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Winston Galt
Domingo, 20 de Julio de 2025 Tiempo de lectura:

El Estado contra Torre Pacheco

Lo ocurrido en Torre Pacheco es un símbolo del estado actual de la nación. Lo que comenzó con una agresión brutal e injustificable a un anciano por parte de un grupo de inmigrantes ilegales —un hecho que debería haber indignado a todo el país y poner en pie de guerra a las fuerzas del orden público (que el gobierno ha convertido en fuerzas del orden púbico de sus intereses)— ha terminado con la Policía Nacional desplegada no para proteger a las víctimas ni para prevenir nuevas agresiones, sino para controlar a los vecinos, a los ciudadanos, a los que pagan impuestos, trabajan, respetan la ley y tienen ya la paciencia erosionada por años de abandono institucional y por la soberbia enardecida de los que llegan insolentes, crecidos por la connivencia institucional que todo les da y todo les permite, a escupirles en su propia casa.

 

Es difícil imaginar un ejemplo más claro del desfase entre el poder político y la realidad social. El Ministerio del Interior ha enviado efectivos no para restaurar la justicia ni para reafirmar la legalidad (han permitido que los agresores se paseen en hordas amenazantes durante varias noches seguidas sin reprimirlos), sino para asegurarse de que los españoles no reaccionen con demasiada energía ante lo que cada vez más perciben como una agresión sistemática a su seguridad, a su forma de vida, a sus principios y a su dignidad.

 

Acabar con la entrada masiva de ilegales está en las manos del gobierno, que dispone de todo el poder para hacerlo. Nadie con el cerebro medio sano puede negar que si el gobierno quisiera controlar las fronteras podría hacerlo. Por eso, los autores mediáticos de cada agresión, de cada robo, de cada violación y de cada asesinato que cometen estos ilegales son los miembros del gobierno, con nombres y apellidos. Son cómplices morales de cada uno de esos crímenes, del mismo modo que son cómplices del tráfico de drogas en el Estrecho cuando se levantan deliberadamente (presumiblemente) las barreras policiales para facilitar el tráfico.

 

Una política que, lejos de ser ingenua, responde a un modelo ideológico que pretende rehacer nuestra sociedad sin el consentimiento de sus ciudadanos, sin respeto por su identidad cultural ni por sus derechos básicos. Y cuando esa transformación genera conflictos —como los que ya son frecuentes en pueblos de Murcia, barrios de Cataluña, zonas de Andalucía o pueblos de Madrid— el Estado no acude a proteger, sino a reprimir a los propios ciudadanos.

 

La política migratoria del gobierno actual convierte a los ciudadanos en rehenes de un modelo fallido que, además, se niega a corregir. En lugar de reforzar los controles fronterizos, se debilitan. En lugar de exigir reciprocidad cultural, se cede terreno a prácticas ajenas e incompatibles con los valores fundamentales de convivencia. En lugar de exigir una integración plena se condena cualquier oposición a la implantación violenta de sus valores, contrarios a los nuestros, y se nos criminaliza a los que nos oponemos a soportarlo.

 

Lo sucedido en Torre Pacheco debería ser objeto de una profunda reflexión nacional. Pero no lo será. Porque el Estado prefiere criminalizar la indignación de los vecinos antes que rectificar el éxito de sus políticas dirigidas contra nosotros. Y aquí está la clave: el problema no son sólo los individuos que cometen delitos, sino el sistema que permite, tolera e incluso protege esas conductas mientras exige obediencia ciega a los ciudadanos corrientes.

 

¿Qué ocurre cuando el aparato del Estado ya no actúa en defensa del interés general, sino en defensa de sus propios intereses ideológicos? O peor aún, cuando ese aparato se convierte en el instrumento directo del malestar social, en lugar de ser la solución. Cuando no se actúa para prevenir delitos, sino para sofocar el derecho al descontento. Entonces ya no estamos hablando de un problema de gestión: estamos ante un modelo de Estado cada vez más autoritario.

 

Es importante decirlo con claridad: el Estado no sólo falla al no proteger. Falla también cuando castiga la legítima protesta de los ciudadanos mientras subvenciona, ampara y justifica la presencia de elementos que atacan de manera directa la seguridad, la estabilidad y la cohesión social.

 

La criminalidad asociada a determinados grupos de inmigración ilegal es un hecho documentado en las estadísticas que el propio gobierno intenta ocultar o maquillar. El porcentaje de delitos cometidos por determinados colectivos es abrumadoramente superior a su representación demográfica. Negarlo es mentir y callarlo es cobarde.

 

Se trata de una estrategia prolongada de sustitución cultural y social, de desarticulación del tejido tradicional europeo. La alarma social que esto provoca es deliberada: el poder político espera que ante la imposibilidad de la lucha por los ciudadanos, éstos acudan a su regazo a pedir protección del mismo poder que los traiciona.

 

Esto no ocurre solo en España. Es un patrón repetido en buena parte de Europa Occidental, agravado por unas estructuras políticas parasitarias, unas élites que han hecho de la inmigración masiva no controlada una herramienta para su control social. Al parecer, los europeos éramos demasiado díscolos.

