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Arturo Aldecoa Ruiz
Viernes, 06 de Diciembre de 2024 Tiempo de lectura:

La noche de los torpedos

Siendo niño, en mi libro de primeras lecturas aparecía un poema que me llamaba la atención: “El que no sepa rezar que vaya por esos mares y verá que pronto aprende sin enseñárselo nadie”. Yo no lo entendía, pues para mí el mar era el de la tranquila playa de Ereaga, y poco tenía que ver con rezos.

 

Además, las historias sobre el mar y la navegación me encantaban. Mi padre era marino mercante y a veces a las tardes me narraba anécdotas de sus viajes como capitán de petrolero por el Atlántico, el Mediterráneo y el Golfo Pérsico, historias que dejaban claro que la navegación por el mar era una profesión maravillosa, aunque exigía respeto y prudencia con los temporales, pero de miedo y rezos nunca me había dicho nada hasta que un día me contó lo que les sucedió “la noche de los torpedos”.

 

Tendría yo unos diez años y vivíamos en Bilbao. Acabábamos de cambiarnos de casa a un nuevo edificio en la prolongación de la Gran Vía. Era casi la hora de comer, Papá y yo entramos en el ascensor. Justo entonces, Agustín, el portero, retuvo la puerta: otra persona iba a subir con nosotros. Se trataba de un hombre fuerte, muy corpulento, de rostro serio y enrojecido, con cabellos rizados que en su juventud debieron haber sido rubios. Yo no conocía aún a aquel vecino.

 

Según aquel hombre vio a mi padre, puso cara de reconocerle. Y me di cuenta de que él también le reconocía. Cada uno pulsó el botón de su piso: nosotros el quinto, él, el decimotercero. Subimos en silencio. Al bajarnos, Papá se despidió con un “auf widersehen” en alemán. Ciertamente que el vecino tenía apariencia centroeuropea, pero ¿de qué podía conocerle? ¿sería otro marino?

 

Nada más entrar en casa, mi padre se dirigió a mi madre y le dijo: “Charo, ¿sabes con quién acabamos de subir en el ascensor? Con el responsable de la inteligencia alemana en Bilbao en la Segunda Guerra mundial. También vive aquí”.

 

Mi madre se alarmó un poco y le preguntó: “Arturo, ¿te ha reconocido?” Papá le respondió con tranquilidad “Naturalmente, lo mismo que yo a él, incluso me he despedido de él en alemán”. Siempre tuvo un particular sentido del humor.

 

Yo, inmediatamente le pregunté: “ ¿el vecino era un espía?” La historia prometía.

 

Aunque ha pasado más de medio siglo, no he olvidado aquel relato. En los años 40 nuestro vecino fue jefe del servicio de inteligencia alemán en Bilbao, encargado de recopilar y transmitir a Berlín información naval, algo que durante una guerra es un arma muy poderosa. Y luego me contó la historia de porqué y cuándo le conoció.

 

En plena Segunda Guerra mundial, a comienzos de la década de 1940, el Mediterráneo estaba controlado por los alemanes e italianos, lo que cerraba el paso por el Canal de Suez al suministro del crudo de los países del Golfo Pérsico. Por ello, los campos de petróleo del lago de Maracaibo en Venezuela y las cercanas refinerías de Aruba, Curazao y Trinidad en el Caribe eran vitales para el suministro de petróleo y sus derivados a los países aliados y a sus ejércitos.

 

Se trataba de una zona que se suponía protegida de las acciones hostiles alemanas por la gran distancia existente desde las costas de Europa, con un océano de por medio.

 

Mi padre llevaba en aquellos años un petrolero de la CAMPSA llamado “Campeche”, que acudía periódicamente al Caribe para surtirse de petróleo y derivados en las refinerías holandesas de Aruba y Curazao y traerlos a la península, recalando generalmente en Cádiz, Vigo, Santander y, finalmente, Bilbao.

 

En febrero de 1942 habían navegado hasta Aruba. El domingo 15, pese a ser festivo, estuvieron cargando gasolina. Querían partir cuanto antes, ya que era la antevíspera del martes de Carnaval, y pretendían hacer escala en la algún puerto o isla cercana para disfrutar de la fiesta caribeña.

 

La relativamente fresca noche del lunes 16 de febrero de 1942, coincidía con la luna nueva y por tanto era oscura como la boca de un lobo. Curiosamente, las luces de la costa, incluidas las de la refinería y los depósitos de Aruba, estaban todas encendidas, y una luminosidad difusa se dispersaba por la calima y las nubes bajas sobre la isla. Aún no se habían decretado allí medidas de oscurecimiento nocturno, como en todas las ciudades e industrias de los países aliados en guerra. Con un sorprendente exceso de confianza, el mando aliado en el Caribe y las Antillas consideraba imposible que los U-boot alemanes cruzaran las casi 4.000 millas náuticas a través del Atlántico que separaban sus bases francesas de Aruba.

