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Winston Galt
Jueves, 01 de Septiembre de 2022 Tiempo de lectura:

Somos vasallos en una nueva Edad Media

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Decía recientemente Juan Carlos Girauta que no recordaba una sociedad más sumisa que la actual. No creo que sea cierto, basta recordar las generaciones nacidas bajo el régimen franquista y comprobar que apenas hubo oposición interna, ni siquiera entre los jóvenes. Sólo a finales de los sesenta y setenta, cuando la represión del régimen era menos dura, se produjeron algunos movimientos reactivos en la universidad. Actualmente los partidos de izquierda intentan asentar el mito (por falso) de su resistencia antifranquista, de la que no se tuvo noticia entonces. El PSOE prácticamente no existió durante el franquismo y sólo unos pocos comunistas y unos cuantos liberales y monárquicos se opusieron realmente al franquismo.

 

Poco más adelante, en la década de los ochenta, tampoco hubo realmente oposición al poder que se estableció tras la Transición pues, si bien dicho proceso fue positivo para España y evitó mayores enfrentamientos, lo cierto es que, por una parte, el PSOE era un partido de izquierdas, lo que anestesiaba a los posibles rebeldes y los hacía gozar del beneplácito general, y por otro lado lo cierto también es que el PSOE supuso una real continuidad del régimen en aspectos esenciales de la política social (Seguridad Social universal, Estatuto de los trabajadores, que prorrogaba sin solución de continuidad el Fuero del Trabajo, educación universal y gratuíta, etc).

 

Seguramente la rebeldía de los españoles no es más que un mito. Durante la conquista se mezclaba la expansión del país con la ambición individual y sólo podemos recordar como mito fundacional de nuestra supuesta casta rebelde el Levantamiento del 2 de mayo que, en realidad, fue un levantamiento contra un invasor extranjero y que sólo sirvió, a la postre, para volver a asentar por amplia voluntad popular el absolutismo bajo el mandato del más felón e inútil de los monarcas de nuestra historia (sólo Pedro Sánchez admite comparación con él).

 

En realidad, el carácter español se parece mucho más al de una población sumisa que jamás protesta si no es tras aguantar mucha, demasiada, opresión. Las generaciones jóvenes son aún más sumisas que las anteriores por dos razones: porque no saben qué hacer con su presente y cada vez están menos preparados intelectual y psicológicamente para ganarse la vida por su cuenta (lo de la generación de los mejor preparados es una falacia vendida desde el poder que los ha hecho así), y porque, educados en los falsos mitos del Estado social, en realidad no hacen más que compartir los valores y principios que les regalan desde el poder.

 

Por tanto, esperar generaciones rebeldes que se levanten contra la opresión evidente que nos impone el poder todos los días es una ingenuidad. Se comparten valores y en la mayoría de los casos ni se percata gran parte de la población de las consecuencias a medio y largo plazo de tales imposiciones. De modo que día a día se van admitiendo mayores implicaciones del poder en nuestra vida sin más oposición que una leve queja y algún comentario aislado y alguna columna o libro de personas inteligentes como el señor Girauta que, a pesar de ser conocido y de que se hable de su libro en los medios, no creo que lleguen a leer más de diez mil personas, con suerte, en toda España.

 

Una población que no se informa y no se instruye no puede ser rebelde. Y la sociedad española ni se informa ni se instruye debidamente desde hace décadas.

 

Desde los medios de comunicación nos han aplastado literalmente con conceptos como "Estado social", "justicia social", "solidaridad", etc, de modo que se tacha a quien no los comparte con los peores epítetos sin darse cuenta la mayor parte de la población de que tales expresiones no son sino la máscara de la opresión, el nuevo lenguaje al más puro estilo orwelliano. Las supuestas buenas intenciones de nuestro "Estado de bienestar" sirven para justificar cualquier atropello que no se ve como tal sino sólo como un intento más de actuar en nuestro beneficio. Lo cierto es que el Estado de bienestar ha venido a ocupar cualquier resquicio de la sociedad civil de modo que la ha desarticulado por completo, no existiendo hoy una sociedad civil como tal con alguna excepción minoritaria e insignificante. La legitimidad que se otorga a sí mismo dicho Estado de bienestar (que bien visto no es sino un Estado de Malestar, lo que será objeto de otros comentarios) sirve para no oponerse a ninguna de sus medidas. Tal Estado, como cualquier otra organización de tipo extractivo y mafioso se cuida a sí mismo, se reproduce y crece como un auténtico tumor provocando una sensación de incredulidad respecto a cualquier otra solución para la sociedad. Al final, se crea una élite que reproduce los vicios del monstruo y que amplía las facultades e invasiones de la fanática maquinaria en las vidas de los ciudadanos. Casi nadie repara en que actualmente el burócrata es un lobo para el hombre. En que cuanto más perfecta es la burocracia más sumisión provoca y más se deshumaniza.

