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Jueves, 25 de Abril de 2019 Tiempo de lectura:

El fin de Occidente tal y como lo conocíamos (Parte II)

[Img #15581]En nuestros días ha irrumpido y se ha desarrollado un concepto completamente nuevo, conocido como multiculturalismo. Este concepto en realidad no es otra cosa que la situación propia del gueto. El gueto multicultural no es tanto un tipo de sociedad, sino más bien la existencia de una sociedad al lado de la otra, o incluso de una sociedad en contra de la otra. Tal situación reproduce hoy lo que en los tiempos pasados era una competencia e incomprensión entre los diferentes grupos de población, donde unos grupos existían para dominar sobre otros.

 

Tengo que explicarme más.

 

Una parte esencial de Occidente era la cultura en el sentido cristiano de la palabra. El mundo del pensamiento, la guía para pensar y crear, en cambio, hoy se debe a la difusión cada vez más amplia del materialismo, el cual ha empujado al cristianismo obligándole a ponerse a la defensiva hasta tal punto de que, en el presente, dicho cristianismo está en peligro de extinción. Aquí no sólo hablo de la poderosa fuerza publicitaria de las creencias ateas, sino también de la secularización, supuestamente imparcial que, bajo el pretexto de la separación de la iglesia y lo civil, viene a establecer, no obstante, las condiciones básicas para la muerte del cristianismo. Porque la fe y la acción no pueden ser separadas, ya que son mutuamente dependientes. Lógicamente, su separación por un lado y la reducción artificial del sentimiento religioso a un asunto privado puro, por otro, conlleva la consecuencia de la disolución institucional de la iglesia. Y esto implica, por otra parte, toda acción pública, acción que va a ser emprendida exclusivamente en  términos humanos. 

 

La libertad de creencia derivada de esto es un dato que es saludado hoy en día como la base misma de la civilización moderna, pero esta libertad sólo puede ser utilizada por religiones que, como el cristianismo, resultan del proceso mismo del desarrollo del Estado y de la sociedad, que ya se implican mutuamente sin confundirse con la religión. Pero en relación con religiones como el Islam, que para muchos creyentes sigue siendo una totalidad inseparable, la libertad de religión conduce necesariamente a la confirmación de esta religión como modelo integral, con lo cual podrá acabar en la autodisolución de la misma secularidad.

 

Hay otra base de la ideología moderna cuya discusión sacude los fundamentos de Occidente: la relación entre los dos sexos.  De manera incondicional, la igualdad de sexos finalmente lograda también es saludada con alborozo, si bien hay que señalar que el mundo occidental siempre ha conocido una gran apreciación de la mujer, identificada por la veneración a María. Igualmente, el poder político y cultural de la mujer desde siglos XVII y XVIII ha ido en aumento hasta llegar finalmente a su igualdad jurídica en el presente. A partir de la pujanza del movimiento de emancipación femenina, llegó a postularse una relativización completa de los roles a través de la ideología de género, ideología que hace tambalearse los cimientos mismos de la sociedad occidental. Por un lado, una integración completa de la mujer en la vida laboral, posible solo por negación de la maternidad con todas las consecuencias fundamentales que eso acarrea para la familia, la educación y la demografía. Por otro lado, paradójicamente, los nuevos modelos de conducta limitan la posibilidad de todo fortalecimiento de las fuerzas sociales que se encuentran bajo la máscara de la autodeterminación femenina, mutando el estatus de la mujer, situándola en una posición a menudo pre-medieval y al hombre, por su parte, pasando de ser un gentleman a un "macho".

 

Entre los elementos más importantes para la cohesión social de los países occidentales también se incluye el manejo de la propia Historia. Al menos en Alemania es siempre problemático encontrar algo positivo con lo cual poder establecer una relación con su propia historia, y esto, que es comprensible en este país, sorprendentemente, también acaba siendo problemático en toda Europa. En el resto de Europa, año tras año, se cuestiona el orgullo por la propia identidad y el énfasis que se pone en los crímenes históricos va en aumento. Mientras, se está volviendo cada vez más absurdo mantener una responsabilidad colectiva, todo lo cual supone un proceso con graves consecuencias sociales y políticas.

