Parábola de lo que viene
Un viajero quiere utilizar un transporte público sin billete. Y un vigilante de RENFE, armado de infinita paciencia, se presenta como el último, y humilde, dique de contención del orden y la racionalidad.
Este vídeo atroz, grabado en una estación de Renfe de Cataluña, demuestra cómo, durante los últimos años, a fuerza de socavar la legalidad democrática y de apelar a la desobediencia de las leyes, España se ha sumergido en un desierto ético en el que, en demasiados casos, las relaciones entre los ciudadanos no están marcadas por la cooperación o el entendimiento, sino por la bravuconería más zafia y la amenaza permanente a la utilización de la fuerza.
Tal y como ya señalaba hace meses Raúl González Zorrilla en su libro “Territorio Bildu”, “la caída en esta espiral de despropósitos y de destrucción moral de la que hablamos resulta fácil de entender. Si un bien supremo como el derecho a la vida es cómodamente quebrantado por criminales que posteriormente son de mil formas justificados, si quienes jamás han condenado un asesinato son situados en puestos de máxima responsabilidad política o si la tolerancia y la civilidad resultan habitualmente destrozadas por individuos que en muy escasas ocasiones reciben la sanción correspondiente, resulta razonablemente comprensible que, a fuerza de insistir en la ignominia, al final, en las calles de numerosos municipios se hayan impuesto colectivamente la vulgaridad más abyecta y la prepotencia más obscena como las opciones más rápidas para que cualquiera consiga lo que desea”.
Y, en ese mismo libro, mi compañero y director aquí, en La Tribuna del País Vasco, añadía: “la educación no es más que un baño de civilización que los individuos adquirimos para evitar los muchos roces, colisiones y conflictos que pueden surgir en sociedades complejas y plurales como las occidentales. Cuando esta pátina de seguridad se resquebraja tolerando lo inadmisible y justificando lo injustificable, se entra en una dramática caída hacia el envilecimiento que luego siempre resulta muy difícil, cuando no imposible, de detener. A lo largo de los años, se han roto todos los muros de contención de este torrente que nos lleva inevitablemente a las más altas cotas de la estulticia y de la miseria”.
“Cada vez que se falta al respeto a alguien coaccionándolo impunemente, en cada ocasión en la que se desprecia a los mayores insultándoles en la calle, en el momento en el que se atacan los valores que constituyen los ejes centrales sobre los que se vertebran nuestras comunidades, cuando se profanan monolitos o tumbas o se destrozan elementos simbólicos del mobiliario público, se están cometiendo actos delictivos que deben ser sancionados por la ley, pero, además, se está inyectando en el cuerpo social un acervo de comportamientos desaprensivos e indecentes que, en poco tiempo, siempre acaban por contaminar en mayor o menor medida todas las relaciones que vertebran y definen a una determinada comunidad”.
Amén.
Un viajero quiere utilizar un transporte público sin billete. Y un vigilante de RENFE, armado de infinita paciencia, se presenta como el último, y humilde, dique de contención del orden y la racionalidad.
Este vídeo atroz, grabado en una estación de Renfe de Cataluña, demuestra cómo, durante los últimos años, a fuerza de socavar la legalidad democrática y de apelar a la desobediencia de las leyes, España se ha sumergido en un desierto ético en el que, en demasiados casos, las relaciones entre los ciudadanos no están marcadas por la cooperación o el entendimiento, sino por la bravuconería más zafia y la amenaza permanente a la utilización de la fuerza.
Tal y como ya señalaba hace meses Raúl González Zorrilla en su libro “Territorio Bildu”, “la caída en esta espiral de despropósitos y de destrucción moral de la que hablamos resulta fácil de entender. Si un bien supremo como el derecho a la vida es cómodamente quebrantado por criminales que posteriormente son de mil formas justificados, si quienes jamás han condenado un asesinato son situados en puestos de máxima responsabilidad política o si la tolerancia y la civilidad resultan habitualmente destrozadas por individuos que en muy escasas ocasiones reciben la sanción correspondiente, resulta razonablemente comprensible que, a fuerza de insistir en la ignominia, al final, en las calles de numerosos municipios se hayan impuesto colectivamente la vulgaridad más abyecta y la prepotencia más obscena como las opciones más rápidas para que cualquiera consiga lo que desea”.
Y, en ese mismo libro, mi compañero y director aquí, en La Tribuna del País Vasco, añadía: “la educación no es más que un baño de civilización que los individuos adquirimos para evitar los muchos roces, colisiones y conflictos que pueden surgir en sociedades complejas y plurales como las occidentales. Cuando esta pátina de seguridad se resquebraja tolerando lo inadmisible y justificando lo injustificable, se entra en una dramática caída hacia el envilecimiento que luego siempre resulta muy difícil, cuando no imposible, de detener. A lo largo de los años, se han roto todos los muros de contención de este torrente que nos lleva inevitablemente a las más altas cotas de la estulticia y de la miseria”.
“Cada vez que se falta al respeto a alguien coaccionándolo impunemente, en cada ocasión en la que se desprecia a los mayores insultándoles en la calle, en el momento en el que se atacan los valores que constituyen los ejes centrales sobre los que se vertebran nuestras comunidades, cuando se profanan monolitos o tumbas o se destrozan elementos simbólicos del mobiliario público, se están cometiendo actos delictivos que deben ser sancionados por la ley, pero, además, se está inyectando en el cuerpo social un acervo de comportamientos desaprensivos e indecentes que, en poco tiempo, siempre acaban por contaminar en mayor o menor medida todas las relaciones que vertebran y definen a una determinada comunidad”.
Amén.