Regresismo
Se ha definido el regresismo como una mentalidad opuesta al progreso de la humanidad que busca retroceder en los avances conseguidos. Se hace difícil concebir una mentalidad semejante que no busque un efecto pernicioso, consciente o inconscientemente. Algún autor ha mencionado que ha observado cierta alegría por el mal y el sufrimiento ajeno en los regresistas.
No podemos estar en desacuerdo. El mismo autor (del que lamento no saber el nombre para mencionarlo) refiere que hay mucha izquierda que se proclama progresista y que no lo es.
El progresismo, ser progresista, no deja de ser, a ojos de la realidad, un reflejo inverso del regresismo, esto es, Dorian Gray mirándose en el espejo: aparenta juventud y belleza pero la verdad, que devuelve la imagen del espejo, está podrida.
Y no es que el regresismo esté presente en mucha izquierda: es consustancial a la izquierda, inherente a su ideología y connatural a sus planteamientos. El regresismo es la izquierda, y la izquierda no es progresista, aunque se hayan adueñado del término como de tantos otros, sino que es profundamente regresista.
El mantra de la izquierda, el más utilizado, el más perverso, es precisamente calificarse a sí misma de progresista, cuando defiende principios regresistas, profundamente retrógrados. No sólo sus planteamientos son retrógrados, sino que a medida que avanza la sociedad, son, en una ecuación inversa, cada vez más reaccionarios, pues los principios básicos de la izquierda se van quedando progresivamente más rancios, anticuados e ineficaces frente a una realidad que progresa ajena a ellos.
Salman Rushdie ya ha definido a parte de la izquierda como regresista. Se ha quedado corto, como no puede ser de otro modo en alguien que pretende sobrevivir en la selva "progresista" de Nueva York. No es parte de la izquierda, es la izquierda global la que es profundamente regresista y la que incide cada día con mayor ahínco en el regresismo.
Se presenta como lo contrario, basta enarbolar la bandera progresista para que cualquier idiota se considere satisfecho consigo mismo, reciba su palmadita en la espalda y la benevolencia de los apóstoles del pensamiento políticamente correcto, el nuevo totalitarismo.
Como menciona Juan Carlos Viloria en un artículo de 2017, basta autocalificarse "progresista" para sentirse moderno y solidario. Pero rechazar la globalización económica, desconfiar y someter al sector privado en favor de lo público y criticar e incluso descalificar la democracia liberal, ¿es realmente lo moderno, lo progresista, lo que lleva al futuro o no es, en el fondo, más que volver a los rancios, fracasados y estúpidos principios socialistas de siempre?
El autor cuyo nombre desconozco menciona que para ser regresista hay que tener algún fondo de maldad. No puede ser de otro modo para personas que saben perfectamente lo que atacan y lo que pretenden conseguir, pero no es menos cierto que muchos se califican como progresistas sencillamente para ser bien considerados en su entorno y sin profundizar en su reflexión. A esto contribuyen evidentemente una educación sometida a los dictados de la izquierda desde hace décadas en todo Occidente y que ha devaluado la educación hasta los límites inferiores de la mediocridad y un auténtico ejército de medios de propaganda que no dejan de bombardear continuamente con su mensaje vesánico e inicuo (desde The New York Times a El País, pasando por todas las televisiones españolas). Esto ha contribuido a que muchos no sepan lo que defienden cuando se definen a sí mismos como progresistas o cuando aceptan los discursos de los políticos que se autodefinen progresistas.
Víctimas del pensamiento de la inferioridad del que hablo en mi libro MXX. La batalla por la libertad, reprimen sus propias ideas, a las que los llevaría el mínimo sentido común, operando en su mente tales restricciones del mismo modo que contaba Freud que reprimimos ciertas ideas que no son aceptadas por nosotros mismos, expulsándolas de la conciencia en una brutal contradicción interna al suponer que no serán aceptadas por la sociedad que nos rodea. El regresismo de la izquierda opera del mismo modo, provocando la expulsión de los anhelos íntimos y promoviendo la aceptación de un relativismo exacerbado que atenta contra la verdad y contra la razón.
