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Winston Galt
Jueves, 14 de Abril de 2022 Tiempo de lectura:

Por qué pasa lo que pasa

[Img #21839]

 

El mundo es un lugar inhóspito, nos cuentan. Es cruel, fiel reflejo de que el hombre es un lobo para el hombre. El hombre nace bueno, un buen salvaje, pero la sociedad lo hace malo. Todos los hombres estamos corroídos de un cáncer de maldad. El mundo es un valle de lágrimas y hay que resignarse al mal como uno se resigna a una enfermedad. El trabajo es un castigo divino impuesto a Caín por haber matado, envidioso, a su hermano. Abel era bueno porque adoraba a Dios y no pedía nada, sólo lanzaba plegarias y oraba a su creador. Estaba satisfecho con no ser nadie ni poseer nada y aceptaba sumiso las prohibiciones del Paraíso creado para él condescendientemente. No podía comer del Árbol de la Ciencia, pero tampoco del Árbol de la vida.

 

Seguramente, alguien perspicaz puede encontrar paralelismos entre el Dios del Génesis y su idea de lo que ha de ser el hombre y el estatismo sumiso al que nos llevan las élites que velan denodadamente por nosotros. Lo hacen por nuestro bien, por lo que debemos ser sumisos y no caer en la tentación de comer de los árboles que nos prohiben, no debemos caer en la tentación de ser nuevos caínes cuando podemos ser, subsidio mediante, buenos y agradecidos abeles.

 

Abeles que abominan del trabajo como medio del hombre para subsistir. Adanismo estúpido y peligroso de quienes consideran el trabajo una maldición y una servidumbre. Pero muchos de nuestros conciudadanos están convencidos de que alguien proveerá, y si antes era Dios, ahora es el Estado. El magnífico Thomas Soweel escribe que proveer a las personas incapaces es completamente diferente de establecer una garantía general para todos, de modo que puedan subsistir sin mover un dedo para alimentarse, vestirse o proveer sus necesidades. Liberar a las personas de sus responsabilidades no les está haciendo ningún favor, añade. Y concluye que la expansión masiva del Estado de bienestar desde la década de 1960 ha ido acompañada de una gran expansión de la delincuencia, violencia, drogadicción, horfandad y otros signos de degeneración social.

 

Los datos son tozudos y confirman la argumentación de Sowell. La vieja sanción de San Pablo: el que no trabaja, no come, ha dejado paso a una competición entre todos los partidos socialistas, de derechas y de izquierdas, por prometer más y más provisión a costa de los pocos productores que vamos quedando. Exprimir la ubre llevará al colapso, del mismo modo que, como tantas veces hemos repetido, hoy no hay más que dos clases sociales: los productores y los parásitos.

 

Los sacerdotes (políticos y sus propagandistas) de la nueva religión atribuyen al Estado esa magnanimidad sin límites, convirtiendo al Estado en el nuevo Dios de las sociedades avanzadas, ya en franco retroceso precisamente por ello.

 

Afortunadamente, algunos se resisten a aceptar el pan agrio de la mendicidad estatal y desde Caín a Prometeo, se han negado a abstenerse de comer del Árbol de la Ciencia y del Árbol de la Vida.

 

La propaganda de la nueva religión no nos deja ver la verdad, escondida muy al fondo para que nadie descubra la calavera que esconde la máscara. Pero si analizamos muchos de nuestro problemas tal vez podamos llegar a conclusiones cainitas.

 

Hoy, todos los telediarios teledirigidos abren con la guerra de Ucrania. En nuestro último artículo hacíamos algunas referencias a por qué se libra esa invasión. Concluíamos que si el Estado ruso no fuera autoritario y no fuera tan poderoso seguramente jamás se hubiera atrevido a invadir otro país. Ninguna guerra se libra en interés de los ciudadanos. Incluso en regímenes con tanto apoyo social como el nazi jamás hubieran podido ir a la guerra de no haber contado con un Estado desmesuradamente grande y poderoso que arrastraba a la guerra a gran parte de la población convencida de ello gracias al enorme aparato de propaganda, pero también arrastraba a los que se negaban. El resultado, por supuesto, no lo sufren los que la iniciaron, sino todos, sin excepción. Por la izquierda se alega que las guerras las inicia siempre el capital, lo cual es falso, pues el capital sin una máquina estatal detrás no tiene fuerza para iniciar guerras; tan sólo, en el peor de los casos, escaramuzas.

