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Carlos X. Blanco
Domingo, 20 de Noviembre de 2022 Tiempo de lectura:

Nos dan papilla envenenada, y no ciencia

Necesitamos una extensa mirada hacia atrás –mirada histórica- para lograr vislumbrar el futuro. Paradójicamente, el pasado es la única bola de cristal que informa sobre lo que mañana nos puede venir. En la “ciencia” de la Historia que se estudia y enseña en nuestro país hay una tendencia muy grande a detener el rastreo en tiempos muy recientes, y a desconsiderar siglos más lejanos. Eso es lo que ocurre en este provinciano Estado fallido llamado España: “memoria democrática” llaman a la imposición de una única doctrina, a la fe obligatoria y dogmática sobre los hechos, especialmente los hechos que arrancan de la proclamación de la II República hasta el advenimiento del Régimen del 78 (R78). Se está poniendo demasiado énfasis en una historia contemporánea, y más aún, en un relato histórico altamente ideologizado y “guerracivilista”, así como extremadamente local dentro de la misma. Tanto en el instituto, como en la universidad o en los media, nos olvidamos de que España existió muchos siglos antes de haber nacido Franco. Nos olvidamos, igualmente, de que España no era, antes de 1898, simplemente una parte de la península ibérica en el extremo occidental de Europa. La palabra “España” hizo referencia, a lo largo de toda la Modernidad, a una realidad mucho más amplia: un Imperio intercontinental.

 

Es acertado hablar de “las Españas” como hicieron los carlistas y tradicionalistas, no tanto para acentuar la centrifugación (de la que son culpables principales los políticos del R78 y no éstos carlistas y tradicionalistas) sino la pluralidad de territorios, con sus fueros y costumbres propios, que aglutinó la Corona hispánica desde 1492 hasta la llegada de los borbones franceses, a comienzos del siglo XVIII, cuando menos. No hay “memoria democrática” que valga, más bien amnesia y demencia cuando nuestros alumnos, y el público general, ignora que hubo España, y mucha España en los cinco continentes. En cuatro de ellos España dejó su sangre, su fe católica, sus instituciones y la lengua. La perfidia de otros imperios, especialmente anglosajones, explica el retroceso de esa hispanización en todas esas amplias extensiones del planeta, salvo en América.

 

La imagen de que España era un Imperio, y además un Imperio aglutinante, no absorbente, se ve hoy completamente desdibujada y desacreditada por los “guerracivilistas”. El excesivo peso del pretérito más inmediato, y la visión torticera del mismo, es un mal que yo comparo con una losa encima de todos y cada uno de los españoles. Obsesionados por la catástrofe de 1936, ignoramos que fuimos la cuna de una civilización. Losa y lastre que impide una recuperación nacional. Precisamos de un alivio de males, pero son unos males de una convivencia que hoy nadie parece desear. Ninguna de las fuerzas políticas herederas del R78 (y aquí incluyo a los dos flancos presuntamente flamantes de Vox y Podemos) va a apostar seriamente por una recuperación de nuestra auténtica historia, una historia hecha con criterio “científico” (sabiendo qué limitaciones epistemológicas aquejan a la Historia como saber), y nunca partidista ni deletéreo. Mientras no se reconozca que la Guerra Civil y el ulterior régimen franquista no fue sino consecuencia de la acción criminal (o irresponsable) de los políticos que luego militaron en ambos bandos, y que el conflicto se incubó largamente por obra de los tejemanejes extranjeros, no podremos levantar cabeza. Estos tejemanejes opusieron una “España tradicional” (que nunca morirá, aunque se la reprima) y una “España moderna” (que siempre recabará apoyos varios en el extranjero para oponerse a la tradicional y neutralizar así la condición de España como potencia). Y ahí seguimos.

 

La distinción entre Imperio aglutinante e imperio absorbente la he ensayado en mi pequeño libro La Geopolítica del Imperio Español, que acaba de publicar la editorial Letras Inquietas. Este libro presenta en español una distinción ya esbozada recientemente en una publicación internacional. Ella permite oponer dialécticamente la historia de nuestro Imperio (que también fue, en sí mismo una civilización, la Hispanidad) y la de otros. Nuestro Imperio no fue absorbente, esto es, no se limitó a imponer una plantilla acorde con la cual todos los pueblos y territorios encuadrados por el dominio, como realidades humanas que hubieran de “decostruirse” o desmenuzarse materialmente para caber así en las formas impuestas desde arriba. Tampoco se limitó a crear “parques extractivos” al modo pirático o depredador anglosajón. Más bien fue un imperio aglutinante, esto es, unitivo. Fue una estructura supra-nacional y supra-étnica en la cual los distintos Estados miembros (tanto peninsulares como ultramarinos) aceptaban una misma Corona, una misma fe y un ordenamiento imperial federativo.

