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Pablo Mosquera
Sábado, 10 de Octubre de 2020 Tiempo de lectura:

Mi deuda con la Guardia Civil

Un 17 de septiembre del 2002 regresé a mi Galicia natal. En aquella mañana de martes no sólo despedíamos los últimos días del verano, iba a tener lugar en el Hospital de la Costa sito en Burela, mi toma de posesión como Director Gerente.

 

Tras doce años sufriendo amenazas de ETA y sus cómplices, había tomado la decisión de abandonar Euskadi y la política, para aceptar ser útil con mis conocimientos médicos fruto de una dilatada trayectoria profesional entre Madrid, Barcelona, Gerona, Vitoria, Burgos y Tenerife.

 

Pero por encima de todo subyacían dos hechos sobre los que me pasé mis vacaciones reflexionando. Llevaba demasiado tiempo jugando a la ruleta rusa y pagando sus consecuencias. Era objetivo constante de los comandos de ETA. Podía permitirme, por mi historial profesional, vivir sin la política, renunciar a los cargos públicos, marcharme por voluntad propia, cuestión que muy pocos políticos solían hacer. Tanto fue así que tuve consejos y opiniones que me decían: "Pero cómo dejas lo que tienes en el Gobierno Foral de Álava...".

 

Aquella mañana tuve muchas y buenas sensaciones. Me sentía libre. Hacía felices a las personas que más habían sufrido mis riesgos. Regresaba a mis orígenes. De ahí que recuerde con especial impacto emocional aquellas dos frases que pronuncié en el salón de actos del Hospital, con su aforo repleto entre gentes de la provincia luguesa y de Álava. "Un gallego es un ser vivo que siempre está de paso hasta que vuelve a casa". "Mi agradecimiento a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, aquí representadas por mis amigos Plácido Paz y Suso Rey, a los que debo la vida por sus servicios de protección a mi persona".

 

Plácido Paz era el capitán de la Guardia Civil con sede en el acuartelamiento de Burela. Lo conocía desde hacía años. Era un paisano alegre y cariñoso. Había estado destinado en aquella Euskadi por la que tantos gallegos habían pasado para trabajar y en su caso para una vida de servicio público.

 

Durante mis doce años con escolta, mi refugio de seguridad era mi casa en San Ciprián. Cuando llegaba a mi Mariña, los miembros del servicio para mi seguridad comunicaban con la Guardia Civil de Burela, que procedía a efectuar un barrido sobre personas que pudieran estar en La Mariña procedentes de aquella Euskadi exportadora de asesinos. No sería la primera vez que en tal operativo descubrían gentes vascas con antecedentes sospechosos. Solíamos coincidir Calvo Sotelo en Ribadeo, Rodrigo Rato en Viveiro, y yo mismo en San Ciprián. Tres codiciadas piezas.

 

Pero mis palabras de agradecimiento iban más allá de mi amistad personal con Plácido y Suso. Era la constancia pública, ante gallegos y vascos, de cómo personas como yo, para poder hacer un servicio a España, nos habíamos jugado la vida, y nos la protegían aquellos españoles que la estaban dando constantemente desde un junio de 1968 cuando en una carretera de Vizcaya, el agente de la Guardia Civil, José Antonio Pardines Arcay, natural de Malpica, fue tiroteado por un asesino de ETA. Por cierto, aquel chaval- polilla, hijo y nieto del Cuerpo- había pasado parte de su infancia en San Ciprián, por ser su padre brigada en la "aduana" de mi pueblo.  

 

Con Plácido siempre celebraba El Pilar. Me trataban como uno más. Sabían de mi compromiso con el Benemérito Instituto. Me llenaba de emoción cantar, al final de la misa en Burela, el himno que había cantado tantas veces desde el acuartelamiento de Sansomendi en Vitoria, al lado de otro hermano: el teniente coronel Emiliano Gimeno, al que me unía una profunda amistad, gratitud y respeto. El me había enseñado qué significaba tener por divisa el honor. Y así me lo recordó cuando me impuso la insignia de oro de la Guardia Civil: "¡Llévala con honor!". Creo que siempre lo hice, pues además aprendí que cuando se pierde el honor, ya nunca más se recupera.

 

Emiliano era un hombretón de origen maño. Todo corazón y con una hoja de servicios que le acreditaba como veterano servidor público y experto en las tareas de lucha contra el terrorismo. Me reclutó para la causa. Ambos tuvimos y compartimos momentos muy duros, donde la muerte acechaba o teníamos que enterrar a un compañero. El último guardia civil asesinado en Vitoria fue el subteniente Parada, que también era gallego. Fue la primera vez que sacamos a hombros, en centro de la ciudad, a un Guardia Civil asesinado por ETA, amén de ponerle a la plaza del barrio dónde atentaron contra su vida el nombre del agente. Para algo estaba yo en el Gobierno Foral de Álava.

 

Pero debo contar alguna miseria. Al teniente coronel Gimeno, el PP, por obra y gracia del dueto formado por el Delegado del Gobierno y el Ministro del Interior, lo tuvieron "castigado" sin destino al ascender a Coronel. Motivo del PP: Emiliano no podía consentir que hubiera información de posibles atentados en Vitoria  contra miembros de Unidad Alavesa sin que nadie del espacio político del Estado nos avisara. Al parecer Enrique Villar -QDEP- aconsejaba no dar publicidad a los riesgos de los miembros de un partido como UA, ya que consideraban tales noticias patrimonio casi exclusivo del PP, por las connotaciones electorales que habían descubierto tenía el terrorismo para el PP desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

 

Pues gracias a la actitud de los miembros de la Comandancia sita en Vitoria, ETA no pudo asesinarnos, ya que me informaban de inmediato cada vez que un comando terrorista se instalaba en la capital alavesa. Por cierto, añado que la colaboración era muy estrecha. Formamos parte, sin reservas, de aquel servicio a España en el que siempre mataban los mismos y siempre morían los mismos. Lo digo por esa "patraña" de novela y serie con el título de Patria.

 

En una ocasión, una llamada de madrugada realizada por mis amigos y compañeros me avisó que me habían puesto una bomba en el camino que necesariamente debía recorrer a la salida de mi portal. Tenían noticias, pero aun no habían capturado al comando. Mi hijo y yo salimos de casa con el fin de hacer de cebo, y marcharnos a este mi pueblo de San Ciprián, hasta que pasara el "tormenta".      

 

Fueron muchas las vivencias y mucho lo que me enseñaron. Sufrir sin quejarse. Estar siempre al servicio de España. Llevar con orgullo el uniforme. Ser una gran familia, entre la austeridad y la entrega al pueblo. Por esto, cada 12 de octubre, soy un miembro de la Hispanidad y eternamente agradecido al prestigioso Instituto creado por el Duque de Ahumada. 

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