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Antonio Ríos Rojas
Sábado, 28 de Abril de 2018 Tiempo de lectura:
Henry Purcell. "Dido y Eneas". Theodor Currentzis

El silencio cantando

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Quiero presentarles hoy las dos piezas finales de la ópera “Dido y Eneas” de Henry Purcell, en la versión del griego Theodor Currentzis dirigiendo a su grupo instrumental Musica Aeterna y al coro The New Siberian Singers, encarnando a Dido la soprano Simone Kermes.

 

Antes de nada, decirles que estas dos piezas pueden ustedes contrastarlas con otras versiones de calidad, como la de Trevor Pinnock y Anna Sophie von Otter como Dido,  o la versión de 1961, con Janet Baker como Dido y The English Chamber Orchester, bajo la dirección de Anthony Lewis. Esta última versión no es ni de lejos, como alguno dice en una página de ventas famosa y criticando precisamente a Currentzis, “lo que Purcell escribió realmente”. El hombre que hizo esa crítica ha de tener mucha nostalgia de su juventud, como todos, pero ello no nos puede cegar para la belleza y para la justicia. No obstante, la versión de Janet Baker es grandiosa en lo vocal. Si nos atenemos sólo a la grandeza y técnica vocales, la Dido de Baker es muy superior a la de von Otter y la de Kermes, y sin embargo, ya les aviso, lo que van a oír en las manos de Currentzis y en la voz Kermes es algo que no  olvidarán fácilmente.

 

Quizás merezca la pena dedicar otro día un artículo exclusivo a este director griego al que han apodado “L´enfant terrible”, y que aglutina en torno a sí tantos elogios como críticas, aunque éstas últimas van acallándose, sobre todo cuando uno tiene la suerte de asistir en directo a un concierto suyo y comprueba que lo que oyen no lo habían oído nunca antes, pues todo es más bello y más luminoso bajo la batuta de Currentzis. Pero hoy nos dedicaremos sólo a las dos piezas citadas. Y como no puede ser de otro modo, pues de lo contrario, esto no sería un artículo musical, habrán de permitirme algunas palabras antes de dejarles en compañía de la música, que es lo que realmente deseo compartir con ustedes.


Los barcos se alejan lentamente del puerto. Eneas, el troyano que perdiera su ciudad en la cantada guerra, había desembarcado no ha mucho en Cartago, mas no le era permitido permanecer mucho tiempo en la ciudad, pues llevaba consigo un encargo de los dioses: fundar una ciudad en Italia. Los dioses, que no toleran la desobediencia de los hombres, mientras ellos mismos gozan de libertad para infringir toda ley, le instan a Eneas a abandonar cuanto antes la ciudad de Cartago. Y el lento avance de las naves significa para alguien que se queda en la ciudad la imagen de una muerte lenta. Ya casi desaparecen los barcos en el horizonte, cuando Dido, la reina de Cartago, sufre con aquella visión la agonía de la separación eterna.


Fue el ardid de Venus, quien envió a su hijo Cupido, oculto bajo la figura de Ascanio, el amado hijo de Eneas, para herir el corazón de la reina, (Virgilio: “Eneida” I, 657-720; pg.30-31 en la edición de la Biblioteca básica Gredos) el origen del tormento amoroso y muerte de Dido. Igual que siglos más tarde comenzamos los hombres a sufrir con los acordes dilatados y tortuosamente bellos del “Tristán e Isolda” de Wagner, cuyo segundo acto se desarrolla en la noche profunda de amor, aquí también en “Dido y Eneas” el segundo acto está envuelto por la oscuridad de la noche. Sorprendidos por una tormenta el hombre y la mujer han buscado refugio en una cueva donde reconocen su amor mutuo, su dicha y su tormento.