 

El requisito propio de toda sociedad tradicional no era otro que la lealtad. Hasta en el caso de los Incas Hispanos (excelentemente documentado por Rafael Aita en un libro que acaba de publicar Ediciones de La Tribuna del País Vasco; vide: Los Incas Hispanos, 2022), se puede observar que, una vez dada la conversión a la fe católica y demostrada la lealtad a la Corona, los nobles peruanos (“Incas”) conservaron sus prerrogativas, sus señas de dignidad y soberanía, así como su equiparación con la nobleza peninsular hasta el siglo XVIII, por lo menos. Según muestra el señor Aita, el Imperio español no “destruyó” al Imperio Inca, como relatan los anglos y todos los seguidores de la leyenda negra. Más bien apoyó a una parte de los indios frente a otra que se les enfrentada, y en tal tesitura de descomposición indígena del poder, muchos nativos accedieron a la Hispanidad de grado, por interés y, en ocasiones, con entusiasmo. Los incas leales se aglutinaron con el nuevo poder europeo y cristiano, no simplemente quedaron absorbidos.

 

Mientras no podamos enseñar estos y otros hechos similares en los centros escolares y en las universidades, con el debido rigor y respeto a la verdad, el nuestro será un país sin futuro, condenado a la muerte. No se trata de invocar una “leyenda rosa” que contrarreste a la negra, pues la mentira y la exageración, a la larga, son contraproducentes y precipitan la caída. Pero España ya nota los efectos de una caída libre en sus niveles educativos y en manipulación ideológica. Los niños de la ESO aprenden infinidad de vocablos árabes, “para conocer de dónde venimos”, o también maman, como si fuera leche, que “los vascos siempre fueron independientes”.

 

Aquí, mucha gente tiene la culpa. Los profesores tienen una gran responsabilidad: en lugar de formarse académicamente, científicamente, se entregan con gusto a planes de “digitalización” o a cursillos de “cómo programar de acuerdo con la LOMLOE”, por no hablar de formación en “empoderamiento de género”. Es cierto, todo docente tiene ante sí una responsabilidad histórica: o se forma a través de cursillos que versan sobre gilipolleces, o se forma y se actualiza científicamente en el respeto al rigor y a la verdad. Ya sé que la verdad histórica es difícil, traviesa, áspera… pero, ¿alguien ha dicho alguna vez que el camino de la verdad, de la ciencia, la de cualquier ciencia incluso la Historia, sea un camino real y alfombrado de rosas? Pero el problema no es sólo ni principalmente un problema de formación del profesorado y de ideologización creciente de la Escuela y de la Universidad. Es un problema de legislación perversa y de ideología autodestructiva. Al final, el profesorado, al igual que los militantes de los partidos y los medios de comunicación (especialmente los subvencionados) hacen, en su mayor parte, lo que les dicen. Peones y marionetas. El ser humano no se diferencia tanto, en ocasiones, de los borregos.

 

Para ello, resulta fundamental conocer nuestro pasado rigurosamente, leer mucho, hacerlo de manera rebelde y entrenar el olfato ante la presencia de manipulaciones. Algún día estallará la “burbuja educativa”, como el resto de las burbujas que mantienen España en un mundo de ficción. La ficción de una Europa que nos cuida y nos convierte en mamones, pues se cree estultamente que esa UE goza de ubres inmensas, llenas de leche dulce. La ficción, igualmente, de una OTAN que nos protege, incluyendo protección en el agujero sangrante que tenemos al sur, adonde vamos a dar con una África y un Islam que llama a las puertas y ya hace de “okupa”. Sí, la ficción de una OTAN que no te mete en líos ajenos y que puede sacarte de los propios. Comemos papilla envenenada todos los días. Aún creemos en los cuentos de hadas, los de un Occidente pujante, menuda ficción, capaz aún de dar lecciones al mundo.

 

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