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Raúl González Zorrilla, director de La Tribuna del País Vasco
Jueves, 27 de Septiembre de 2018 Tiempo de lectura:

La globalización terrorista

Artículo introductorio al Nº3 de la Revista Naves en Llamas

 

Todo atentado terrorista encierra consecuencias intensamente dramáticas y dolorosas que se reflejan en las víctimas directas de la barbarie, en el sufrimiento inconmensurable de los allegados a las personas asesinadas y, materialmente, en el balance económico de la destrucción producida. Pero, además, cualquier atentado terrorista, sea de la magnitud que sea, posee una profunda carga de significación simbólica (macroterrorismo) que es buscada por los criminales con el ahínco de quienes saben que de este impacto emocional se derivará el mayor o menor "éxito" de su acción criminal.

 

En este sentido, los centenares de ataques terroristas islamistas llevados a cabo en los últimos años en diferentes países del mundo han inaugurado un nuevo escenario de horror global que, retransmitido al segundo a través de Internet, busca convulsionar los pilares fundamentales sobre los que se asienta la civilización occidental. El terrorismo que tiene su origen en determinadas zonas del planeta y que se expande globalmente beneficiándose de las efectivas macroinfraestructuras comunicacionales que se derivan de las más recientes tecnologías, no es, como se quiere hacer creer desde posiciones intelectuales demasiado ancladas en lugares comunes, el “arma” que utilizan las gentes y los territorios depauperados del orbe para hacer oír el grito de su miseria. Por el contrario, la violencia terrorista internacional es la herramienta de aniquilación que emplean quienes, en muchos casos proviniendo de orígenes geográficos, ideológicos, económicos y educativos radicalmente diferentes, coinciden en el objetivo común y supremo de buscar la aniquilación de los pilares más visibles de la civilización occidental para tratar de imponer al mayor número posible de seres humanos sus designios doctrinales, sus ensoñaciones espirituales, sus intransigencias culturales y sus derivas fanáticas.

 

A los terroristas, respondan éstos a las siglas de una organización de extrema izquierda local o formen parte de esa marca bárbara en que se ha convertido el autodenominado Estado Islámico, les preocupa muy poco las posibles situaciones de injusticia o desigualdad que atraviesen el resto de los humanos. A los asesinos, bien financiados, correctamente alimentados y excelentemente formados, que han acabado con centenares de vidas en Nueva York, París, Londres, Bruselas o Madrid, entre otros muchos lugares, no les arrastraba el impulso de liberar a sus compatriotas de una presunta miseria, sino su sometimiento a religiones o ideologías políticas totalitarias y liberticidas, como el Islam o el comunismo, que ven en el ocaso de Occidente el amanecer de un nuevo mundo plegado a su barbarie. A los psicópatas del Ejercito Rojo que en 1995 sembraron con gas sarín el metro de Tokio nos les movía ninguna reivindicación política o ideológica inteligible, sino su necesidad de salvar el "honor" de Japón; a los islamistas que degüellan a sus víctimas no les mueve motiva salvar de la indigencia a una población que apenas pervive por encima de los niveles de subsistencia, sino su obsesión por instaurar en su ámbito de influencia una perversa, malévola y desquiciada visión del Islam; y, en fin, a los criminales etarras que durante cinco décadas han sembrado de muerte las calles de nuestras ciudades nada les estimulaba tanto como creerse miembros privilegiados de una comunidad, “nacionalista y socialista”, elegida para “liberar” al “pueblo vasco” de las más falsarias e imaginarias afrentas que alguien pueda imaginar.

 

Las organizaciones terroristas internacionales coinciden todas ellas, en la mayoría de los casos, en su apuesta por defender una serie de postulados primales y prepolíticos, emocionalmente devastadores, subjetivamente imperiosos, sentimentalmente embaucadores y racionalmente vacuos, que se enfrentan directa y brutalmente con la complejísima elaboración teórica, racional, política e ilustrada sobre la que se asientan las sociedades democráticas modernas. Frente al arduo y siempre convulso esquema dialéctico, dinámico, cambiante y versátil sobre el que se levanta nuestra civilización, los abanderados del terror apuestan por una caverna rebosante de dogmas y credos drásticamente irracionales y brutalmente impuestos que en el marco de un mundo interconectado, hipertecnologizado y guiado por el economicismo, la racionalidad y la ciencia, solamente pueden estar abocados al naufragio.

 

Ciertamente, los iluminados prestos a matar en algún lugar por una deidad, por un manifiesto o por una revelación, siempre han existido y, en su esencia, siempre han dejado al descubierto una profunda animadversión ante el avance del progreso. Pero ha sido solamente ahora, en los albores del siglo XXI, en el momento en el que la mundialización de los mercados, la explosión tecnológica, la revolución en las comunicaciones, la universalización de la economía liberal, la fusión de culturas y los deslumbrantes avances científicos han expandido la civilización occidental hacia un todo globalizador, cuando el terror arcaizante y anticivilizador ha podido saltar de lo local a lo global, de lo tribal al World Trade Center.

 

La lucha sin cuartel contra el terrorismo internacional es algo más que una batalla entre "buenos y malos". Se trata de un combate por defender, del modo que sea necesario, una forma de entender el mundo, la nuestra, que, a pesar de las muchas carencias, desigualdades e injusticias que porta en su interior, es la única que hasta el momento, y basándose en la defensa activa y a capa y espada de las libertades, tanto públicas como privadas, ha sido capaz de incrementar el bienestar colectivo de extensas capas de la población mundial.

 

Hace algunos años, un oscuro funcionario del Pentágono norteamericano, Francis Fukuyama, sentenció en un libro que con el triunfo de las democracias liberales frente al bloque comunista, la Historia había entrado en una fase terminal que, en su opinión, alumbraba un tiempo de bonanza económica, de progreso social y de desarrollo cultural que, además, conviviría con un largo periodo de equilibrio político. El nuevo terrorismo global desmiente esta visión demasiado optimista y cándida del porvenir y pone sobre el tapete que todavía resta por escribir el último y más importante capítulo de la Historia: el que debe dilucidar si nuestra civilización, que es una delicadísima obra de la razón,   de tradiciones culturales que se pierden en la noche de los tiempos y del legado espiritual judeocristiano, que se ha ido modelando lentamente a lo largo de los siglos, es capaz de imponerse a quienes, mediante la utilización del terror indiscriminado, desean hacernos regresar a tiempos nebulosos repletos de irracionalidad, ignorancia, oscurantismo y barbarie.

          

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