Primer viaje de Carlos I a España
En mi último artículo dejábamos al joven Carlos, autoproclamado rey de los territorios españoles, desembarcando en el puerto asturiano de Tazones. Después de una travesía de once días, puso pie en tierra de Castilla lejos del puerto de Santander, lugar escogido inicialmente para su llegada. Una tormenta obligó a la flota real a cambiar su ruta de navegación. Malos augurios presagiaban las dificultades iniciales. Lo cierto es que los lugareños, al ver tamaña expedición, compuesta de cuarenta naves, creyeron que se trataba de una invasión y, despavoridos y atemorizados, corrieron a tocar las campanas en señal de alarma. Afortunadamente para ellos sus temores fueron infundados, pero a la luz de los acontecimientos posteriores se podría decir, sin exagerar, que una “invasión” extranjera se estaba produciendo.
Treinta meses duraría la estancia del rey llegado de Flandes. Concretamente se extendería entre el 19 de septiembre de 1517 y el 20 de mayo de 1520. Su llegada vino precedida de un clima de recelo, desconfianza y rechazo por parte de castellanos y aragoneses, su marcha hacia su coronación imperial, desde el puerto de La Coruña, certificaba las sospechas y reticencias iniciales. Encontró un reino que no le quería y abandonó una tierra que le seguía rechazando. La Guerra de las Comunidades ya había iniciado sus primeros episodios de levantamiento y sublevación contra su soberano.
El 4 de noviembre de 1517, en Tordesillas, visita a su madre, Juana I de Castilla, quien estaba recluida allí por expreso deseo de su padre, Fernando II de Aragón. Con ella se encontraba su hermana pequeña, Catalina de Austria (1507-1578), que contaba con tan sólo diez años de edad. Su madre tenía treinta y ocho. El encuentro fue frío, distante, propio de quien no había disfrutado de las atenciones maternas y que estaba dispuesto a asumir la corona de Castilla y la de Aragón, pese a lo dispuesto en el testamento del rey católico, (23 de enero de 1516). Durante el encuentro, Guillermo de Croy (Señor de Cheuvres), tan pérfido como indeseable, tan ladino como saqueador, consiguió un acta por el que la reina reconocía que su hijo, Carlos, gobernase los reinos heredados por ella en su nombre. La intromisión extranjera en las cuestiones internas del reino de Castilla empezaba a tomar cuerpo.
Aposentado en Valladolid, el séquito borgoñón, flamenco y extranjero, acompañado de los nobles y eclesiásticos castellanos, tan serviles como desleales a su pueblo, se entregaban a la fiesta, al conciliábulo y la conspiración. Pasaba el tiempo y las Cortes no eran convocadas. El sentimiento de desafección hacia Carlos crecía por momentos y sus detractores también.
Finalmente se convocan las Cortes de Castilla, en Valladolid, y se celebran el 9 de febrero de 1518. La tensión era palpable, el recelo y la suspicacia tenían razón de ser. En ellas, tras las numerosas peticiones planteadas al monarca, se jura a Carlos y a Juana como reyes legítimos de Castilla. Los compromisos adquiridos por el soberano serán pronto perjurados. No obstante, el éxito de su plan le permitió obtener la nada desdeñable cifra de seiscientos mil ducados (doscientos millones de maravedíes) solicitados para sufragar los gastos del viaje, y los fondos para conseguir su ansiado deseo de convertirse en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Su primera parada consigue los resultados deseados. Inmediatamente parte para tierras aragonesas. Llega a Zaragoza el 9 de mayo. Las Cortes convocadas tienen lugar entre el 20 de mayo y el 29 de julio. También encuentra resistencia a sus deseos en el pueblo y entre los nobles de aquellas tierras. Finalmente, después de duras y arduas negociacioness, consigue ser jurado como rey, junto a su madre. La situación económica de Reino de Aragón no permitía grandes dispendios, aún así, consigue la aprobación de un servicio de doscientas mil libras.
Su segunda parada sigue cumpliendo sus expectativas y deseos más íntimos y personales, siempre ajenos a sus súbditos y vasallos. Prosigue su periplo peninsular hacia el condado de Cataluña. Llega a Barcelona el 15 de febrero de 1519. Las Cortes catalanas se celebran el 16 de abril. Es jurado rey nuevamente junto a su madre. Las cantidades solicitadas por Carlos son difíciles de conseguir, pero sin embargo alcanza el que se apruebe y tribute una importante suma, trescientas mil libras.
