Martes, 16 de Septiembre de 2025

Actualizada Martes, 16 de Septiembre de 2025 a las 16:55:49 horas

Tienes activado un bloqueador de publicidad

Intentamos presentarte publicidad respectuosa con el lector, que además ayuda a mantener este medio de comunicación y ofrecerte información de calidad.

Por eso te pedimos que nos apoyes y desactives el bloqueador de anuncios. Gracias.

Continuar...

Antonio Ríos Rojas
Jueves, 13 de Septiembre de 2018 Tiempo de lectura:

Cuando el progreso rebasa todo límite

No se ha reflexionado lo suficiente sobre la relación entre multiculturalismo y tecnología. Para ello les propongo que imaginen por un instante una situación elemental de la que muy probablemente habrán tenido experiencia. Imagínense en un avión que les lleve desde cualquier ciudad hasta un lugar lejano. Lo que usted aprecia dentro de ese producto de la tecnología y del progreso no es sino tierra y mar. Quizás la frase de Zapatero  “la tierra pertenece al viento” tuvo su fuente inspiradora en el interior de un avión. A muchos miembros de Podemos no les hace falta subir a un avión para tener pensamientos de ese cariz,  generalmente se elevan por otros medios, incluidos la soberana estupidez sanchesca, entre los medios menos nocivos.

 

El hecho es que uno experimenta en un vuelo de forma casi inevitable que el progreso y su deriva tecnológica consiste en la velocidad para superar toda frontera, toda barrera. Y desde ese convencimiento uno cree en el apremiante impulso que se nos repite desde el Génesis: “Dominad la naturaleza”, para acabar entonando la tan extendida loa victoriosa de nuestro mundo moderno: “el hombre ha vencido a la naturaleza”. Hace años, el hombre podía experimentar uno de los placeres más embriagadores, el de superar con esfuerzo un límite, no para eliminar tal límite o tal la barrera, sino para traspasarlos. Ese hombre podía aún apelar al orgullo de sí mismo. A la vez, ese orgullo iba acompañado de algo más, pues casi todos los hombres que logran algo no confían del todo y exclusivamente en sus propias fuerzas, se apoyan en una realidad que le impulsa, ya sea Dios, el deber, la patria, sus hijos.


La manifestación más evidente y burda de la ruptura de las fronteras se  determina hoy a través de Internet. Volar o navegar a través de “la red” colma a la vez que alimenta la superación virtual de las fronteras. Ya pueda uno frecuentar a través de Internet un grupo de amor a la patria, de adoración del santísimo sacramento o de amigos y amigas toledanos de los muñecos Nenuco, su quehacer o decir en esos grupos responde a un hacer o decir de segundo grado, pues el de primer grado consiste en que está dentro de un medio que borra fronteras. El fin real, formal y final del progreso, y de Internet como su vehículo más eficaz, es la ruptura de todo límite, la conversión del hombre en “hombre tecnológico”, en la renuncia a lo que le es más propio, para acabar reconvertidos en ciudadanos del mundo. El multiculturalismo es la consecuencia inevitable del progreso, del haber vencido a la naturaleza.


El progreso es una máquina perfecta de desenraizar. Quien tiene la posibilidad de estar en cinco horas en Nueva York muy probablemente descartará recorrer las montañas o pueblos de su propio país. Se llega a la plenitud del progreso cuando ni siquiera es necesario tomar un avión para ir lejos. Sólo, ante su ordenador, tableta o televisión, el hombre envenena sus propias raíces de una forma igualmente plena. Al igual que ocurre en el final de la novela de Stevenson cuando el Doctor Jeckyll no necesita tomar la pócima para convertirse en Hyde, el hombre tecnológico ni siquiera necesita subirse a un avión, le basta con sentarse junto a su ordenador, móvil o televisor. Así, desde casa, nos sentimos hermanos de quien está muy lejos, relegando al olvido a aquellos que están más cerca. Este es uno de los grandes efectos de la tecnología: hacernos cercano lo lejano al precio (apenas perceptible) de hacernos lejano lo cercano. Así, pues, el progreso que deriva en la tecnología nos ha alterado el sentimiento del amor a lo propio, del amor al prójimo, y nos sentimos más próximo al sirio que vemos en el televisor que a nuestro propio vecino, al que no vemos desde hace meses. Cuando el sirio venga nos identificaremos con el dolor que se nos dice que tiene, pues lo hemos visto en el aparato televisivo, mientras que del dolor del vecino no sabemos nada.


Se puede y se debe progresar, moral, médica, política, religiosamente. Puede existir crítica y mejora, puede existir por tanto, progreso, el problema está en que el progreso ha rebasado el límite, ha subvertido toda raíz moral y ha suplantado la esencia misma del hombre, que suponía un mínimo de orden natural. No se trata de que el progreso haya infringido una supuesta ley natural, se trata de que ha rebasado la esencia del ser humano hasta destruirla, haciendo de este una obra de ingeniería. La caída en el pecado que se nos cuenta en el Libro del Génesis es la pretensión del hombre de querer instaurar su propio progreso, su propio ser, haciendo caso omiso del único límite que Dios le puso: no determinar lo que es el bien y el mal, no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. El progreso está en la naturaleza humana caída. Y esto es aceptable y asumible. Pero el progreso que ha roto todo límite es aquel que ya no reconoce culpa primigenia y se entrega al ansia nihilista de romper con todo, hasta con lo mínimo exigido en el orden natural del hombre ya caído.