La represión íntima de la que hablamos opera de la misma forma que la represión de la sexualidad, colocando a una parte del individuo fuera de la razón, exacerbando la emoción política por encima del egoísmo sano que toda persona debe tener para vivir lo mejor posible de acuerdo a sus deseos y provocando consecuentemente el odio necesario al otro. Freud definía los conflictos psíquicos como guerras civiles en la política. Se llega así al mismo resultado final: alteraciones severas en el gobierno de los individuos que no pueden ser superados sino en base a una hipocresía brutal.
Ese control violento de la realidad psíquica conlleva unas fuerzas tiránicas que no dejan al individuo cambiar de vida, aunque ésta sea muy poco satisfactoria, de modo que estas fuerzas perpetúan al sujeto en el sufrimiento, en sus principios regresistas. Se crea de esta manera una resistencia total al pensamiento abierto, a aceptar lo nuevo, a aceptar al otro y la intolerancia a todo lo que no sea el marco mental propio, estrecho como las orejeras de las bestias.
Por eso son intelectual y emocionalmente incapaces de aceptar el principio máximo de libertad que definiera el Marqués de Lafayette: la libertad consiste en todo lo que no lesione a otro.
Consecuencia inherente a lo anterior, hoy la conciencia sobre la lesión propia en forma de victimismo se ha exacerbado hasta límites mucho más allá de la esquizofrenia, de tal modo que todo el mundo quiere considerarse víctima de algo y se incita a confiar sólo en lo que siente en lugar de incitar a hacer un esfuerzo de racionalidad. La exaltación de la emoción sobre lo racional, del temor sobre la ambición, ha provocado un miedo irreflexivo al otro y al pensamiento del otro, que en cualquier momento puede atentar contra nuestro pensamiento e insuflar mayores dosis de victimismo en generaciones vencidas por la educación mediocre y el abuso de la propaganda, tan nocivas como las drogas. Se manifiesta en una encuesta según la cual la mayoría de estudiantes universitarios norteamericanos no quieren estar expuestos a ideas intolerantes u ofensivas. ¿Qué los jóvenes quieren ser protegidos contra otras ideas? Hitler o Lenin no podían soñar un campo abonado más propicio para sus ideas. Por eso ahora vemos a los jóvenes norteamericanos apoyar movimientos como Black Lives Matter o Antifa, profundamente fascistas aunque se declaren, como hemos visto más arriba, antifascistas (el espejo de Dorian Gray). Olvidan que para ser fascista hay que ser antes socialista, y sólo la ignorancia les impide saber que el fascismo nació precisamente de las mismas ideas que ahora apoyan y consideran salvadoras.
Intransigentes con el pensamiento del otro, cualquier diferencia con su pensamiento supone un trauma inadmisible, un maltrato o un abuso. Aunque no lo sea objetivamente, si el individuo así quiere sentirlo, será suficiente para considerar inadmisible cualquier otro punto de vista, puesto que le habrá supuesto una ofensa. Es una forma cínica e hipócrita de censura que, si en el individuo concreto supone una tara mental y emocional, trasladada al colectivo implica la creación de un grupo ajeno a la sociedad que lo rodea y profundamente hostil a ella.
De este modo, la víctima siempre tiene la razón o debe ser asistida aunque no la tenga y el pensamiento que ha supuesto su sufrimiento ha de ser anulado, sin valorar ni su racionalidad ni la libertad del oponente. La víctima se convierte en verdugo aunque, al igual otra vez que Dorian Gray, siga viéndose como víctima, pero el reflejo en el espejo no miente.
Este regresismo mental y moral supone un retroceso de siglos en la mentalidad humana, un regreso a formas de vida coartadas por limitaciones al pensamiento y al deseo propios. Incita el pensamiento de la inferioridad y las tendencias depravadas del ser humano y encasilla en grupos a los individuos para que dejen de ser una persona y ser conviertan en partes de un colectivo que pueda ser manipulado y dirigido (no se puede dirigir un grupo anárquico, hay que mantenerlo unido con los perros guardianes). Cualquier alternativa colectivista a la individualidad es un regreso a formas de vida inferiores, a formas socialistas de vida. Un regreso al pasado.
