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Winston Galt
Miércoles, 29 de Septiembre de 2021 Tiempo de lectura:

El 11-S y el ocaso de Occidente

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La despavorida salida de las fuerzas aliadas de Afganistán al mismo tiempo que se produce el vigésimo aniversario de los atentados del 11-S han provocado un aluvión de informaciones y opiniones, la mayoría coincidentes en que puede tratarse del principio del fin de la primacía de la civilización occidental.

 

También se ha resaltado su paralelismo con la salida de Saigón de los EEUU al ser vencidos en Vietnam, pero cuando se hace la comparación debe recordarse que la derrota en Vietnam no supuso la caída de Occidente, ni mucho menos.

 

Cierto es que los atentados del 11-S condujeron a muchos a vaticinar ese principio del fin porque jamás antes se había producido en los EEUU un atentado de tales dimensiones. Pero lo cierto es que habían intentado derribar las Torres Gemelas con anterioridad en otro atentado fallido (lo que guarda cierto paralelismo con el intento de atentado en trenes de ETA unos años antes del 11-M, pero ésa es otra cuestión). Que se consiguiera derribar las Torres Gemelas no significa que sea el fin. Un imperio no cae por sufrir un ataque; por colosal que sea éste, no es una derrota militar, aunque su explícito simbolismo no puede ser ignorado.

 

Derribar las Torres Gemelas no era un atentado más, sino que suponía atacar el corazón de los EEUU, el símbolo de la civilización occidental capitalista, de la democracia, en la capital de un mundo y de una civilización que es la más avanzada de la historia. Nueva York es la ciudad más mestiza del mundo, siendo por eso el símbolo de lo que odian los bárbaros. Occidente es la vanguardia de la libertad en el mundo, lo que hace nuestra civilización culturalmente superior, humanísticamente insuperable para los bárbaros. Esa superioridad moral, basada en que se trata de la civilización de la libertad y que la libertad es el concepto supremo de lo moral precisamente porque en su seno cabemos todos era el objetivo de los terroristas y sus corifeos. La libertad como pecado insuperable. La libertad como ausencia de opresión. Ningún relativismo puede evitar esta verdad. Por eso los que la disfrutamos (a pesar de los defectos estatistas que lastran nuestro sistema) somos el objeto de odio de los bárbaros, los extraños y los propios.

 

Tales atentados en muchos generaron miedo y en otros deseo de venganza. Recuerdo los gorgoritos de las palestinas celebrando la muerte de tres mil personas inocentes. Es la imagen que tengo grabada de aquel día, la imagen de la ignominia. Precisamente el país que más dinero destinaba a que una gente sin país por su propia cerrazón pudiera vivir y que regalaba millones a países limítrofes que no los querían para que los acogieran. El odio es la moneda de cambio a tanto buenismo.

 

El miedo que provocó el atentado se ha conjugado con el transcurso de veinte años sin haber sufrido otro atentado en suelo norteamericano que recuerde aquél. La venganza se consumó con la muerte de Bin Laden y con la ausencia de atentados mientras ha durado la ocupación de Afganistán y de Irak. Posiblemente se han cometido errores graves (especialmente, la intervención en Irak), pero lo cierto es que los atentados que ha habido desde entonces han ocurrido en Europa principalmente y por islamistas nacidos y criados aquí, mayoritariamente. La salida de Afganistán, esperpéntica, tiene que ver con una negligente gestión, puesto que no ha habido derrota militar. Mientras el ejército de los EEUU ha ocupado Afganistán, la mayor parte del país ha estado controlada y se ha evitado que se convirtiera en foco de terrorismo mundial. Seguramente no será así a partir de ahora, pues la guerra continúa.

 

Lo que estos acontecimientos ponen de manifiesto son varias conclusiones esenciales.

 

Primero, que los occidentales debemos empezar a aceptar que nuestro modelo no tiene por qué ser exportable. Si bien ha triunfado en lugares de culturas ajenas a la nuestra, como Corea del Sur, Taiwan o Singapur, lo cierto es que tales principios de libertad y democracia se estrellan sistemáticamente en el mundo musulmán. Las 'Primaveras Árabes', saludadas por todos nosotros ingenuamente como el principio de un supuesto Renacimiento que haría surgir de esas sociedades medievales y atrasadas un mundo nuevo y compatible con el nuestro, fueron un enorme fracaso. En todos los países en los que se celebraron elecciones tras las revueltas ganaron los partidos islamistas. Que el ejército se haya vuelto a hacer con las riendas de países como Egipto es una gran noticia para Occidente. La alternativa eran los Hermanos Musulmanes.

 

No se puede obviar que la inmensa mayoría de las poblaciones de los países musulmanes no sólo no aprecia nuestro modo de vida político y moral, sino que lo desprecian y lo odian. Sencillamente, no quieren ser como nosotros, como demuestra que ni siquiera segundas generaciones de musulmanes ya nacidos en Europa quieran adoptar nuestras normas de comportamiento y convivencia.