 

El “Campeche”, con una enorme bandera española pintada a cada lado del casco para ser identificado como buque de un país neutral, estaba esa madrugada del lunes comenzando a salir del puerto. Papá estaba en el puente.

 

Hacia las dos, de repente mi padre vio la estela de un torpedo pasando junto al buque, y segundos después una enorme explosión levantó casi en el aire el SS “Pedernales”, un buque tanque aún anclado en el puerto, y lleno de combustible. El navío quedó partido por la mitad en medio de un mar de fuego por el petróleo incendiado.

 

Un par de minutos más tarde avistaron la estela de un nuevo torpedo y, al poco, un segundo buque tanque, el SS “Oranjestad”, también completamente cargado, estalló y comenzó a hundirse. Era imposible entonces saber cuántos marinos estaban muriendo, abrasados o ahogados delante de sus ojos. Papá lo recordaba como una escena infernal.

 

A su popa, el puerto pareció convertirse en una bola de fuego que se iba extendiendo por el mar en dirección hacia el “Campeche”. Mi padre ordenó navegar “avante a toda máquina” para salir de allí, rezando por no despertar la atención del submarino atacante, pues por mucha bandera de país neutral que llevaran, en aquella mezcla de oscuridad y luz de las llamaradas, cualquier error de interpretación podría serles fatal: navegaban en un buque cargado de gasolina. Si un torpedo les impactaba saltarían por los aires como el “Pedernales”. Los que se encontraban en el puente, incluso los que en privado presumían de ateos, comenzaron a rezar en voz alta.

 

Afortunadamente, apenas diez minutos después de comenzado el ataque, el submarino pareció cambiar de objetivo y emergió junto a ellos. Papá pudo contemplar aquel casco de líneas estilizadas y elegantes, que le era muy familiar.

 

De joven había visto crear su prototipo en los astilleros de Horacio Echevarrieta en Cádiz, de los que mi abuelo era director. Aquel primer modelo gaditano sería la base de los futuros U-boot alemanes de la segunda guerra mundial, las temibles “manadas de lobos” que estaban hundiendo cientos de buques aliados y causando la muerte de sus tripulaciones.

 

Estaba claro que el submarino los ignoraba y priorizaba cañonear la refinería y sus depósitos para inutilizarlos. Pero, de repente hubo una explosión en la cubierta del sumergible: por alguna causa, su cañón principal había explotado. Entonces desde el submarino comenzaron a disparar con otro cañón más pequeño hacia la refinería y su entorno de tanques y edificios.

 

Mientras tanto el “Campeche”, comenzó a alejarse lo más rápido posible de aquel escenario de guerra. Podía haber otros submarinos merodeando en busca de petroleros, lo cual posteriormente se demostró cierto, y ellos convertirse en objetivo.

 

De hecho, no lejos de su posición, entre las dos y las dos y media de la mañana cuatro torpedos se dirigieron hacia el petrolero americano “Arkansas”, que aún viajaba de vacío. Por fortuna solo uno le alcanzó, causando únicamente un pequeño incendio.

 

Poco más tarde, en el brazo de mar que separa Aruba de la costa venezolana y el canal de Maracaibo, el tanquero “Tía Juana” fue impactado por un torpedo y estalló en llamas. Minutos después fue alcanzado por dos torpedos el petrolero venezolano “Monagas”, que ardió y se hundió rápidamente. Finalmente, el submarino abrió fuego contra el tanquero “San Nicolás”. En pocos momentos una línea de fuego y explosiones cubrieron el horizonte sur.

 

Mi padre y su tripulación acababan de ver en directo uno de los episodios clave de la Segunda Guerra Mundial, hoy casi olvidado: el fallido ataque alemán a Aruba, Curazao y campos petrolíferos de Maracaibo para intentar estrangular el abastecimiento aliado de petróleo y sus derivados refinados.

 

Luego se sabría que un grupo de cinco submarinos alemanes había abandonado a principios de mes su base en Lorient, en la costa francesa con el objetivo principal de destruir las refinerías y sus depósitos, lo que no consiguieron, y de hundir todos los petroleros que pudieran.

 

El “Campeche” se salvó por la casualidad de haber cargado antes y salido del puerto a primera hora de aquel lunes.

 

Llevar visible en el buque la bandera pintada podía no servir de nada en medio del fragor de la guerra y las decisiones equivocadas de los capitanes de submarinos. Tal le sucedería el 19 de septiembre de 1942 al vapor “Monte Gorbea” cuando navegando de Buenos Aires a Bilbao con pasajeros y una carga de trigo y alubias, fue hundido cerca de Martinica por un submarino alemán cuyo estresado capitán estaba convencido de que en realidad el vapor era un mercante británico camuflado. Murieron 23 tripulantes y 29 pasajeros.