 

Así, se tiene la creciente reducción de la historia al "rendir cuentas" en un momento en que la sensación crónica es la de que todo el pasado, en el peor de los casos, es censurable y, a la inversa, en el mejor de los contextos, el pasado sólo parece ser de interés en la medida en que produjo teleológicamente la sociedad "moderna". La cultura y la educación, inevitablemente orientadas al pasado, son, por lo tanto, demasiado infames a los ojos de todo el mundo. Los términos mutan y se utilizan en los principales medios de comunicación de los Estados Unidos y en la cultura de masas moderna para ridiculizar cotidianamente la necedad de nuestro pasado.

 

Al mismo tiempo, la crisis de Europa se debe a esta patología de la autocrítica pero también a una moralización peligrosa en cualquier toma de decisiones políticas: la seguridad duradera, la propia para asumir la culpa y aprender de la historia, implica cada vez más un compromiso moral y ético, pero la inviolabilidad de determinados puntos de vista particulares promueve la cultura del insulto permanente, una actitud llevada a cabo por grupos marginales -real o imaginariamente- perseguidos que hacen que cualquier diálogo hecho con objetividad resulte imposible.

 

En este contexto, el proyecto ya parece casi terminado: se ha dado la  transición de la política burguesa, típica del modelo occidental de sociedad, a la tecnocracia de  la élite “aclamatoria", transición hecha bajo el disfraz de la defensa de los valores democrático-pluralistas con vistas a aumentar la infantilización del ciudadano y acentuar su falta de poder.

 

Aparentemente, vamos a mantener todas las instituciones democráticas básicas, incluso a profundizarlas, pero la combinación de la democracia parlamentaria, la confusión institucional, la campaña electoral permanente, la obsesión ultraliberal por los "mercados" y la delegación en ellos de los poderes públicos, la violencia de las instituciones internacionales sólo para disminuir la participación política del pueblo, y el ascenso de un pequeño grupo de políticos profesionales, que a pesar de su respectiva afiliación partidaria apenas engañan sobre el acuerdo ideológico básico que hay entre ellos... Un consenso que poco a poco es el consenso políticamente correcto de los "valores occidentales", identificado con el concepto de estado de derecho como tal, en unión con los medios de comunicación, tanto como los sistemas educativos, y con la inevitable consecuencia de lo que ese significado –vacío- supone: la instrumentalización del "Occidente". Así, muchos ciudadanos están obligados a actuar ya, sea enajenando su propia identidad o volviéndose extremistas.

 

La consecuencia de estos desarrollos está en todas partes y es bastante tangible: Occidente ya no tiene fe en sí mismo y perdió la fe en su futuro; esos aspectos nunca fueron cuantificables, pero aún así, en todas las expresiones de la vida son perceptibles. En Occidente tuvimos una importante, irremplazable, convicción de ser protagonistas de la historia de la humanidad y esto por obra de nuestra propia concepción del mundo, a la cual Occidente añadió una dimensión inconfundible y única. Pero esta convicción es completamente diferente de la actual inclusión niveladora del infame posibilismo o de la neurótica unilateralidad del nacionalismo ciego.  Esta tiene el carácter trágico de una confesión, no destinada sólo a proclamar las grandes hazañas, sino también a incidir en los lados oscuros de nuestro propio pasado, lo cual no debe llevarnos  a la negación, idealización, instrumentalización o autonegación, sino más bien como asunción de aquello que, siendo, como es, lo más lamentable de ese pasado y aquello que hay que superar, sigue siendo no obstante una parte necesaria de la propia identidad

 

De Occidente es esta afirmación, tan orgullosa como trágica de la propia identidad, el orgullo con el que una vez la clásica Atenas alabó: "para bien o para mal, los monumentos eternos de su presencia son terribles en todas partes". Pues bien: esto casi completamente ha desaparecido.

 

En lugar de eso, una vez que gran parte del "impulso fáustico" se ha agotado, el cansancio de quien se odia a sí mismo y que ya ha machacado a muchos ciudadanos, nos lleva no sólo a aceptar fatalmente la disolución que se aproxima, sino incluso a fingir ser moralizantes suscribiendo la autocrítica y, por lo tanto, inconscientemente, contribuyendo a acelerar el curso de las cosas.