Insisto en que el progreso está en la naturaleza humana. Es legítimo. Creo sinceramente que el socialismo, por ejemplo, es un intento de criticar y progresar en ese orden (no en vano muchos movimientos conservadores, Mussolini, Primo de Rivera, se consideraban, si no socialistas, deudores absolutos del socialismo). Lo que ya va más allá de la crítica legítima, lo que rompe todo límite, es la deriva del progreso actual, y esa deriva se ha infiltrado y ha hallado morada en nuestra mente. La ideología de género es la más tenebrosa realidad de esto que venimos diciendo. Se nos dice que lo que importa es que uno/a viva su vida como le dé la gana, se enaltece a la existencia sin hacer caso a ninguna esencia, a ningún mínimo orden natural, hasta el punto de que uno puede elegir su propia esencia; es más, eligiendo mi existencia elijo a la vez mi esencia, ya como hombre, ya como mujer, ya como andrógino, ya como asexuado robot. El progreso que aspira a rebasar todo límite no reconoce orden alguno, no reconoce camino, de ahí su nefasto lema, que no es otro sino el de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Desafortunados versos que contradicen tantos otros que su autor dedicó a los bellos caminos de la tradición española y al orden de la naturaleza.


El progreso que ha rebasado todo límite es el que ha hecho triunfar al hombre sobre la naturaleza, y ese triunfo resulta ser finalmente el triunfo del hombre sobre el mismo hombre, ya que este siempre fue parte de la naturaleza. Pero aún hay más, pues como nos advierte C.S. Lewis, el triunfo del hombre sobre el hombre se traduce en la práctica en el triunfo de unos pocos hombres sobre muchos otros hombres. Esta es la consecuencia última del progreso. La más atroz y espeluznante tiranía.

 

De ahí que en las sociedades donde el progreso ha superado todo límite acontece que ideas que la inmensa mayoría de la sociedad rechaza son las que se imponen por aquellos pocos que ejercen el poder sobre los muchos. En esas sociedades progresistas, en las democracias llamadas “avanzadas”, es donde se lleva a la plenitud el que el hombre haya vencido a la naturaleza, a la naturaleza humana. Los partidos políticos, siervos del progreso, imponen contra la opinión de la mayoría leyes a favor de la inmigración a destajo, convierten las escuelas en campos de adiestramiento del espíritu “LGTBI”, en campamentos de práctica del relativismo, del diálogo y consenso infinito como principios fundantes de la vida.

 

Y así, repitiendo esas cantinelas sofistas que alejan al hombre de todo principio moral y de toda verdad, dominan a los hombres imponiéndoles una nueva naturaleza alejada de los principios que respeten en un mínimo el orden natural. Así, el hombre común, el pueblo, único portador todavía del sentido común, queda dominado plenamente por el político tecnólogo y por el especulador sin escrúpulos, llegando incluso a avergonzarse si algún pensamiento sensato –recalcitrante, facha, medieval- pasa por su mente alguna vez. El dominio del hombre sobre la naturaleza acaba siendo el dominio tecnológico de unos hombres sobre millones. Unos pocos consiguen la transformación del género humano, reduciendo a este a mera naturaleza experimental y extrayéndoles su naturaleza espiritual. El hombre común se convierte en un pollo de granja al que en lugar de cortarle la cabeza se le extrae el alma. C. S. Lewis nos dice de quienes tejen esos hilos, de quienes dominan con el progreso y la técnica a los seres humanos: “No estoy suponiendo que esos hombres sean malos. Más bien no son en absoluto hombres, al menos en el sentido antiguo. Si lo prefieren diré que son hombres que han sacrificado su propia parte de humanidad tradicional con el propósito de entregarse a la tarea de decidir qué va a significar de ahí en adelante la humanidad. Las palabras de bueno o malo aplicadas a ellos carecen de contenido, pues de ahora en adelante el significado de esas palabras derivará de ellos” (C. S. Lewis: “La abolición del hombre; p.75).


Volvemos ahora la vista a la imagen que habíamos propuesto al comienzo de estas líneas. Siento desengañarle, pero cuando nos encontramos en un avión no hemos sido ni usted ni yo quienes hemos vencido a la naturaleza, otros están celebrando la victoria sobre usted mismo, sobre mí mismo.  Aquel hombre que recorría distancias, que superaba límites en jornadas de tormentos, que caminaba llevando quizás la Biblia en sus alforjas, era, respetando a la naturaleza, el verdadero vencedor de la misma. Y ese otro hombre en la soledad de su casa de campo, ajeno a la modernidad y al progreso sería tildado por no pocos ilustrados del XVIII y por la mayoría de los ilustrados sin luces del siglo XXI como un hombre que permanece aún en la infancia de la razón. Sin embargo, el viajero de antaño, el campesino en su hogar, son los únicos que pueden sentirse orgullosos de sí mismos. Orgullosos de ser hombres.

Portada

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.