Ese victimismo enfermizo provoca el deseo irrefrenable de seguridad que lleva a la creencia en nuevos dioses que, en tiempo de descreimiento teológico, sólo tienen cabida (al menos hasta que otro iluminado invente otra cosa) en el Estado, por lo que no es casual ni extraña la colusión de la izquierda con otras formas de pensamiento inferior, limitativo e incompatibles con la democracia: el identarismo y el islam.
Se dice que el socialismo es internacionalista para no identificarlo con el identarismo, pero además de los ejemplos obvios en nuestro país, basta considerar la historia para desmentir tal afirmación. Fueron profundamente nacionalistas la Italia fascista (socialista) y la Alemania nacional-socialista, y se olvida que también fue nacionalista la URSS, como ahora lo son Cuba o Venezuela o Corea del Norte.
La opresión siempre necesita un marco limitado para ser operativa.
Decía hace poco en un afortunado artículo Antonini de Jiménez que fuera de la realidad, el infierno, y así ha sido, agudizándose la enajenación tras la pandemia. Si hace poco clamábamos "es la sociedad civil, idiota" a un presuntuoso ex ministro español, de poco sirven los llamamientos a desplazar la careta de los Estados para desvelar la verdad: que la pandemia ha sido provocada por la ineficacia estatal (o por la voluntad estatal, está por ver, lo que sería aún peor, pero no sería la primera ni la última vez), que la ineficacia estatal ha sido causante de miles de muertes y de la extensión de la pobreza (evidente el ejemplo de España), habiendo sido combatida mejor por aquellos países con Estados más pequeños: Corea del Sur, Taiwan, Singapur...
Decía el mismo autor que el desenfreno informático sin anclaje en la realidad lleva a ese infierno, el que estamos viviendo, donde estamos creyendo que los servicios insostenibles, gigantescos e ineficaces son imprescindibles, que es una suerte poder pedir ingentes cantidades de dinero como adolescentes pedigüeños y consentidos a una Europa que vive de generar dinero como si éste surgiera de la nada, y que las políticas que sostienen toda esta industria política que obliga a exprimir a la población productora es un mundo bien ordenado. Y muchos, la mayoría, creen este cuento como cuando eran niños creían en Caperucita. No hay apenas diferencia en los esquemas mentales de la fe.
El Estado, culpable de la mayor parte de nuestros males, no sólo ocupa el lugar de los mercados, sino que ocupa tantos ámbitos ya de nuestra vida que nos asfixia hasta el punto de hacernos creer que no puede haber nada más allá de él, que su ausencia sería aún peor que su opresivo aplastamiento y culpa a políticos concretos de lo que es culpa del sistema, cuando la realidad muestra que cuanto más grande es un Estado más ineficiente, y que cuanto más socialista es, más ineficiente aún y más opresivo. Del monopolio de la fuerza, origen y causa del Estado, ha pasado a ser el monopolio de la recaudación, de la propaganda, de la justicia, de la sanidad, de la educación, de la forma de vida e incluso, como vemos, de las creencias. Como a monos en un circo, nos entretienen con una sabia mezcla de miedo y de entretenimiento y nos mostramos tan contentos que cantamos Viva la gente.
Pero la apariencia algodonosa de sus cánticos no puede esconder que, deconstruidos los procedimientos racionales, se fomenta la cultura de la cancelación, de la denuncia, de la opresión, de la muerte civil, del homo sacer. Sus mensajes son una expendeduría de promesas basura. Su falsa supremacía moral no es más que otra hipocresía atroz, otra cínica mentira del regresismo, otra coartada que oculta la verdad.
Y el proceso culmina con dos vueltas de tuerca imprescindibles: el empobrecimiento general, provocado por su ineficiencia y buscado deliberadamente en los casos más obscenos, como en nuestro país, y la consagración de la mediocridad y de la pobreza como epítomes que acusan a la democracia de no cumplir sus promesas, generando la desconfianza en el sistema democrático, (que ha creado la civilización más avanzada de la historia), pues es la base para agrandar aún más el poder estatal que crece sobre sí mismo en bucle, en una suerte de círculo vicioso de obesidad mórbida que algún día colapsará.
Así, el pensamiento progresista es, en realidad, regresista, y nos quiere conducir directamente a la opresión primero y a la debacle definitiva después. Sus mentiras empobrecen y matan. Matan la prosperidad posible y asesinan la que hay hasta dejar convertida la sociedad en un páramo.