 

El gobierno nacional socialista ha decidido que el ciudadano español medio es una amenaza para su proyecto político. De ahí los insultos constantes: "ultra", "fascista", "racista". Y todo por defender algo tan elemental como el derecho a la seguridad, a la identidad y a la libertad.

 

Pero no se trata de odio. Se trata de defensa propia. Porque cuando el Estado permite que un anciano sea agredido sin motivo y luego manda a la policía para que no se proteste demasiado, el mensaje es claro: el Estado no está contigo. Está contra tí. Así ha sido siempre, pues el Estado existe para controlar a las gentes de bien, a los buenos ciudadanos, no a los malvados ni a las élites que viven parasitariamente de él a costa de los productivos.

 

Millones de españoles sienten que han perdido el control sobre su vida cotidiana. Que ya no pueden opinar con libertad. Que ya no pueden criar a sus hijos en un entorno seguro. Que ya no pueden confiar en los medios, en los partidos ni en la policía. Y que las calles de su barrio ya no son lo que eran hace sólo diez años.

 

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El problema no es puntual. Es estructural. Y la solución pasa por recuperar el sentido del bien común, por restaurar la soberanía política y cultural del país, y por exigir responsabilidades a los que han convertido el poder en una tapadera para su agenda oculta.

 

Sí: hay responsables. Están en el gobierno, pero también en la oposición cobarde que no se atreve a cuestionar el marco ideológico dominante. Están en las instituciones que censuran a quien disiente y premian a quien calla. Están en los medios que ocultan las noticias que no convienen. Y también están entre los millones de ciudadanos que, por comodidad o por miedo, siguen sosteniendo con su voto y su silencio un sistema que les desprecia. Estos millones de votos que sustentan el cambio de régimen y que están al nivel moral de los que votaron en 1933 por Hitler o en 2006 por Hugo Chávez.

 

Todo lo que está pasando lo contamos hace unos años en Frío Monstruo, esa distopía que, por desgracia, está cumpliéndose paso a paso (incluso la pandemia anunciada en la novela), y que sólo unos pocos se atrevieron a leer y a difundir, como el director de este periódico. Si quieres saber lo que va a pasar en los próximos años, sólo tienes que leer Frío Monstruo, aún más vigente que cuando se publicó. No puede haber otro final que ese que no atreves a confesarte a tí mismo. Mi mayor error al escribir esta distopía fue considerar que el proceso sería irreversible en 2050 cuando lo será no más allá de 2030. Y los políticos lo saben y nos contienen con todo el poder de su maldito monopolio de la violencia y su maldito monopolio del crimen, dando rienda suelta al crimen importado y sometiendo la indignación justificada.

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La inmigración es el mayor problema de España y de Europa, porque es un problema de subsistencia de nuestra civilización y ya no va a ser posible erradicar el problema en breve, aunque se podría luchar contra él eficazmente y solucionarlo en unos cuantos años impidiendo radicalmente la entrada de nuevos inmigrantes ilegales y devolviendo en un proceso constante a los que delinquen y, sobre todo, quitándoles el dinero de ayudas, subsidios y paguitas, extraídos de los trabajadores españoles y europeos, para sostener masas de inmigrantes que apenas trabajan y que no aportan cualificación alguna a nuestro acervo productivo.
 
Pero no será así, porque los gobiernos son cómplices o cobardes. Porque las grandes soluciones a los grandes problemas son siempre traumáticas. Nada se puede esperar de la izquierda, pues su colusión de intereses con el islam político está fuera de toda duda (casi todos sobornados o sometidos a chantaje) y muchos, aunque cueste creerlo, por convicción ideológica, para acabar con el espíritu europeo de democracia liberal y capitalismo, creyendo que tales masas contribuirán a ello; y lo harán, sin duda, pero también acabarán con la izquierda cómplice que se ha convertido en el don Rodrigo de la invasión, ya no silenciosa. El islam político tampoco paga a traidores.
 
España no necesita otro discurso complaciente. Necesita coraje, lucidez y memoria. Y sobre todo, necesita una ciudadanía que recupere la conciencia de su poder. Porque el Estado puede mandar, pero no puede existir sin el consentimiento de los gobernados. Y si ese consentimiento se retira —si el pueblo deja de creer en la legitimidad de quienes lo gobiernan— entonces el juego cambia. Y cambia rápido.
 
Torre Pacheco no es sólo un municipio murciano. Hoy es el nombre de una encrucijada: la que separa una sociedad libre y justa de una dominada por el miedo, la mentira y la sumisión. Es el espejo en el que todos deberíamos mirarnos. Y tal vez, si aún queda algo de espíritu cívico en el alma de este país, también pueda ser el inicio de una respuesta. Respuesta que debería comenzar, como ya dijimos hace unas semanas, con un parón poblacional masivo para llamar la atención del mundo entero, que nuestro grito por estar dominados por una banda mafiosa que colabora activamente en nuestra destrucción tenga la repercusión que merece.

 

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