 

¿Puede recuperarse Occidente de esta crisis?

 

Eso es improbable, especialmente mientras que una parte de la población ignore el colapso inminente y opte siempre por el aplazamiento de la decisión política fundamental más urgente, mientras que otra parte de la sociedad elogie irresponsablemente, como en sueños, el tiempo en que el Occidente, el cristianismo y el ser de raza blanca se consideraban sinónimos, y Occidente se veía además dotado de una fuerza bruta suficiente para responder a las amenazas.

 

Además, las raíces históricas de nuestra propia cultura en las últimas dos generaciones se han roto de tal manera en su conexión orgánica con el pasado, que ya casi no se puede pensar en otra cosa que en tal ruptura, especialmente desde que el constante crecimiento del número de ciudadanos de origen no europeo únicamente nos lleva a identificarnos con este pasado como reacción.

 

Incluso si Occidente está –literalmente- en el último minuto de su existencia, al menos los rudimentos deben existir para salvar esa cultura occidental que está más allá de cualquier civilización de masas occidental exportable para distinguir su alma real, inconfundible, que deberá asumir con respeto a extrañas ideas que, no obstante, serán tan sumamente poderosas. Estas nuevas ideas  ya no se asimilan, sino que, a lo sumo, por referencia a un denominador común, tendrán que ser integradas de manera significativa en lo que quede de nuestra civilización, y puede llevar a un nuevo concepto Occidente considerado como una cultura vivida en un sentido puramente abstracto. Occidente se va a ver impulsado culturalmente, entonces, de una manera puramente abstracta, por así decirlo. La base de las discrepancias se está reduciendo. Esto plantea la cuestión de hasta qué punto Occidente puede, en un momento para un proceso tan difícil y que exige tanta cautela, hacer una redefinición prolongada de su identidad cultural que vaya más allá del autoabandono o las ilusiones reaccionarias residuales.

 

Porque el fundamento -en rápido crecimiento- para el colapso también depende de una pérdida masiva de esa confianza mutua, sin la cual no puede haber sociedad; la confianza que puede reemplazar el egoísmo, el extremismo y el resentimiento.

 

Seguro, yo apostaría por ello. Hay razones para temer que la actual tensión e insatisfacción, alimentada por una injusticia económica flagrante, la impotencia de una parálisis interna en el panorama político y el miedo de todos los implicados a perder el último remanente de su "propia" identidad, se descargan cada vez más en actos de violencia abierta, ahora y en todas partes. También, subconscientemente, se puede temer una guerra civil, una conflagración de la que se puede esperar que se lleve el último remanente de un consenso sobre los valores, consenso que será entonces eliminado.

 

Y quienquiera que salga victorioso valdrá: el establecimiento de un régimen autoritario para lograr así el restablecimiento violento de la ley y el orden. La paz y la prosperidad parecen inevitables, como hace 2000 años, cuando la República Romana, en medio de su crisis y destinada a la desaparición en condiciones análogas a las de ahora en Occidente, tras décadas de guerras civiles y tras el establecimiento de la dictadura militar de Augusto. Esto era así para sus contemporáneos, así de renovador en Roma, como ya ahora, en nuestro tiempo, parece también regenerador y se habla de populismo. Candidatos como Trump, Putin o Le Pen hacen suya la reivindicación de defender los valores occidentales

 

Pero podría ser un triste Occidente, éste que de las cenizas de nuestro mundo de hoy resultará mañana. Tal vez se haga rico, poderoso, y se convierta en una civilización consciente de su historia, como una vez lo fue, pero será una civilización unida sólo a partir de un modelo: un descenso de nivel, emprendido para prevenir el fratricidio y con el abandono de la libertad como pago a cambio de ello; libertad que es realmente el valor más importante de toda sociedad humana, no sólo de la occidental.

 

(*) David Engels, catedrático de Historia Antigua de Roma en la Universidad Libre de Bruselas, trabaja actualmente en el Instituto Zachodni, de Polonia. Es presidente de la Sociedad Internacional Oswald Spengler para el Estudio de la Humanidad y de la Historia Mundial.

 

Consultar. El fin de Occidente tal y como lo conocíamos (1ª Parte)

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