 

En segundo lugar, que el islam político fundamentalista no está solo. La colusión entre islam político fundamentalista y la izquierda occidental se selló en la Conferencia Tricontinental en la Cuba comunista en 1966. Ahí nació la guerra sucia contra el mundo occidental que asoló de ataques terroristas la Europa de los 70 con el aval moral de la izquierda que vendía el discurso de la maldad del mundo capitalista.

 

La izquierda occidental se alegró o, al menos, comprendió los atentados del 11-S. Como durante la guerra de Vietnam, el peor enemigo que tuvo que afrontar EEUU estaba en su interior: los progresistas y los artistas, que convirtieron una batalla por la libertad en Vietnam en un crimen de país. Buena cosecha de libros, canciones y películas, pero nunca un grupo de personas hizo tanto daño a su país y a la causa de la libertad. La doctrina Truman se concibió para liberar a países de la revolución comunista. Si EEUU no hubiera tenido que soportar el boicot propio en la retaguardia probablemente hubiera ganado la guerra o, al menos, contenido la caída de otro país del sudeste asiático bajo el comunismo. En cualquier caso, hubiera ganado o no, lo cierto es que a los ojos de la progresía norteamericana y europea los EEUU eran más criminales que los regímenes comunistas.

 

Ese odio hacia nosotros mismos también se manifestó tras los atentados del 11-S. Intelectuales y artistas que "comprendían", que nos querían convencer de que "Occidente se lo había buscado". Nada más indigno y demoledor que el titular del panfleto El País al día siguiente, que indicaba que "el mundo estaba en vilo a la espera de la respuesta de Bush". Para este panfleto de la izquierda más cutre, casposa y rancia, el mundo estaba en vilo por las previsibles decisiones del país más democrático del mundo, no por los atentados cometidos por los terroristas fanáticos y asesinos que habían provocado la muerte de más de tres mil personas. Muchos de los adeptos a estos mensajes aplaudieron el famoso y vil corto que filmó Sean Penn en el que un anciano se alegra de la luz que entra por su ventana una vez que las Torres Gemelas habían sido derribadas.

 

La izquierda lleva décadas intentando demoler la democracia occidental y dinamitar sus bases. Los progresistas y sus medios han convertido a Occidente, y especialmente a EEUU, en el enemigo a batir, como si no fuera el pilar fundamental en que se basan nuestra estabilidad y relativas libertad y prosperidad. Sin EEUU, el destino de Europa y del mundo hubiera sido muy incierto y es difícil imaginar que se hubiera podido detener al nazismo primero y al comunismo después.

 

Ningún imperio está libre de culpa, pero a nadie en su sano juicio se le puede ocurrir comparar el mal que haya podido provocar EEUU, muchas veces en un intento incluso ingenuo de exportar la democracia y la libertad, con el mal que significan el nazismo, el comunismo o el islam político. Demencialmente, muchos de nuestros compatriotas de Occidente odian más nuestra civilización que esos modelos de totalitarismo infecto e invivible. Hoy, en Twitter tienen cuenta abierta los talibanes mientras se censura a un ex-presidente de los EEUU.

 

En ese sentido, la irracional apuesta antioccidental de nuestra izquierda llega al entreguismo a nuestros enemigos, lo que nos lleva a la tercera conclusión.

 

Se ha de valorar que en geopolítica las buenas intenciones no llevan a ninguna parte, como demuestra la historia. El 'buenismo', de no acabar nosotros con él, terminará con nuestra civilización. Los intentos de crear democracias artificiales por el mundo han concluido en fracaso. Los miles de millones destinados a las ayudas a esos países ha sido otro fracaso y ha supuesto tirar el dinero a la basura. Dinero que sólo pagamos los occidentales, con impuestos y deuda.

 

La cuarta conclusión es que la guerra de los bárbaros del mundo es contra la civilización occidental y es una guerra sin cuartel. A la obviedad de que somos el enemigo del fundamentalismo musulmán hay que añadir la intermitente molestia de Rusia y la reciente preponderancia de China, que se ha vuelto gallito en el corral mundial de la mano de una apertura capitalista tutelada por el Partido Comunista, único amo del país. El discurso de Xi Jinping que analizamos en otro artículo es un monumento al cinismo y a pedirnos en nuestra propia cara que nos empobrezcamos para que China diseñe el nuevo orden mundial. Como el Padrino con los jueces, China tiene en el bolsillo todos los organismos internacionales creados por las democracias occidentales en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado con buena intención y pésimo resultado, y que han pasado a servir descaradamente a los intereses de China y de los enemigos de Occidente, especialmente la izquierda sudamericana y la interna de EEUU y Europa. Como sostenía Raúl González Zorrilla no hace mucho en estas mismas páginas, estamos a las puertas de una gran guerra de civilizaciones. Quien no quiera verlo, está ciego. Y aunque nuestros enemigos parezcan demasiado diferentes entre sí, los une el odio a nuestra civilización. Desde China al mundo del fundamentalismo musulmán, su objetivo común es violar a Occidente, empobrecerlo, entumecerlo y debilitarlo. Luego recogerán nuestros pedazos y verán cómo se relacionan entre sí. De momento, han avanzado bastante.

