Lucy Connolly y la nueva censura europea
El encarcelamiento de Lucy Connolly no es solo una tragedia familiar: es un síntoma alarmante de un mal que se extiende por Europa con creciente descaro. Una mujer sin antecedentes penales, elogiada por su entorno —incluidas familias inmigrantes— como cuidadora ejemplar, ha sido condenada a más de dos años de prisión por un tuit escrito en un momento de trauma emocional. El mensaje era inaceptable, sin duda. Pero el castigo impuesto, brutal y desproporcionado, revela algo mucho más peligroso que unas palabras desafortunadas: la demolición acelerada de la libertad de expresión capitaneada por políticos miserables como el comunista Keir Rodney Starme, Emmanuel Macron, Pedro Sánchez o Ursula Von der Layen.
No estamos hablando aquí de un caso de incitación organizada, de odio militante o de apología explícita de la violencia. Estamos ante una explosión emocional escrita tras una masacre que afectó a Connolly en lo más profundo de su biografía. Ella misma borró el tuit horas después. Sin embargo, fue tratada como una criminal ideológica, privada de libertad, del acceso a su hija, y sometida a un escarnio público desmedido, mientras políticos de extrema izquierda con discursos incendiarios caminan libres y sin consecuencias.
La justicia, cuando se convierte en herramienta política, deja de ser justicia.
Lo más inquietante no es solo la condena en sí, sino el silencio clamoroso de los grandes medios internacionales, tan diligentes y valientes para denunciar a Donald Trump o la represión cuando ocurre en países que no forman parte del club “respetable”. ¿Dónde están ahora los defensores de la libertad de prensa? ¿Dónde los guardianes de los derechos civiles que hace no tanto se rasgaban las vestiduras ante cualquier presunto atropello legal ocurrido en Hungría o Polonia?
El caso de Lucy Connolly debería haber levantado la voz de todos los organismos de derechos humanos, universidades, partidos políticos y medios de comunicación. Pero la respuesta ha sido un murmullo incómodo o, directamente, una omisión deliberada. Lo políticamente conveniente hoy no es defender la libertad de expresión, sino ajustarla a una narrativa oficialista donde todo disenso se confunde con odio, y donde cada ciudadano aprende pronto que hay cosas que ya no se pueden decir.
Así se construyen las democracias anestesiadas, aquellas que aún celebran elecciones pero que castigan con puño de hierro las opiniones "incorrectas". La Europa del siglo XXI se va pareciendo, cada vez más, a una elegante cárcel con fachada liberal.
No se trata de justificar lo que dijo Lucy Connolly. Se trata de defender el derecho a no ser destruido por decirlo.
Mientras tanto, una niña de 12 años duerme sin su madre. Y una mujer que cuidó de hijos ajenos con ternura y entrega, duerme en una celda por escribir lo que pensaba, en un país que se jacta de su civilización.
En Europa, la libertad de expresión está siendo sustituida por la libertad de sumisión. Y la historia no será amable con los fanáticos sinvergüenzas que hoy callan ante esta indignidad.
El encarcelamiento de Lucy Connolly no es solo una tragedia familiar: es un síntoma alarmante de un mal que se extiende por Europa con creciente descaro. Una mujer sin antecedentes penales, elogiada por su entorno —incluidas familias inmigrantes— como cuidadora ejemplar, ha sido condenada a más de dos años de prisión por un tuit escrito en un momento de trauma emocional. El mensaje era inaceptable, sin duda. Pero el castigo impuesto, brutal y desproporcionado, revela algo mucho más peligroso que unas palabras desafortunadas: la demolición acelerada de la libertad de expresión capitaneada por políticos miserables como el comunista Keir Rodney Starme, Emmanuel Macron, Pedro Sánchez o Ursula Von der Layen.
No estamos hablando aquí de un caso de incitación organizada, de odio militante o de apología explícita de la violencia. Estamos ante una explosión emocional escrita tras una masacre que afectó a Connolly en lo más profundo de su biografía. Ella misma borró el tuit horas después. Sin embargo, fue tratada como una criminal ideológica, privada de libertad, del acceso a su hija, y sometida a un escarnio público desmedido, mientras políticos de extrema izquierda con discursos incendiarios caminan libres y sin consecuencias.
La justicia, cuando se convierte en herramienta política, deja de ser justicia.
Lo más inquietante no es solo la condena en sí, sino el silencio clamoroso de los grandes medios internacionales, tan diligentes y valientes para denunciar a Donald Trump o la represión cuando ocurre en países que no forman parte del club “respetable”. ¿Dónde están ahora los defensores de la libertad de prensa? ¿Dónde los guardianes de los derechos civiles que hace no tanto se rasgaban las vestiduras ante cualquier presunto atropello legal ocurrido en Hungría o Polonia?
El caso de Lucy Connolly debería haber levantado la voz de todos los organismos de derechos humanos, universidades, partidos políticos y medios de comunicación. Pero la respuesta ha sido un murmullo incómodo o, directamente, una omisión deliberada. Lo políticamente conveniente hoy no es defender la libertad de expresión, sino ajustarla a una narrativa oficialista donde todo disenso se confunde con odio, y donde cada ciudadano aprende pronto que hay cosas que ya no se pueden decir.
Así se construyen las democracias anestesiadas, aquellas que aún celebran elecciones pero que castigan con puño de hierro las opiniones "incorrectas". La Europa del siglo XXI se va pareciendo, cada vez más, a una elegante cárcel con fachada liberal.
No se trata de justificar lo que dijo Lucy Connolly. Se trata de defender el derecho a no ser destruido por decirlo.
Mientras tanto, una niña de 12 años duerme sin su madre. Y una mujer que cuidó de hijos ajenos con ternura y entrega, duerme en una celda por escribir lo que pensaba, en un país que se jacta de su civilización.
En Europa, la libertad de expresión está siendo sustituida por la libertad de sumisión. Y la historia no será amable con los fanáticos sinvergüenzas que hoy callan ante esta indignidad.