 

El Estado ha emputecido sus propias instituciones para cambiar su nacimiento original, que era servir a los ciudadanos, hasta conseguir que expriman a los ciudadanos para servir al propio Estado

 

Al contrario de lo que muchos suponen, que el Estado redistribuya (una mísera parte) de lo que extrae de la sociedad no es ninguna ventaja sino un retroceso en las aspiraciones de cualquier comunidad y, especialmente, de los ciudadanos individualmente considerados. Porque para repartir apenas el 30% de lo que ingresa se "come" en su avaricia recaudatoria el restante 70% del total que exprime a personas y empresas, engordando hasta límites inconcebibles y necrosando a la sociedad.

 

Antiguamente, durante el absolutismo, se trabajaba gratis para el noble y hoy se trabaja gratis para el fisco del Estado y para los parásitos de la Industria Política y de su clientela. De 4 a 6 meses en casos de personas de renta media es lo que han de trabajar para pagar sus impuestos. Esto es, te quita entre 4 y 6 meses de vida cada año. Y tan agradecidos.

 

En su cancerígeno engrosamiento, el Estado ha emputecido sus propias instituciones para cambiar su nacimiento original, que era servir a los ciudadanos, hasta conseguir que expriman a los ciudadanos para servir al propio Estado. Desde tales instituciones no se pretende otra cosa que controlar a la sociedad y repartir a su antojo la riqueza conquistada a la fuerza. Hoy incluso vemos ejemplos palmarios de incumplimiento de las leyes instados desde las propias instituciones. El Gobierno insiste en que en nuestro país las leyes se cumplen cuando, en realidad, no cumple ninguna y mucho menos la principal: la Constitución. Además, no tiene reparo alguno en imponer medidas a todas luces ilegales, como el confinamiento o ahora la obligación de apagar los escaparates.

 

Esto es, ha llegado el momento en que el Estado y la Industria Política que lo sustenta ejercen el poder de una forma autoritaria a pesar de la máscara de democracia que aún queremos ver cuando nos miramos al espejo.

 

Pedro Sánchez no es sólo un ejemplo único que puede ser rechazado próximamente debiendo esperar que los que lo sucedan no lleguen a tales extremos de autoritarismo y símil de dictadorzuelo bananero. A lo sumo, podemos esperar un mayor respeto a las instituciones y una gestión decente, pero ningún cambio real. Del mismo modo que lo dicho también es aplicable al resto de países occidentales (confinamientos ilegales, ahora imposiciones de restricciones por la supuesta emergencia energética o climática, exacciones fiscales confiscatorias, etc).

 

Realmente, los Estados, incluso en los países hasta hace poco decentemente democráticos, han llegado al extremo anunciado por Lenin: convertir el Estado en el medio para forzar la voluntad del pueblo.

 

Esta involución democrática creo que es irreversible, incluso en el caso de que nos provoquen lo que ya viene de camino: un empobrecimiento masivo de los ciudadanos occidentales (y deliberado, como veremos próximamente). Ninguna sociedad occidental se está levantando y sólo los agricultores holandeses han dado alguna muestra de rebeldía, pero tan ocultada por los medios de comunicación que casi nos hemos enterado de tapadillo, y han sido objeto de represiones policiales brutales que ya querríamos aplicaran en barrios de sus ciudades sometidos a la 'sharia' (Ley Islámica).

 

Se ha instaurado un sistema de saqueo a todos los niveles, no sólo en España sino en todo Occidente, a favor de las castas privilegiadas y sus clientelas electorales. Este 'Estado Total' nos traerá la pobreza que era la norma en las sociedades precapitalistas y que es la norma en las sociedades estatistas (socialistas).

 

Debemos recordar que la renta per cápita de España no ha mejorado en los últimos quince o veinte años, pero nuestra deuda se ha multiplicado por tres y las Administraciones públicas gastan más del 70% de lo extraído a la sociedad sólo en mantenerse. Este estatismo, propio de todos los partidos (incluido los de derechas habituales, especialmente el PP) va a acabar con la sociedad tal y como la conocíamos. Llevan cuarenta años instruyéndonos en la irresponsabilidad y ahora no podemos exigir a nuestros compatriotas una responsabilidad para la que no fueron preparados y a la que son alérgicos. El estatismo es un cáncer para la sociedad y ya ha producido una metástasis imposible de controlar. Como toda enfermedad terminal no es difícil saber cómo concluirá. Tal vez la crisis a que nos llevan las élites que nos gobiernan, ajenas a la democracia verdadera porque imponen sus criterios por encima de las necesidades y anhelos de la gente, pueda servir para depurar las políticas socialistas que nos arrastran por el fango. Políticas que suponen que vivamos en una crisis permanente. Políticas que provocan las crisis por su hiperregulación y que impiden salir de ellas por su control férreo y su empeño en diseñar las políticas económicas en lugar de dejar libres a los ciudadanos y a los mercados. Alguien lo dijo cuando la crisis de 2008: debemos elegir entre dos opciones terribles, dejar caer lo que haya que dejar caer según los mercados, o una crisis permanente si optamos por la regulación.

