, a mí no me mataron por tres razones: se lo puse muy difícil; tuve buenos profesionales cuidando de mi seguridad; supongo que en mi destino nunca figuró tal suceso. Pero nos hicieron la vida imposible.

 

Mi familia sufría en silencio. Mis amigos no contaban con mi supervivencia. Mis gentes bastante tenían con protegerse. Pero también aquí estaba escrito. En Unidad Alavesa no tuve que dar ninguna condolencia, y eso que como figura en el trabajo universitario "Informe Foronda" nos tuvieron en el punto de mira, en la diana, en sus más oscuros intentos para acabar con el pequeño partido de Álava. Tendría que hacer la lista de amenazados. Prefiero decir que estamos todos para contarlo. Y desde luego, cada uno sabrá si perdona o no. Yo, como ciudadano, persona, víctima, dirigente, no perdono.


Parece que en los primeros días de mayo se disponen a entregar las armas y disolverse. ¡Ya veremos!. Parece que la generación del odio a España, se ha hecho vieja. ¡Ya veremos!. Perece que oficialmente, muchas de aquellas sabandijas dicen estar arrepentidas. ¡Ya veremos!. Parece que hay quien está dispuesto a dialogar como método terapéutico con sus verdugos. ¡Yo no!


Hubo que echarle mucho valor al asunto. Parecía que iban a ganar. Hubo momentos en los que tuve la sensación de perdedor, incluso por hartura del resto de los españoles. Algo parecido está sucediendo en Cataluña y su proceso. Por cierto. Para algunos incautos mal o bien intencionados. La violencia no necesariamente consiste en matar. Hay múltiples formas de violencia. Basta con poner determinados programas de TV3. No entiendo cómo es que no les meten mano. Y, desde luego, argucias jurídicas aparte. Lo de los jueces alemanes y belgas, es de Aurora Boreal. Sólo les deseo que a ellos les pase otro tanto de lo que está aconteciendo en Cataluña.     


Espero y deseo que nunca más se repita la "carlistada". Espero y deseo que no se humille a las víctimas. Espero y deseo que asuntos como el de Alsasua, se castiguen de forma ejemplar.        

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