La gira del emperador se ve obligada a acelerar su marcha. Dos acontecimientos imponen un cambio de planes. De una parte, muere su abuelo paterno, Maximiliano I de Habsburgo (12 de enero de 1519) y, de la otra, se ve obligado a suspender su viaje a Valencia a consecuencia de la peste que allí se extendía. No obstante, envía a su futuro regente, Adriano de Utrecht, para que le juren en su lugar como rey y convocar a las Cortes de Valencia. Así, de forma delegada, jura los fueros de Valencia (16 de mayo de 1520). Un mes después, el 28 de junio será elegido Rey de los Romanos en la ciudad alemana de Francfort del Meno. Sus deseos de volver a tierras alemanas se acrecientan, solamente piensa en cumplir su sueño por ceñir la corona imperial.
Estando en Cataluña, el 20 de marzo, convoca las Cortes de Castilla en Santiago de Compostela. Su intención no era otra que la de encontrarse próximo a la costa para embarcar rumbo a Alemania. Se inician las sesiones en la ciudad del apóstol, pero la resistencia de los procuradores de las ciudades obliga, cuatro días después, a trasladarlas a La Coruña. Las sesiones se prolongan, entre enormes dificultades, soborno e intimidaciones, entre el 31 de marzo y el 25 de abril. A ellas no acuden los procuradores de Salamanca ni de Toledo. La desobediencia, de manera explícita, daba comienzo.
Pese a todo, contra viento y marea, con malas artes y chantajes, con la compra de votos y las amenazas veladas, se aprueban las exigencias fiscales del soberano. Lograba de esta manera, abyecta e impropia, felona y desleal, cumplir con sus pretensiones. También cede ante algunas de las exigencias de las ciudades. Las votaciones se sucedieron una y otra vez, con oscuras negociaciones particulares, hasta conseguir la aprobación del nuevo servicio exigido, contraviniendo lo pactado por las ciudades con sus representantes en la Cortes. A su regreso a sus respectivas ciudades tendrán que rendir cuentas imposibles de justificar dada la traición a lo convenido. Y la sangre llegará a las calles y ciudades castellanas.
Antes de su partida, con las ciudades revueltas, nombrará como virrey y regente del Reino de Castilla y de Aragón, a su íntimo consejero y preceptor, Adriano de Utrecht (1459-1523), de sesenta y un años de edad. Pese a conocer el idioma, las leyes y costumbres de los reinos peninsulares, no dejaba de ser un extranjero el que dirigiese los destinos en España en ausencia del rey. Una designación que ofendió a los castellanos de manera especial, que contravenía las peticiones presentadas en cortes para que los extranjeros no controlaran las más altas instancias de la administración del reino.
El soborno de los siete príncipes electores alemanes, sin decoro, generó una deuda millonaria de ochocientos mil florines. Una auténtica fortuna que empeñará al nuevo emperador. Los intereses y las contraprestaciones serán un lastre permanente durante su reinado. Castilla no entendía, no aceptaba ni asumía, que el saqueo producido tuviera como destino, no ya el bienestar y mejor servicio del rey a sus súbditos, sino que fuera para pagar una coronación de lejanas tierras que en nada les beneficiaba, ni importaba.
El descontento era general en todos los estamentos, al menos inicialmente. La nobleza, el clero y el pueblo llano –sobre todo la burguesía emergente- se mostraban contrariados y ofendidos por las formas en que se habían desarrollado los hechos. La estancia del rey en Castilla apenas había sido de unos meses, durante los cuales el rey flamenco no había manifestado síntoma alguno de su amor por esta tierra. Los agravios, los desprecios y la depredación flamenca, saqueadora de la hacienda pública, eran demasiada ofensa que aguantar y consentir.
Toledo se convertiría en el alfa y la omega de la rebelión, es decir, sería el punto de partida y el punto final a la Guerra de las Comunidades. Salamanca, de la mano de sus clérigos, se convertiría en el autor intelectual de la filosofía de la iniciativa comunera. La sedición y la desobediencia prendieron en toda Castilla. El órdago a Carlos I de España estaba echado, el resultado final de la partida ya lo conocemos. Sin embargo, la sublevación pasará a los anales de la historia como la primera revolución de la época moderna de la Historia de Europa.
