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Pablo Mosquera
Jueves, 11 de Octubre de 2018 Tiempo de lectura:

Honor como divisa: Benemérito Instituto

Un año más, el 12 de octubre, Fiesta Nacional, es también el momento para rendir homenaje a la Guardia Civil, compartiendo con sus agentes una historia plena de servicio a la sociedad. En mi caso, y como siempre he dicho, les debo la vida.


Pero también les debo los valores que me transmitieron. El honor es mucho más que una divisa. Es una forma de estar en el mundo. Algo que me inculcaron en Vitoria, cuando me hicieron el alto honor de entregarme su insignia.
Eran tiempos duros, en los que nos jugábamos la vida para la recuperación de los derechos fundamentales. Aquella sociedad amedrentada por el terrorismo, casi evitaba los emplazamientos del Benemérito Instituto. Era como si el contacto con sus gentes diera de inmediato lugar a ser estigmatizado y formar parte del perverso elenco objetivo de la violencia del nacionalismo más radical.


Haber vivido más de una década de los tiempos de plomo, dando la cara por la libertad y dignidad ciudadana española en tierra de comandos etarras, me legitima para asegurar que fueron los agentes del Benemérito Instituto los paladines de una lucha sin cuartel, con altibajos en la moral de la población, ya que la no colaboración de Francia y el adoctrinamiento por tierra, mar y aire, sobre los presuntos "Derechos de Euskal Herría" a lograr su independencia, colocaba a los españoles bajo mínimos, casi en la clandestinidad; pero allí estaban los Guardias Civiles, con su sacrificio, profesionalidad, constancia y valor, para mantener el pabellón de lo que hoy pomposamente llamamos "Marca España", y que por aquellas épocas, no tan lejanas, era una pequeña llama contra la que soplaban muchos, de forma activa o pasiva.


El Duque de Ahumada fue fundador -1844- e impulsor del lema: "El honor es mi divisa". De tal sentimiento, salen el valor, la lealtad, el espíritu de servicio, la abnegación, la austeridad y la disciplina. En el artículo primero de su cartilla, hay una frase que no tiene desperdicio: "El honor ha de ser la principal divisa. Hay que conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recupera jamás".


Si importante ha sido su tenaz entrega en el País Vasco del conflicto terrorista, no menos importante resulta ante cualquier catástrofe. Son innumerables los actos de valor. Cada vez que algo o alguien requieren de su presencia, ahí están, dispuestos a salvar, con generoso riesgo, las vidas de los ciudadanos.


Aun recuerdo las inundaciones en Llodio aquel verano de 1983. No tengo por menos que rendir un emocionado homenaje a los agentes que perdieron su vida con la riada del Nervión, precisamente en un territorio azotado por las acciones de los comandos de ETA, que muy pronto olvidaron el sacrificio del Teniente Alejo García García, de 47 años; de los guardias Miguel Salgado Peña, de 23 años, y Luis Postigo Cabello y Pedro Narbona Bustamante. Y, sin embargo, en 1988, la Casa Cuartel de Llodio fue bombardeada con granadas de carga hueca lanzadas desde una furgoneta. Al año siguiente, ETA lo volvió a intentar. Colocaron 150 kilos de amonal para destruir parcialmente el emplazamiento de la Guardia Civil y sus familias en la localidad del Valle de Ayala. Evidentemente, ahí no se movió nadie. Y con toda la entereza y dignidad se procedió a la reconstrucción del cuartel.


Acontecimientos como los que relato no se me olvidarán jamás, tanto por la gravedad de los hechos, como por el valor de aquellas gentes que mantuvieron el espíritu, dando ejemplo a los demás españoles que tratábamos de mantener, con honor, la presencia de España en la Euskadi del nacionalismo vasco, dónde unos movían el árbol y otros recogían las nueces.


En 1998, un comando de ETA asesinó a un gallego. Al subteniente Alfonso Parada Ulloa. Aun recuerdo a mi amigo, casi hermano, el Teniente Coronel Emiliano Gimeno, amigo del suboficial, en las dependencias del Hospital Público dónde ingresó cadáver. Aquel hombretón, fuerte y disciplinado, tenía los ojos arrasados por las lágrimas, cuando nos dimos un abrazo. Celebramos un funeral en el centro de la capital alavesa, que lo era también de la comunidad autónoma, sacamos el féretro a hombros, y pusimos a una plaza del barrio de Vitoria dónde vivía, y murió, el nombre de la víctima. Era la primera vez que esto sucedía. Pero es que algo estaba cambiando. El Gobierno Foral de Álava, del que yo formaba parte, y el consistorio municipal de Vitoria, eran constitucionalistas. Estos días, las riadas en Mallorca, otras veces el rescate en la alta montaña; un sinfín de veces velando por la seguridad vial en las carreteras. Todo ello hace que en los pueblos dónde todavía asientan casas cuartel de la Guardia Civil, las gentes no estén dispuestas a que razones de tipo organizativo eliminen dichos asentamientos. Son como los faros de la costa. Vigías que nos permiten descansar con la tranquilidad de su presencia.


Si alguien duda de mis argumentos, que indague las razones por las que los jóvenes, hombres y mujeres, que han conocido el Cuerpo, por razones de familia, desean formar parte del mismo, con todo orgullo y honor. En malos tiempos para la observancia de los valores, cuando todo es mercancía, desechable y precario, la Guardia Civil conserva su divisa, y nos hace sentir la esperanza sobre cómo las buenas raíces, sembradas en nuestra tierra, germinan con nuevas generaciones de gentes anónimas, pero que son lo mejor del paisanaje, en disposición de seguir la senda ejemplar de sus mayores.

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