Se ha definido el regresismo como una mentalidad opuesta al progreso de la humanidad que busca retroceder en los avances conseguidos. Se hace difícil concebir una mentalidad semejante que no busque un efecto pernicioso, consciente o inconscientemente. Algún autor ha mencionado que ha observado cierta alegría por el mal y el sufrimiento ajeno en los regresistas.
No podemos estar en desacuerdo. El mismo autor (del que lamento no saber el nombre para mencionarlo) refiere que hay mucha izquierda que se proclama progresista y que no lo es.
El progresismo, ser progresista, no deja de ser, a ojos de la realidad, un reflejo inverso del regresismo, esto es, Dorian Gray mirándose en el espejo: aparenta juventud y belleza pero la verdad, que devuelve la imagen del espejo, está podrida.
Y no es que el regresismo esté presente en mucha izquierda: es consustancial a la izquierda, inherente a su ideología y connatural a sus planteamientos. El regresismo es la izquierda, y la izquierda no es progresista, aunque se hayan adueñado del término como de tantos otros, sino que es profundamente regresista.
El mantra de la izquierda, el más utilizado, el más perverso, es precisamente calificarse a sí misma de progresista, cuando defiende principios regresistas, profundamente retrógrados. No sólo sus planteamientos son retrógrados, sino que a medida que avanza la sociedad, son, en una ecuación inversa, cada vez más reaccionarios, pues los principios básicos de la izquierda se van quedando progresivamente más rancios, anticuados e ineficaces frente a una realidad que progresa ajena a ellos.
Salman Rushdie ya ha definido a parte de la izquierda como regresista. Se ha quedado corto, como no puede ser de otro modo en alguien que pretende sobrevivir en la selva "progresista" de Nueva York. No es parte de la izquierda, es la izquierda global la que es profundamente regresista y la que incide cada día con mayor ahínco en el regresismo.
Se presenta como lo contrario, basta enarbolar la bandera progresista para que cualquier idiota se considere satisfecho consigo mismo, reciba su palmadita en la espalda y la benevolencia de los apóstoles del pensamiento políticamente correcto, el nuevo totalitarismo.
Como menciona Juan Carlos Viloria en un artículo de 2017, basta autocalificarse "progresista" para sentirse moderno y solidario. Pero rechazar la globalización económica, desconfiar y someter al sector privado en favor de lo público y criticar e incluso descalificar la democracia liberal, ¿es realmente lo moderno, lo progresista, lo que lleva al futuro o no es, en el fondo, más que volver a los rancios, fracasados y estúpidos principios socialistas de siempre?
El autor cuyo nombre desconozco menciona que para ser regresista hay que tener algún fondo de maldad. No puede ser de otro modo para personas que saben perfectamente lo que atacan y lo que pretenden conseguir, pero no es menos cierto que muchos se califican como progresistas sencillamente para ser bien considerados en su entorno y sin profundizar en su reflexión. A esto contribuyen evidentemente una educación sometida a los dictados de la izquierda desde hace décadas en todo Occidente y que ha devaluado la educación hasta los límites inferiores de la mediocridad y un auténtico ejército de medios de propaganda que no dejan de bombardear continuamente con su mensaje vesánico e inicuo (desde The New York Times a El País, pasando por todas las televisiones españolas). Esto ha contribuido a que muchos no sepan lo que defienden cuando se definen a sí mismos como progresistas o cuando aceptan los discursos de los políticos que se autodefinen progresistas.
Víctimas del pensamiento de la inferioridad del que hablo en mi libro MXX. La batalla por la libertad, reprimen sus propias ideas, a las que los llevaría el mínimo sentido común, operando en su mente tales restricciones del mismo modo que contaba Freud que reprimimos ciertas ideas que no son aceptadas por nosotros mismos, expulsándolas de la conciencia en una brutal contradicción interna al suponer que no serán aceptadas por la sociedad que nos rodea. El regresismo de la izquierda opera del mismo modo, provocando la expulsión de los anhelos íntimos y promoviendo la aceptación de un relativismo exacerbado que atenta contra la verdad y contra la razón.