En mi último artículo dejábamos al joven Carlos, autoproclamado rey de los territorios españoles, desembarcando en el puerto asturiano de Tazones. Después de una travesía de once días, puso pie en tierra de Castilla lejos del puerto de Santander, lugar escogido inicialmente para su llegada. Una tormenta obligó a la flota real a cambiar su ruta de navegación. Malos augurios presagiaban las dificultades iniciales. Lo cierto es que los lugareños, al ver tamaña expedición, compuesta de cuarenta naves, creyeron que se trataba de una invasión y, despavoridos y atemorizados, corrieron a tocar las campanas en señal de alarma. Afortunadamente para ellos sus temores fueron infundados, pero a la luz de los acontecimientos posteriores se podría decir, sin exagerar, que una “invasión” extranjera se estaba produciendo.
Treinta meses duraría la estancia del rey llegado de Flandes. Concretamente se extendería entre el 19 de septiembre de 1517 y el 20 de mayo de 1520. Su llegada vino precedida de un clima de recelo, desconfianza y rechazo por parte de castellanos y aragoneses, su marcha hacia su coronación imperial, desde el puerto de La Coruña, certificaba las sospechas y reticencias iniciales. Encontró un reino que no le quería y abandonó una tierra que le seguía rechazando. La Guerra de las Comunidades ya había iniciado sus primeros episodios de levantamiento y sublevación contra su soberano.
El 4 de noviembre de 1517, en Tordesillas, visita a su madre, Juana I de Castilla, quien estaba recluida allí por expreso deseo de su padre, Fernando II de Aragón. Con ella se encontraba su hermana pequeña, Catalina de Austria (1507-1578), que contaba con tan sólo diez años de edad. Su madre tenía treinta y ocho. El encuentro fue frío, distante, propio de quien no había disfrutado de las atenciones maternas y que estaba dispuesto a asumir la corona de Castilla y la de Aragón, pese a lo dispuesto en el testamento del rey católico, (23 de enero de 1516). Durante el encuentro, Guillermo de Croy (Señor de Cheuvres), tan pérfido como indeseable, tan ladino como saqueador, consiguió un acta por el que la reina reconocía que su hijo, Carlos, gobernase los reinos heredados por ella en su nombre. La intromisión extranjera en las cuestiones internas del reino de Castilla empezaba a tomar cuerpo.
Aposentado en Valladolid, el séquito borgoñón, flamenco y extranjero, acompañado de los nobles y eclesiásticos castellanos, tan serviles como desleales a su pueblo, se entregaban a la fiesta, al conciliábulo y la conspiración. Pasaba el tiempo y las Cortes no eran convocadas. El sentimiento de desafección hacia Carlos crecía por momentos y sus detractores también.
Finalmente se convocan las Cortes de Castilla, en Valladolid, y se celebran el 9 de febrero de 1518. La tensión era palpable, el recelo y la suspicacia tenían razón de ser. En ellas, tras las numerosas peticiones planteadas al monarca, se jura a Carlos y a Juana como reyes legítimos de Castilla. Los compromisos adquiridos por el soberano serán pronto perjurados. No obstante, el éxito de su plan le permitió obtener la nada desdeñable cifra de seiscientos mil ducados (doscientos millones de maravedíes) solicitados para sufragar los gastos del viaje, y los fondos para conseguir su ansiado deseo de convertirse en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Su primera parada consigue los resultados deseados. Inmediatamente parte para tierras aragonesas. Llega a Zaragoza el 9 de mayo. Las Cortes convocadas tienen lugar entre el 20 de mayo y el 29 de julio. También encuentra resistencia a sus deseos en el pueblo y entre los nobles de aquellas tierras. Finalmente, después de duras y arduas negociacioness, consigue ser jurado como rey, junto a su madre. La situación económica de Reino de Aragón no permitía grandes dispendios, aún así, consigue la aprobación de un servicio de doscientas mil libras.
Su segunda parada sigue cumpliendo sus expectativas y deseos más íntimos y personales, siempre ajenos a sus súbditos y vasallos. Prosigue su periplo peninsular hacia el condado de Cataluña. Llega a Barcelona el 15 de febrero de 1519. Las Cortes catalanas se celebran el 16 de abril. Es jurado rey nuevamente junto a su madre. Las cantidades solicitadas por Carlos son difíciles de conseguir, pero sin embargo alcanza el que se apruebe y tribute una importante suma, trescientas mil libras.