 

La quinta conclusión es que Occidente se ha debilitado, lo que no ofrece duda. El relativismo del que hablábamos hace poco, el victimismo, el buenismo y el sentimiento de culpa por ser lo que somos han hecho mella. Algunas de tales consignas ya no son únicamente propias de la izquierda, sino que otras muchas personas las han asumido como propias en toda Europa y en EEUU. Hoy podemos preguntarnos con temor si la gente en nuestros países está dispuesta a luchar, si nuestra juventud sería capaz de enfrentarse a terribles peligros como hace ochenta años. Debemos tener en cuenta que nuestra civilización es única, y que los principios que la han hecho grande: el individualismo, la libertad y los derechos humanos, no son principios compartidos en otras latitudes.

 

Sin embargo, a pesar de todo, Occidente sigue siendo poderoso. Molestamos a los bárbaros (D. Cerdá), pero la guerra no está perdida. Hay mucho por hacer. Es necesario aislar a países como Irán, semilla del terrorismo mundial e impedir que desarrolle su potencia atómica. Incidir en acciones como el reciente AUKUS impulsado por USA, Reino Unido y Australia, que tanto preocupa a China. Tal vez China, cuyos datos siempre hay que ponerlos en duda, no sea tan fuerte. Mil millones de pobres son muchos pobres. Una deuda externa colosal también es un problema para ellos. Una planificación que pone límites al crecimiento y que algún día provocará un crack interno.

 

Si las empresas occidentales fueran conscientes de este riesgo y tuvieran unos principios mínimos de respeto a la libertad y de lealtad a la democracia comenzarían a deslocalizar sus empresas de China. Los consumidores occidentales, si tuviéramos verdadera conciencia, tendríamos que hacer boicot a los productos de empresas europeas y norteamericanas fabricados en China y a los productos chinos en general. Sería un ejercicio de legítima defensa.

 

Estados Unidos sigue teniendo el ejército más potente del mundo y la creatividad de la sociedad norteamericana no tiene parangón, por mucho que China se apropie de todo lo que puede. Y EEUU tiene, además, el arma más poderosa del mundo: el dólar. Nadie quiere el yuan fuera de las fronteras chinas. Se dice mucho que EEUU está muy endeudado, pero no olvidemos que China tiene la misma deuda que EEUU y con menos capacidad de reacción. Recientemente se están viendo las costuras del sistema de planificación chino que, en unos casos no deja crecer a sus empresas por temor a su influencia y, en otros, se equivoca en las estrategias económicas. Aún así, no hay duda de su poder y de su influencia y es el enemigo a controlar.

 

Lamentablemente, en esa batalla poco se puede esperar de Europa, sometida al pensamiento políticamente correcto, al buenismo y a la arrogancia de Putin y deseando cobrar los cheques chinos. En EEUU aún quedan restos de patriotismo, pero no se ve así en Europa, donde la izquierda, la prensa, la universidad, el mundo cultural, promueven un corsé ideológico que impide la lucha, atenaza a la sociedad y nos muestra como culpables que hemos de expiar los pecados de la historia, (como si otros no fueran culpables de nada, ni los aztecas, ni los chinos, ni los propios africanos), en un alarde de ocultamiento de la verdad que no tiene parangón en la historia.

 

Nos sobra izquierda que odia la democracia y nos faltan líderes sólidos. ¿Alguien piensa seriamente que con líderes como Macron o Sánchez el futuro de Europa está asegurado? Ni siquiera con Merkel, que ya está de salida. Tampoco es de esperar de Biden, pero esperemos que su legislatura no arroje un saldo de daños irreparables.

 

Nuestros jóvenes son educados para odiar nuestra civilización y ese modo de vida del que disfrutan mientras no hacen más que criticarlo. Defender la civilización es caro y cuesta sangre, sudor y lágrimas. Uno los observa y duda mucho que estén dispuestos a defender algo más que su smartphone.

 

Por parte de los que acogemos sin límite no obtenemos en muchos casos ni un mínimo de agradecimiento. Ha llegado el momento de no dar nada gratis a nadie y el que quiera algo, que lo consiga con su trabajo o con el comercio, únicas formas dignas de ganarse el sustento.

 

Javier Benegas se preguntaba hace poco si el 11S fue el principio del fin o el final del principio. Comparto su moderado optimismo. Puede ser el final del principio. Ningún imperio, y EEUU ha sido el más potente de la historia, ha caído tan rápido (excepto la URSS). Podemos fijarnos en el ejemplo más cercano: el casposo, rancio y reaccionario bloque nacionalsocialista, encabezado por el PSOE, lleva cien años intentando destruir España y, sin embargo, en las últimas décadas, a pesar de Zapatero y Sánchez, se han vivido los mejores años de democracia (con sus defectos) y libertad.

 

Occidente ha demostrado ser duro cuando ha sido necesario. Seguramente ha llegado el momento de volver a serlo.

 

(*) Winston Galt es escritor. Autor del bestseller de Amazon Frío Monstruo

 

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