La represión íntima de la que hablamos opera de la misma forma que la represión de la sexualidad, colocando a una parte del individuo fuera de la razón, exacerbando la emoción política por encima del egoísmo sano que toda persona debe tener para vivir lo mejor posible de acuerdo a sus deseos y provocando consecuentemente el odio necesario al otro. Freud definía los conflictos psíquicos como guerras civiles en la política. Se llega así al mismo resultado final: alteraciones severas en el gobierno de los individuos que no pueden ser superados sino en base a una hipocresía brutal.
Ese control violento de la realidad psíquica conlleva unas fuerzas tiránicas que no dejan al individuo cambiar de vida, aunque ésta sea muy poco satisfactoria, de modo que estas fuerzas perpetúan al sujeto en el sufrimiento, en sus principios regresistas. Se crea de esta manera una resistencia total al pensamiento abierto, a aceptar lo nuevo, a aceptar al otro y la intolerancia a todo lo que no sea el marco mental propio, estrecho como las orejeras de las bestias.
Por eso son intelectual y emocionalmente incapaces de aceptar el principio máximo de libertad que definiera el Marqués de Lafayette: la libertad consiste en todo lo que no lesione a otro.
Consecuencia inherente a lo anterior, hoy la conciencia sobre la lesión propia en forma de victimismo se ha exacerbado hasta límites mucho más allá de la esquizofrenia, de tal modo que todo el mundo quiere considerarse víctima de algo y se incita a confiar sólo en lo que siente en lugar de incitar a hacer un esfuerzo de racionalidad. La exaltación de la emoción sobre lo racional, del temor sobre la ambición, ha provocado un miedo irreflexivo al otro y al pensamiento del otro, que en cualquier momento puede atentar contra nuestro pensamiento e insuflar mayores dosis de victimismo en generaciones vencidas por la educación mediocre y el abuso de la propaganda, tan nocivas como las drogas. Se manifiesta en una encuesta según la cual la mayoría de estudiantes universitarios norteamericanos no quieren estar expuestos a ideas intolerantes u ofensivas. ¿Qué los jóvenes quieren ser protegidos contra otras ideas? Hitler o Lenin no podían soñar un campo abonado más propicio para sus ideas. Por eso ahora vemos a los jóvenes norteamericanos apoyar movimientos como Black Lives Matter o Antifa, profundamente fascistas aunque se declaren, como hemos visto más arriba, antifascistas (el espejo de Dorian Gray). Olvidan que para ser fascista hay que ser antes socialista, y sólo la ignorancia les impide saber que el fascismo nació precisamente de las mismas ideas que ahora apoyan y consideran salvadoras.
Intransigentes con el pensamiento del otro, cualquier diferencia con su pensamiento supone un trauma inadmisible, un maltrato o un abuso. Aunque no lo sea objetivamente, si el individuo así quiere sentirlo, será suficiente para considerar inadmisible cualquier otro punto de vista, puesto que le habrá supuesto una ofensa. Es una forma cínica e hipócrita de censura que, si en el individuo concreto supone una tara mental y emocional, trasladada al colectivo implica la creación de un grupo ajeno a la sociedad que lo rodea y profundamente hostil a ella.
De este modo, la víctima siempre tiene la razón o debe ser asistida aunque no la tenga y el pensamiento que ha supuesto su sufrimiento ha de ser anulado, sin valorar ni su racionalidad ni la libertad del oponente. La víctima se convierte en verdugo aunque, al igual otra vez que Dorian Gray, siga viéndose como víctima, pero el reflejo en el espejo no miente.
Este regresismo mental y moral supone un retroceso de siglos en la mentalidad humana, un regreso a formas de vida coartadas por limitaciones al pensamiento y al deseo propios. Incita el pensamiento de la inferioridad y las tendencias depravadas del ser humano y encasilla en grupos a los individuos para que dejen de ser una persona y ser conviertan en partes de un colectivo que pueda ser manipulado y dirigido (no se puede dirigir un grupo anárquico, hay que mantenerlo unido con los perros guardianes). Cualquier alternativa colectivista a la individualidad es un regreso a formas de vida inferiores, a formas socialistas de vida. Un regreso al pasado.