 

[Img #21840]Se dirá que siempre ha habido guerras. Y es cierto. Incluso cuando no había Estados. La naturaleza humana es la que es y los intentos por cambiarla han sido peores que la propia maldad humana en sí. Pero incluso aquellas guerras cuando no había estados eran mucho menos cruentas que las que han provocado en los dos últimos siglos los Estados modernos y poderosos.

 

El desarrollo desmesurado de los Estados no es sólo fruto de la izquierda, pero ésta ha aumentado exponencialmente tales posibilidades y ha expandido tal pretensión incluso a sectores conservadores que no eran decididamente estatistas y que se han visto abocados a la lucha de poder para controlar el Leviatán. Es difícil encontrar partidos de cualquier tendencia política que no apuesten por un Estado desmesurado. El ejemplo en España es evidente, donde ni siquiera Díaz Ayuso, la dirigente del PP más liberal, ha reducido la administración bajo su dominio. La gestiona mejor, pero no la reduce. Pone menos trabas a la sociedad, pero no reduce el monstruito autonómico que gobierna.

 

Recientemente, don Juan Ramón Rallo establecía en un artículo que merecería ser estudiado en cualquier escuela digna de tal nombre un paralelismo, que ya era evidente para los que no compartimos el sentimiento Abel, entre el programa del inefable Mélenchon y el de Le Pen. Las extrema izquierda francesa y la extrema derecha francesa comparten el grueso del programa: control político de los medios de comunicación, salir de la OTAN, más gasto público (¡en un país cuyo Estado representa el 56% del PIB!), más impuestos, más regulaciones, más crédito barato, más sector público, hiperregulación del mercado laboral, antiglobalización y mercantilismo (esto es, favorecer a las empresas amigas a través del Estado)... Esto es, ambas propuestas son la misma clase de enfermedad, suponen la hipertrofia de lo que ya ocurre. Suponer que con propuestas que inciden en profundizar aún más en las mismas causas que nos han traído hasta aquí se solucionarán los problemas no es ingenuidad, es estupidez.

 

Al parecer, del 22% de voto de Mélenchon, la mayoría es voto joven. Lo que quiere decir que la mayoría de los jóvenes en Francia son tan idiotas como en cualquier otro sitio. Seguramente, la juventud tiene algo de idiota de forma natural, pero a nadie se le escapa que tal grado de idiotez no se habría alcanzado con mayores cotas de educación.

 

¿Por qué en España la izquierda está empeñada en aniquilar la educación, cargándose el esfuerzo y la meritocracia en el estudio? ¿Por qué bajan continuamente e incansablemente los estándares educativos? ¿Es sólo torpeza pedagógica? ¿Nadie ve que una educación de baja calidad perjudica mucho más a los pobres (Pierden de esta manera la opción de mejorar a sus antepasados y se corta de raíz el mejor ascensor social que puede existir)?. Es difícil pensar que todos son obtusos. La explicación más sencilla suele ser la verdadera, dijo alguien. El motivo es que buscan deliberadamente que las próximas generaciones sean cada vez más ignorantes. Una sociedad de masas ignorantes, organizada en colectivos victimizados, es mucho más fácil de manejar que una sociedad de individuos con instrucción que les hace reconocerse a sí mismos y reconocer su papel en el mundo y que éste no es un coto cerrado. La educación y la cultura son enemigos de la manipulación. Pero algunos, los que insisten en estas recetas, saben que no sólo baja la educación de las generaciones con tales estrategias educativas sino que baja exponencialmente la inteligencia de la gente. Así lo corroboran los estudios que demuestran que la inteligencia media de las sociedades occidentales está disminuyendo, estimándose en una bajada de 7 puntos porcentuales cada 20 años. En tales estudios se mencionan varias causas, como la inmigración, el empeoramiento de los sistemas educativos, la pérdida de valores, el uso de la TV y de las redes sociales  y peor salud, nutrición o educación familiar (J. Jordana en disidentia.com). En mi opinión, sólo hay una causa que lleva a las otras: el bajo nivel educativo, cuyo correlativo es la pérdida de valores. Si el nivel educativo en lugar de bajar subiera, se elevaría proporcionalmente el nivel de exigencia en lo que se ve en el TV o la práctica en las redes sociales.