 

Como no podía ser de otro modo se optó en toda Europa por la segunda vía. Llevamos en crisis desde 2008 y ahora se avecina otra, tal vez peor. Pero, por supuesto, la culpa la tendrán los mercados, no las políticas socialistas. El señor Borrell, con indisimulada alegría, ya predijo cuando la pandemia que el Estado se convertía así en aseguradora de último recurso de la sociedad. Lástima que olvidó mencionar que quien había provocado la crisis había sido otro Estado y que quien prolongó sus catastróficas consecuencias fueron el resto de Estados y de instituciones supraestatales controladas por esos mismos Estados. Se empeñan en hacernos creer que sólo los Estados garantizaron la supervivencia de la población, pero obvian que las medidas que tomaron, además de ilegales, no salvaron vidas sino por la misma vía que en la Edad Media (aislar y confinar) mientras que las medidas de prevención hubieran sido mucho más eficaces tomadas por los ciudadanos libremente si hubieran estado debidamente informados (recordemos la criminal connivencia de los medios de comunicación de siempre, es decir, casi todos, con que la pandemia era un resfriado leve que podía tomarse a risa hasta que cambiaron radicalmente su discurso en cuanto el poder político se lo ordenó); del mismo modo que hubieran accedido antes por negocios privados a medios de protección que los Estados tardaron semanas e incluso meses en poner a disposición de los ciudadanos y, encima, controlando las cantidades y decidiendo cuándo y dónde se podían obtener. Del mismo modo que dejaron morir a los ancianos en los centros geriátricos sin proporcionar la menor protección en un triaje impropio de países civilizados y sólo comparable a la suerte de los internos de los gulag o de los campos de concentración nazis. Por no mencionar que encontrar la solución médica a la pandemia, la vacuna, fue labor de empresas privadas que, incluso, rechazaron capital público ofrecido para su desarrollo.

 

Los Estados son los responsables de los peores males que asolan la civilización moderna. Las más terribles guerras del siglo XX no hubieran sido posibles en modo alguno sin Estados fuertes y controladores de la población. Por eso nos quieren hacer creer que sólo los Estados pueden solucionar los problemas, cuando lo cierto es que suele ser el Estado el que crea problemas inexistentes (el sentimiento nacionalista de varias regiones españolas es un sentimiento nacido al amparo del deseo irrefrenable de crear otro Estado, no de obtener una libertad que ya disfrutan en gran medida). Es falso que sólo el Estado pueda prestar servicios para asistir a la sociedad, a los más desfavorecidos o a los más débiles. Tales asistencias se prestaban en la Nueva York de la segunda mitad del siglo XIX por organizaciones y asociaciones privadas que hoy han desaparecido por el empuje de las Administraciones públicas del mismo modo que la arena del desierto hace desaparecer la vegetación.

 

Pero es imprescindible que temamos una existencia sin Estado, porque eso garantiza nuestra sumisión. Olvidamos que, entre las élites que ocupan siempre los Estados, tomados por los partidos políticos y estructuras que resisten el paso del tiempo y que no cambian a pesar de los cambios de Gobierno intrascendentes de cada legislatura, lo que hemos llamado Industria Política en otro lugar, el que más promete siempre es el que más miente. Y que, sea cual sea la opción que se elija en las urnas, todas más o menos estatistas, todas más o menos socialistas, su alianza con las grandes empresas acerca nuestro modo de gobierno a los modos mafiosos y fascistas, tan parecidos como también vimos en otra ocasión.

 

Del mismo modo, hemos de convenir que al votar a quien promete quitarle a otros para darnos a nosotros estamos aceptando varias consecuencias ineludibles: primera, que no podrás quejarte cuanto te quiten a ti; segunda, que no imaginas la mísera parte que te da de lo que quita a otros; tercera, que podrías conseguir, colaborando con otros, mucho más de lo que el Estado, tras robarle a esos otros, te da.

 

El Estado excesivo es inhumano, como demuestra que no detenga sus actuaciones a pesar de las consecuencias: deseducación que ha provocado en las últimas décadas, lo que nos hace peores como individuos y como sociedad; pobreza, que ya anuncian los acólitos de esas élites, como Macron, y que ha sido provocado por las políticas socialistas comunes a toda Europa de las últimas décadas, impuestas a los ciudadanos sin contar con su aprobación. Debemos recordar que los retrasos en el progreso que provocan los Estados no sólo nos quitan lo que tenemos en este momento sino lo que pudimos haber hecho o haber tenido de no mediar sus imposiciones y sus exacciones.

 

Nuestro Estado, como los que nos rodean, no son sino la sublimación del expolio y la justificación de la ineptitud. Sin embargo, no parece que nadie, excepto unos pocos, casi excepciones, piden hacer retroceder a los Estados, convertirlos en lo que nunca debieron dejar de ser: Estados pequeños que garantizasen la seguridad y la propiedad privada de los ciudadanos y los derechos humanos básicos. Nada hay más allá de ello que justifique su invasión completa de la vida humana, nada excepto nuestro agradecido vasallaje.

 

(*) Winston Galt es escritor. Autor de la novela Frío Monstruo

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