 

Cómo capitán, Papá ya sabía por viajes anteriores que, cuando atracara en Santurce para dejar su carga en el depósito Franco, debería visitar al día siguiente la Comandancia de Marina para presentar un informe de lo que había sucedido en el viaje y todo aquello que había visto al navegar por el Atlántico, rutas de barcos y convoyes incluidos. Una filtración de esa información podría ser la causa de la muerte de muchos marinos, y Bilbao eran aquellos días un auténtico nido de espías.

 

Mi padre tenía obligación de informar a las autoridades y facilitarles los datos. Leyendo una novela, se le había ocurrido que podía hacer algo para cumplir aquel trámite sin poner a nadie en riesgo: crear un relato plausible que no reflejara nada comprometedor en el cuaderno de Bitácora, añadiendo solo aquellos hechos que la prensa ya había informado en base a las noticias que ambos bandos difundían a través de sus servicios de propaganda.

 

Para ello había quedado con un ex compañero de colegio, que vendía periódicos y revistas en Portugalete para que le guardara los diarios mientras estaba de viaje. Nada más desembarcar Papá mandaba alguien a recogerlos y los revisaba rápidamente en busca de noticias de hechos ya conocidos que pudiera incluir en su informe.

 

Al llegar a Bilbao, para su sorpresa recibió una segunda petición de reunión. Un hombre le dijo qué después de ir a la Comandancia pasara a la tarde por el Hotel Excelsior, cerca de la estación del norte de Bilbao, y que preguntara por el “responsable”.

 

Mi padre sabía perfectamente que aquel hotel era entonces el centro de reunión de la colonia alemana en Bilbao y el lugar preferido de los agentes alemanes. Estaba claro que estos también querían información.

 

Así qué a la mañana siguiente, y tras preparar bien su informe, visitó la Comandancia de Marina. Luego quedó a comer en la Sociedad Bilbaína con sus primos Ramón y José Zubiaga, para contarles lo sucedido en el viaje y conocer su opinión. Ambos pensaban que el ataque alemán no había alcanzado su objetivo real, que era destruir las refinerías, y por ello lo repetirían: las aguas del Caribe serían muy peligrosas en el futuro. Sus primos eran fervientes anglófilos, pues se habían educado en Gran Bretaña.

 

En aquellos días la Sociedad Bilbaína era la otra cara de la moneda del cercano y germanófilo Hotel Excelsior, pues en sus salones recalaban las personas de la “buena sociedad” bilbaína, en general partidarias por educación de los aliados. Era también quizás el único lugar de aquel Bilbao sometido al franquismo de postguerra donde las ideas personales se respetaban con el simple requisito de actuar con buena educación. Un auténtico club inglés.

 

A media tarde, mi padre se dirigió al cercano edificio del Hotel Excelsior y al entrar en el mismo preguntó por el “responsable”. “Le está esperando en el bar” le dijeron. Y en efecto allí estaba sentado un hombre más joven que él, de aspecto fornido y cabellos rubios, con un portafolios en la mano. Papá se acercó y se presentó: “Buenas tardes soy el Capitán del “Campeche”, me han dicho que quiere vd. usted hablar conmigo”.

 

El joven le dio la mano y fue directo al grano: “Buenas tardes y gracias por acudir. Como ya intuirá estamos interesados en el viaje que acaba de realizar al Caribe, sus circunstancias, el tráfico de buques y convoyes que haya observado. Sabemos que se encontraba con su buque en Aruba cuando han tenido lugar acciones militares. Por ello le ruego nos describa con detalle lo que vio”.

 

A continuación, Papá le hizo un resumen del viaje y de todo aquello que había contado en la Comandancia, omitiendo intencionadamente cualquier dato nuevo del tráfico de buques o convoyes.

 

El agente alemán tomó nota con detalle de todo: fechas, horas, lugares, circunstancias. Hizo pocas preguntas. Solo comentó qué el informe confirmaba lo que ya sabían. Aquel hombre no estaba nada convencido de haber recibido la versión real del viaje, pero por alguna causa decidió no indagar más. Y tras darle las gracias se despidió. Acto seguido Papá dejó el lugar y volvió al “Campeche”.

 

Cuando acabó su relato, le pregunté: “¿crees que le engañaste?”.

 

Mi padre me dijo: “Creo que no, aquel hombre sabía que yo le estaba contando lo que ya estaba publicado en los periódicos. Seguramente no insistió más porque es muy posible que de estar él en mi lugar hubiera hecho exactamente lo mismo para no poner en riesgo vidas ajenas. Pese a ser un agente alemán me pareció un caballero sirviendo al país equivocado. Las personas no elegimos el país donde nacemos.”

 

Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Vizcaya 1999-2019

 

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