 

Pero un nivel educativo bajo no sólo afecta al nivel de libertad y de prosperidad de una sociedad. Un nivel educativo bajo y una inteligencia en retirada nos inhiben para hacer frente a las adversidades y nos incapacitan frente a la frustración. Esto provoca verdaderas pandemias de problemas como la soledad, las frecuentes neurastenias en las cuales estamos siempre cansados, incapaces de hacer frente al día a día, y las deficiencias emocionales en general que se han convertido en una plaga en las sociedades occidentales.

 

Esta dependencia emocional está siendo aprovechada por el Estado para convertirse en el nuevo dios, desplazando a las religiones tradicionales. Hoy nos aterramos sólo de pensar que no exista una sanidad pública generalizada o una prestación de desempleo que nos acoja en su seno como un dios benevolente. Pero la ausencia de una seguridad social o de un desempleo masivos y generalizados sin criterio alguno no tendría por qué suponer una merma de garantías, pues el sector privado ocuparía sus funciones con mucha mayor eficiencia, como en todos los campos. No obstante, esto es predicar en el desierto porque se ha convertido en un lugar común y su expansión más allá de cualquier criterio razonable ha convertido a las masas en dependientes emocionales de esos poderes públicos. Máxime cuando se han utilizado arteramente desgracias como la pandemia de Covid-19 para restringir derechos y someter aún más a esas sociedades ya golpeadas hasta la extenuación por décadas de abusos estatales.

 

La criminal pandemia de Covid-19 fue provocada por el Estado (el chino en este caso). Y sus daños han sido aprovechados por los poderes públicos de todos los países para terminar de convertir en sumisas a sus poblaciones. Su actuación criminal en España, tanto en la negación primera como en las mentiras continuadas sobre los modos de combatirla (no recomendar el uso de mascarillas al inicio) han devenido todas de los mismos poderes públicos que las han provocado, aprovechando la pandemia para cometer toda clase de tropelías contra los ciudadanos, y no sólo en España. Su criminalidad se intensificó en el momento en que en toda Europa se prohibió combatir la pandemia a los particulares y a las empresas privadas, que hubieran sido mucho más eficaces para conseguir los medios de lucha. Del mismo modo que ha sido la empresa privada la que ha facilitado la solución a través de los laboratorios de investigación.

 

Si hubiéramos disfrutado de Estados más débiles no hubieran podido impedir que todos acudiéramos en nuestra propia defensa y las empresas hábiles hubieran conseguido mascarillas y demás medios de aprovisionarse con mucha más celeridad, a mejor precio y sin permitir la corrupción que se está destapando actualmente. Todo lo que huele a Estado acaba en corrupción. Por no hablar de las vidas que hubieran podido salvarse de un acceso más diligente a esos medios.

 

Empresas privadas y particulares que, sin embargo, se ven criminalizadas por cuanto, como dice Thomas Sowell, "uno de los tristes signos de nuestro tiempo es que hemos satanizado a los que producen, subvencionado a los que se niegan a producir y canonizado a los que se quejan". Con esta mentalidad se favorece lo que se ha pretendido desde el verdadero poder, el de los Estados, que no es ni más ni menos que aprovechar las oportunidades de oro (pandemia, guerras...) para llevar a cabo un control colectivista a través de lo que llaman el "interés social" que, por supuesto, viene determinado por las mismas élites que controlan el Estado. Dicho "interés social" es el que ha llevado a Europa a depender de terceros energéticamente y que supone carencia de independencia política, ruina económica y la triste humillación e hipocresía de imponer sanciones a Rusia por la invasión de Ucrania con una mano y continuar comprándole gas con la otra. Las políticas de no usar los hidrocarburos propios y dejarlo todo al sol y al aire se ha sabido que son una estupidez desde que se plantearon, pero ello no ha hecho cejar a esos Estados en su voluntad de llevar la Agenda 2030 y otros proyectos parecidos, de costes económicos insoportables, a costa de los ciudadanos anestesiados de una Europa que dejará pronto de ser lo que fue. Debería llamarnos la atención que si todos los grupos políticos, de supuesta derecha, están de acuerdo con los de izquierdas en determinadas agendas es que algo anda mal, es que nos están engañando. En cambio, compramos los consensos como algo positivo cuando suelen ser la prueba de la cobardía, la indigencia intelectual y moral y la confabulación de las élites políticas para someternos cada vez más. Pretenden que no miremos el coste a base de inyectarnos en vena dinero barato desde hace años. Los experimentos con dinero barato han terminado todos igual: inflación y ruina y, después, el inevitable ascenso de toda clase de socialismos que llevan a la opresión, la ruina y la guerra (comunismo, fascismo, nazismo). La inflación ya asomando la patita, como el lobo. Muy pronto comenzará a devorar corderos.