La gira del emperador se ve obligada a acelerar su marcha. Dos acontecimientos imponen un cambio de planes. De una parte, muere su abuelo paterno, Maximiliano I de Habsburgo (12 de enero de 1519) y, de la otra, se ve obligado a suspender su viaje a Valencia a consecuencia de la peste que allí se extendía. No obstante, envía a su futuro regente, Adriano de Utrecht, para que le juren en su lugar como rey y convocar a las Cortes de Valencia. Así, de forma delegada, jura los fueros de Valencia (16 de mayo de 1520). Un mes después, el 28 de junio será elegido Rey de los Romanos en la ciudad alemana de Francfort del Meno. Sus deseos de volver a tierras alemanas se acrecientan, solamente piensa en cumplir su sueño por ceñir la corona imperial.
Estando en Cataluña, el 20 de marzo, convoca las Cortes de Castilla en Santiago de Compostela. Su intención no era otra que la de encontrarse próximo a la costa para embarcar rumbo a Alemania. Se inician las sesiones en la ciudad del apóstol, pero la resistencia de los procuradores de las ciudades obliga, cuatro días después, a trasladarlas a La Coruña. Las sesiones se prolongan, entre enormes dificultades, soborno e intimidaciones, entre el 31 de marzo y el 25 de abril. A ellas no acuden los procuradores de Salamanca ni de Toledo. La desobediencia, de manera explícita, daba comienzo.
Pese a todo, contra viento y marea, con malas artes y chantajes, con la compra de votos y las amenazas veladas, se aprueban las exigencias fiscales del soberano. Lograba de esta manera, abyecta e impropia, felona y desleal, cumplir con sus pretensiones. También cede ante algunas de las exigencias de las ciudades. Las votaciones se sucedieron una y otra vez, con oscuras negociaciones particulares, hasta conseguir la aprobación del nuevo servicio exigido, contraviniendo lo pactado por las ciudades con sus representantes en la Cortes. A su regreso a sus respectivas ciudades tendrán que rendir cuentas imposibles de justificar dada la traición a lo convenido. Y la sangre llegará a las calles y ciudades castellanas.
Antes de su partida, con las ciudades revueltas, nombrará como virrey y regente del Reino de Castilla y de Aragón, a su íntimo consejero y preceptor, Adriano de Utrecht (1459-1523), de sesenta y un años de edad. Pese a conocer el idioma, las leyes y costumbres de los reinos peninsulares, no dejaba de ser un extranjero el que dirigiese los destinos en España en ausencia del rey. Una designación que ofendió a los castellanos de manera especial, que contravenía las peticiones presentadas en cortes para que los extranjeros no controlaran las más altas instancias de la administración del reino.
El soborno de los siete príncipes electores alemanes, sin decoro, generó una deuda millonaria de ochocientos mil florines. Una auténtica fortuna que empeñará al nuevo emperador. Los intereses y las contraprestaciones serán un lastre permanente durante su reinado. Castilla no entendía, no aceptaba ni asumía, que el saqueo producido tuviera como destino, no ya el bienestar y mejor servicio del rey a sus súbditos, sino que fuera para pagar una coronación de lejanas tierras que en nada les beneficiaba, ni importaba.
El descontento era general en todos los estamentos, al menos inicialmente. La nobleza, el clero y el pueblo llano –sobre todo la burguesía emergente- se mostraban contrariados y ofendidos por las formas en que se habían desarrollado los hechos. La estancia del rey en Castilla apenas había sido de unos meses, durante los cuales el rey flamenco no había manifestado síntoma alguno de su amor por esta tierra. Los agravios, los desprecios y la depredación flamenca, saqueadora de la hacienda pública, eran demasiada ofensa que aguantar y consentir.
Toledo se convertiría en el alfa y la omega de la rebelión, es decir, sería el punto de partida y el punto final a la Guerra de las Comunidades. Salamanca, de la mano de sus clérigos, se convertiría en el autor intelectual de la filosofía de la iniciativa comunera. La sedición y la desobediencia prendieron en toda Castilla. El órdago a Carlos I de España estaba echado, el resultado final de la partida ya lo conocemos. Sin embargo, la sublevación pasará a los anales de la historia como la primera revolución de la época moderna de la Historia de Europa.