Ese victimismo enfermizo provoca el deseo irrefrenable de seguridad que lleva a la creencia en nuevos dioses que, en tiempo de descreimiento teológico, sólo tienen cabida (al menos hasta que otro iluminado invente otra cosa) en el Estado, por lo que no es casual ni extraña la colusión de la izquierda con otras formas de pensamiento inferior, limitativo e incompatibles con la democracia: el identarismo y el islam.
Se dice que el socialismo es internacionalista para no identificarlo con el identarismo, pero además de los ejemplos obvios en nuestro país, basta considerar la historia para desmentir tal afirmación. Fueron profundamente nacionalistas la Italia fascista (socialista) y la Alemania nacional-socialista, y se olvida que también fue nacionalista la URSS, como ahora lo son Cuba o Venezuela o Corea del Norte.
La opresión siempre necesita un marco limitado para ser operativa.
Decía hace poco en un afortunado artículo Antonini de Jiménez que fuera de la realidad, el infierno, y así ha sido, agudizándose la enajenación tras la pandemia. Si hace poco clamábamos "es la sociedad civil, idiota" a un presuntuoso ex ministro español, de poco sirven los llamamientos a desplazar la careta de los Estados para desvelar la verdad: que la pandemia ha sido provocada por la ineficacia estatal (o por la voluntad estatal, está por ver, lo que sería aún peor, pero no sería la primera ni la última vez), que la ineficacia estatal ha sido causante de miles de muertes y de la extensión de la pobreza (evidente el ejemplo de España), habiendo sido combatida mejor por aquellos países con Estados más pequeños: Corea del Sur, Taiwan, Singapur...
Decía el mismo autor que el desenfreno informático sin anclaje en la realidad lleva a ese infierno, el que estamos viviendo, donde estamos creyendo que los servicios insostenibles, gigantescos e ineficaces son imprescindibles, que es una suerte poder pedir ingentes cantidades de dinero como adolescentes pedigüeños y consentidos a una Europa que vive de generar dinero como si éste surgiera de la nada, y que las políticas que sostienen toda esta industria política que obliga a exprimir a la población productora es un mundo bien ordenado. Y muchos, la mayoría, creen este cuento como cuando eran niños creían en Caperucita. No hay apenas diferencia en los esquemas mentales de la fe.
El Estado, culpable de la mayor parte de nuestros males, no sólo ocupa el lugar de los mercados, sino que ocupa tantos ámbitos ya de nuestra vida que nos asfixia hasta el punto de hacernos creer que no puede haber nada más allá de él, que su ausencia sería aún peor que su opresivo aplastamiento y culpa a políticos concretos de lo que es culpa del sistema, cuando la realidad muestra que cuanto más grande es un Estado más ineficiente, y que cuanto más socialista es, más ineficiente aún y más opresivo. Del monopolio de la fuerza, origen y causa del Estado, ha pasado a ser el monopolio de la recaudación, de la propaganda, de la justicia, de la sanidad, de la educación, de la forma de vida e incluso, como vemos, de las creencias. Como a monos en un circo, nos entretienen con una sabia mezcla de miedo y de entretenimiento y nos mostramos tan contentos que cantamos Viva la gente.
Pero la apariencia algodonosa de sus cánticos no puede esconder que, deconstruidos los procedimientos racionales, se fomenta la cultura de la cancelación, de la denuncia, de la opresión, de la muerte civil, del homo sacer. Sus mensajes son una expendeduría de promesas basura. Su falsa supremacía moral no es más que otra hipocresía atroz, otra cínica mentira del regresismo, otra coartada que oculta la verdad.
Y el proceso culmina con dos vueltas de tuerca imprescindibles: el empobrecimiento general, provocado por su ineficiencia y buscado deliberadamente en los casos más obscenos, como en nuestro país, y la consagración de la mediocridad y de la pobreza como epítomes que acusan a la democracia de no cumplir sus promesas, generando la desconfianza en el sistema democrático, (que ha creado la civilización más avanzada de la historia), pues es la base para agrandar aún más el poder estatal que crece sobre sí mismo en bucle, en una suerte de círculo vicioso de obesidad mórbida que algún día colapsará.
Así, el pensamiento progresista es, en realidad, regresista, y nos quiere conducir directamente a la opresión primero y a la debacle definitiva después. Sus mentiras empobrecen y matan. Matan la prosperidad posible y asesinan la que hay hasta dejar convertida la sociedad en un páramo.