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Jueves, 10 de Febrero de 2022 Tiempo de lectura:

La crisis de UPN como consecuencia de una ficción constitucional

[Img #21411]Desde que se votase la convalidación del Decreto-Ley de la denominada “reforma laboral” el pasado 3 de febrero, festividad de S. Blas, algunos dirigentes de UPN están sufriendo un agudo dolor de muelas –seguro que alguno que no se encomendó lo suficiente al santo- porque los dos diputados que tienen en Madrid, no solo votaron en contra del Decreto-Ley del Dr. Sánchez Castejón sino también en contra de los deseos y preferencias de la ejecutiva de UPN encabezada por el Sr. Esparza.

 

No es la primera vez que ocurre algo así, pero, si mal no recuerdo, esta vez la intensidad del terremoto y sus réplicas han sido más intensas, lo que podría deberse a que vivimos tiempos más convulsos. Lo llamativo en estos casos es que las desavenencias políticas terminan generando una crisis del propio sistema. Resulta paradójico que, un sistema del que dicen que permite resolver las diferencias pacíficamente, entre en crisis en cuanto se asoma la más leve discrepancia.

 

En este caso concreto tengo la impresión de que, más que una diferencia ideológica, de estrategia o de táctica, nos encontramos ante un conflicto personal. Y recuerdo que hace tiempo escuché que, en política, no hay enfrentamiento personal que no se revista de conflicto ideológico. Y en mi experiencia, cuanto más sobreactúan los actores, menos motivos ideológicos existen. En este caso se ha llegado a apelar al voto en conciencia (debe ser de una conciencia altamente escrupulosa) o incluso alguno, menos refinado, ha acusado a sus contrarios de haberle dejado como persona sin palabra. ¿Hay algo más personal que la conciencia o el honor?

 

Pero el hecho es de que justificados o no los motivos que mueven a las dos partes, el conflicto nos afecta a todos porque cada bando busca movilizar a la opinión pública a su favor y su disputa afecta a la estabilidad institucional.

 

Los señores Sayas y García Adanero nos dicen que su actuación como diputados es irreprochable porque son ellos los que deben cumplir en el Congreso el encargo que les dieron los votantes. La ejecutiva de UPN sostiene que lo que se votó fue una lista con el logo de UPN, la campaña la pagó el partido, por lo que salieron elegidos por estar en la lista del partido y, aunque no lo expresan tan crudo, los diputados no son más que instrumentos de la voluntad del partido. Estos argumentos han calado y en estos días las discusiones han girado sobre ellos.

 

Para poder ver cuál de las dos posiciones es la más acertada debemos recordar cómo se ha plasmado la participación de los electores en los asuntos de gobierno desde hace más de 200 años. En su origen, la elección de diputados se hacía individualmente (sin listas) y salía elegido el que más votos tenía. Tenía la misión de representar a sus electores en el Parlamento, pero era él quien decidía cuáles eran y cómo se atendían los deseos de sus electores. El incumplimiento de esa etérea voluntad conllevaba la no reelección del diputado. Además, en su trabajo en el Parlamento, el diputado se asociaba con otros diputados por afinidad ideológica. Los grupos parlamentarios eran el partido político y el partido era el grupo parlamentario. Obviamente, términos como disciplina de partido, decisión de la Ejecutiva o transfuguismo eran desconocidos y hubieran sido rechazados al entender que la voluntad de los electores quedaba subordinada a una entidad distinta del propio elector. Como plasmó Churchill en el siglo XX, las prioridades de un diputado eran, por este orden, el país, la circunscripción que le eligió y el partido. Las crisis entre el diputado y su grupo parlamentario o partido se resolvían con la expulsión o postergación en los órganos directivos o con el cambio de grupo. La sanción definitiva se deba en la votación de reelección y decidían los electores de su circunscripción. Es decir, las crisis políticas no conllevaban una crisis institucional.

 

Este es, en esencia, el modelo que se presenta ante la opinión pública de cómo deben ser las cosas en un sistema democrático. Sin embargo, este estado de cosas fue evolucionando con el tiempo –con variaciones según los países- para encontrarnos a partir de 1945 en la Europa Occidental con un sistema que se denomina Estado de Partidos (más vulgarmente partitocracia) y que es el que se copia en España en 1978.

 

En dicho sistema, los partidos políticos son organizaciones de masas que se han constitucionalizado y, por tanto, son parte del Estado y tienen el monopolio de la participación política. Otra característica es que los partidos se reparten el Estado en cuotas de acuerdo a los resultados de las elecciones y para ellos se hace mediante listas y escrutinio proporcional. Esto deriva en la típica confusión del totalitarismo entre Estado, Gobierno y Partido con la diferencia de que en vez del Partido único tenemos una pluralidad de partidos. Por eso algunos teóricos hablan del mito de la “separación de poderes” (Montesquieu ha muerto) y la sustituyen por la llamada división social de poderes. En este sistema, el diputado es colocado en la lista por el jefe del partido y, con posterioridad, esa lista se ratifica en las elecciones. Es por tanto imprescindible la disciplina de partido, ya que se entiende que el escaño es del partido, ya es el cauce de participación institucional.

 

Sin embargo, esta realidad (que es la que nos muestra la política día a día) no se refleja en las normas. La regulación es la misma que en el sistema clásico de representación individual. Las normas describen algo que no existe en la realidad. Algunos llaman a esto ficción jurídica –sería más honrado llamarlo mentira a secas- pero una ficción jurídica es un modo de arreglar problemas con una solución que parece conveniente, mientras que este tipo de ficción es un modo de enmascarar la realidad dando el prestigio de lo “democrático” a algo que no lo es. Así cuando se produce una crisis política entre un diputado y su ejecutiva la falta de adecuación de la norma produce una crisis institucional porque las normas regulan otra realidad; la de un diputado elegido por sus electores y a su servicio, y no la de un diputado elegido por su jefe y sometido a su disciplina.

 

La crisis que ha ocasionado la “indisciplina” de los señores Sayas y García Adanero nos recuerda la realidad oligárquica del Estado de Partidos, donde un jefe de partido, que se reparte con otros el Estado, es el que ordena a los diputados cómo deben comportarse. Y nos recuerda que no existe solución política para esta crisis salvo poner en riesgo la estabilidad institucional. Sin embargo, aunque los ideólogos y propagandistas del Estado de Partidos pusieran sobre aviso a los jefes de los partidos de los riesgos de este modo de funcionar, no creo que intentasen acudir a la raíz del problema (¿cuántos pactos antitransfuguismo ha habido?). En un balance de daños, creo que prefieren tener dos “tránsfugas” de vez en cuando a perder un poco del control del partido y de su cuota en el Estado.

 

No es fácil poner remedio al problema de padecer un Estado oligárquico con pulsiones totalitarias (su antecesor el Estado de Partido único ha dejado su impronta en el ADN) que prefiere poner en riesgo la estabilidad a perder parte de su control, pero, como dicen los terapeutas, el primer paso para curarse es reconocer que tenemos un problema.

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