 

La realidad está dejando en tímida la distópica visión de Europa para 2050 que describí en mi novela Frío monstruo. Todo se ha acelerado de tal manera que esa Europa destruida, insegura, convulsa y violenta y arruinada está mucho más cerca que de 2050. Recuerden la novela distópica de Sinclair Lewis Esto no puede pasar aquí cuando sigan prefiriendo las buenas noticias a la verdad.

 

Pues no sólo podría pasar, es que ya está pasando, puesto que los mordiscos comenzaron hace mucho. Sufrimos Estados planificadores, fiscalizadores, excluyentes y opresores que, a pesar de todo, gozan de la aprobación de las mayorías e, incluso, cuando todo sale mal, el Estado aparece como garante y protector, aunque la situación ante la que hace falta la garantía y la protección la haya provocado el propio Estado. El Estado goza de la presunción de que todo lo hace por la generalidad y, entre los que se benefician de él, los que viven de él y los ciegos y su poder aplastante, siempre sale victorioso. Miramos a otra parte cuando se nos plantea que el Estado es inhumano, una máquina sin pasiones ni conciencia (tan parecido al Partido Comunista, como decía Márkaris) y aceptamos sus designios como nuestros antepasados aceptaban los caprichos de los dioses, sin plantearnos su nivel increíblemente insoportable de incompetencia: burocracias hinchadas y carísimas, políticas injustas, despilfarro de recursos, deficiencias organizativas...

 

Abrazar el estatismo es abrazar a un oso que tarde o temprano te dará un zarpazo. Compartir las ideas del estatismo es renunciar a la libertad, es asumir que otros te digan cómo has de vivir y cómo has de pensar. Todas las ideologías estatistas son socialistas, sin excepción, sólo se diferencian en el grado de sometimiento. Compartir principios socialistas es compartir un grado u otro de opresión. Entre un Estado comunista, fascista o nazi y un Estado socialdemócrata hay tantas similitudes que si alguien lo pensara fríamente se quedaría helado. Por eso la propaganda nos quiere convencer de que nuestros Estados son lo contrario de aquéllos cuando sólo son grados menores.

 

Las sociedades occidentales se desarrollaron y enriquecieron cuando el Estado era pequeño y los impuestos bajos. Un Estado pequeño es controlable y es difícil que sea objeto de grandes corrupciones, lo que aleja a la chusma y a los mediocres (como la que ahora nos gobierna a través de los aparatos de los partidos), elimina a los parásitos y provoca un círculo virtuoso de meritocracia. Un Gobierno pequeño sometido a severos controles no podría invadir un país extranjero. Sometido a una moneda seria y fuerte que no dependa de su voluntad no podría arruinar a una mayoría para beneficiar a unos pocos.

 

Debemos preguntarnos si de todos los problemas que hemos mencionado los responsables son los capitalistas. ¿Son responsables el dueño de Inditex o de ACS de los problemas que hemos mencionado, por mencionar algunas de las empresas más grandes de España? ¿O los responsables son los Estados elefantíasicos y leviatanes que hemos permitido que nos creen en nuestras narices sin protestar? ¿Son responsables de lo que nos pasa los CEO de Endesa o BBVA, por ejemplo, o lo son los políticos que votamos continuamente y sus políticas?

 

La respuesta no está en el viento. Está frente a nuestros ojos.

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