Según Virgilio (“Eneida”; Libro IV; pg.114-115 de la edición citada) Dido se humilla ante Eneas rogándole que permanezca junto a ella, ruego que el  troyano desdeña. Presto a marchar, instigado en sueños por Mercurio, que le avisa de la cólera de Dido y del corazón siempre voluble y tornadizo de las mujeres (Libro IV v.570; p.122 de la edición citada), Dido prepara una pila funeraria donde arrojará al fuego las pertenencias de su amado. Llena de cólera y de desesperación ante la visión de las naves que se alejan con su amado, Dido desenvaina la espada de Eneas y se da muerte a sí misma. Los seres humanos no han entendido que un amor más elevado y puro, aún por llegar, será más digno de sacrificio que el de un guerrero cuya voluntad guían dioses paganos. ¡Qué presto los hombres antiguos a poner fin a sus vidas al no tener el modelo en el que poner sus esperanzas! Y a la vez, ¡qué fortuna la de aquellos hombres, pues nada ponía freno a un tormento inútil! Herida por el capricho de los dioses, ¿qué le quedaba a Dido sino darse muerte?


Henry Purcell compone Dido y Eneas en el año 1682, contando veintitrés años de los sólo treinta y seis que viviría. El libretista de esta ópera, Nahum Tate, alteró en mucho el sentido de lo cantado por Virgilio. En el texto -algo pobre- de Tate, Dido es lánguida, no entra en cólera al irse su amado, más bien al contrario, éste mismo desea quedarse junto a ella, siendo la reina quien le insta a abandonarla para que los dioses no levanten la ira contra su amado. Así, el final de la ópera, el lamento y muerte de Dido asume un aura de sacrificio casi mariano. La muerte de Dido y el coro final con el que se cierran esta ópera son dos de los más grandes momentos de la historia de la música, y se la presentamos en una versión insólita, de una belleza jamás antes oída, la versión arriba mencionada, debida al griego Theodor Currentzis, grabación que data del 2007.

 

Después de esta interpretación muchos han intentado imitar a Currentzis, pero por un lado, resultaba  demasiado evidente la imitación, y por otro, nadie hasta ahora ha superado la honda belleza de esta grabación del griego. Sólo comentamos los dos últimos números citados. La tiorba va descendiendo hasta que con la undécima nota despiertan las cuerdas de los violines como de un letargo, y la voz de Dido, suspirante y fatigada se esmera por pronunciar sus últimas palabras sobre la Tierra. Se percibe la respiración agonizante de Simone Kermes –Dido- antes de comenzar el lamento ante su fiel sirvienta Belinda: “When I am laid in earth, may my wrongs create no trouble in thy breath”, “Cuando yazga en la tierra, que mis errores no causen cuitas en tu pecho”.

 

Purcell hace repetir la frase, y Currentzis desgarra al oyente dispersando el sonido, alejándolo de la Tierra, como si anticipara el silencio absoluto de la muerte.  Apenas se oyen los instrumentos tras esta repetición de “When I am laid in earth”, pues parecen ellos mismos querer callar para oír y compartir el dolor de Dido, y la misma Dido parece “callar-cantando” para oír quizás las últimos golpes de remo de aquellos barcos que se alejan para siempre con su amado.

 

En la ópera de Purcell, a diferencia del poema de Virgilio, Dido muere de amor, no hace falta el concurso de una espada, y el oyente entiende el por qué al oír “expirar-cantando” a Simone Kermes  conducida hasta el más intenso desconsuelo por la mano de Currentzis. El dominio de la mezza voce que alcanza aquí Simone Kermes es conmovedor. “Remember me”, a lo que los violines responden con más firmeza, pero no menos dolor, pareciendo decir, “te recordaremos”. “Remember me but ah! Forget my fate”, “Recuérdame, pero, ay! Olvida mi destino”. Dido cae al suelo sin vida. Cupido aparece en una nube, y el coro se dirige suplicante al caprichoso Dios, pidiéndole que no se aparte nunca de la tumba de la reina. Nadie puede imaginarse que tras el lamento y la muerte de Dido, Purcell pueda crear algo aún más triste y más bello, y Currentzis hacer algo aún más conmovedor, y sin embargo, este coro final ("With drooping wing ya Cupids come") en las manos de Currentzis y en las voces mágicas de los New Siberian Singers, nos ofrecen el mismo silencio cantado.

 

En la repetición del texto ya apenas se oye el coro, y sin embargo nunca podremos oír tan intensamente un grupo de voces humanas que parecen disolverse, esparcirse en la muerte y en el silencio. Procúrense unos buenos auriculares o unos buenos altavoces, y como siempre  recomiendo, procúrense soledad, pues lo que van a escuchar les conmoverá. Den a conocer esta belleza a esta época tan carente de ella.  

 

 

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