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Sábado, 13 de Septiembre de 2025 Tiempo de lectura:

A la caza del "antifascista" asesino: Crónica de la detención de Tyler Robinson

Era jueves por la noche cuando el teléfono del FBI dejó de sonar. Treinta y tres horas después del disparo que atravesó el cuello del activista conservador Charlie Kirk frente a tres mil testigos, la cacería más intensa desplegada en Utah en décadas estaba a punto de llegar a su fin. No con sirenas ni helicópteros, sino con la voz quebrada de un padre que había reconocido las zapatillas Converse grises de su hijo en las fotografías que saturaban cada pantalla de Estados Unidos.

 

El final llegó como llegan los finales más inesperados: con una llamada telefónica.

 

Todo había comenzado días antes, en una cena familiar que parecía rutinaria en el suburbio de Washington, Utah. Tyler Robinson, de 22 años, mencionó casualmente que Charlie Kirk visitaría la Universidad del Valle de Utah. Sus palabras, según recordaría después un familiar, destilaban un veneno inusual. Kirk "estaba lleno de odio y lo propagaba", había dicho el joven, mientras cortaba su comida con la precisión mecánica de quien ya había tomado una decisión. 

 

Nadie en esa mesa pudo imaginar entonces que estaban cenando con un futuro asesino.

 

Cuando los investigadores encontraron el rifle de cerrojo envuelto en una toalla en el bosque cercano al campus, descubrieron algo que los heló: los casquillos tenían mensajes grabados. "¡Eh, fascista!", gritaba uno de ellos desde el silencio del metal. "Oh bella ciao, bella ciao, ciao, ciao", resonaba otro, evocando la canción antifascista italiana que se había convertido en himno de resistencia. Pero quizás el más perturbador era el que parecía salido de un meme de Internet: "Si estás leyendo esto, eres gay LMAO". La banalidad del mal había encontrado su expresión perfecta en una broma grabada en munición letal.

 

El asesino Tyler Robinson había sido, según todos los registros, un estudiante modelo. Una beca lo había llevado a la Universidad Estatal de Utah tras un historial académico impecable. Pero algo había pasado en ese único semestre de 2021. Abandonó los estudios sin explicación aparente, dejando atrás no solo las aulas, sino aparentemente también cualquier vestigio de la normalidad que lo había caracterizado.

 

Los registros de votación lo mostraban como alguien sin afiliación partidista, un "votante inactivo" que no había participado en las dos elecciones más recientes. Sin embargo, según las autoridades, se había "politizado en los últimos años", transformándose de un joven aparentemente apático en alguien capaz de planificar y ejecutar lo que el gobernador Spencer Cox no dudaría en calificar como un "asesinato político".

 

Las cámaras de seguridad capturaron cada segundo de su huida tras asesinar a Charlie Kirk: corriendo por el techo del edificio universitario, descendiendo por un vértice con la agilidad de quien había ensayado cada movimiento, atravesando el césped hasta perderse en una calle donde pasaban autos como si nada hubiera cambiado en el mundo.

 

Durante 33 horas, Tyler Robinson se convirtió en el fantasma más buscado de América. El FBI desplegó un operativo masivo en las áreas boscosas cercanas a la universidad. Helicópteros sobrevolaban Utah como libélulas gigantes. Una recompensa de 100.000 dólares convertía a cada ciudadano en un cazador de recompensas potencial.

 

Pero Robinson no estaba escondido en ningún bosque. Estaba en casa, cargando con el peso de lo que había hecho, esperando quizás que alguien más tomara la decisión que él no podía tomar.

 

La llamada llegó la noche del jueves. Un familiar había visto las fotografías difundidas por el FBI y algo había hecho clic en su memoria: esas zapatillas Converse grises, esas gafas de sol... El estómago se le revolvió cuando la certeza lo golpeó como un martillo.

 

La cadena de eventos que siguió fue casi cinematográfica en su simplicidad: el familiar contactó a un amigo de la familia, quien a su vez llamó a las autoridades. El mensaje era claro: Tyler Robinson había "confesado o insinuado que había cometido el incidente".

 

Cerca del Parque Nacional de Zion, a 400 kilómetros del lugar del asesinato, se desarrolló la escena final. No hubo persecución, no hubo disparos, no hubo resistencia. Solo un padre que había convencido a su hijo de que "esto era todo", y un ministro que sirvió de intermediario con las fuerzas del orden.

 

A las 22:00 horas del jueves, Tyler Robinson se entregó voluntariamente. El gobernador Spencer Cox confirmó que Robinson "confesó" o "implícitamente admitió" a un familiar que él había matado a Kirk.

 

Cuando Donald Trump anunció "con un alto grado de certeza, lo tenemos" en Fox News, no solo confirmaba una detención. Estaba cerrando un capítulo de violencia política que había mantenido a un país entero conteniendo la respiración.

 

Si desde la izquierda y desde determinados medios de comunicación se acusa incansablemente durante décadas a personas como Charlie Kirk de ser "nazis" y "fascistas", el proceso de radicalización erstá servido.  Según declaró el gobernador Cox, "esta es una buena familia. Una infancia normal. Todo aquello que uno esperaría que nunca condujera a algo así".

 

La normalidad, ese concepto esquivo, había demostrado una vez más su fragilidad. En algún lugar entre una cena familiar y un evento universitario, un joven de 22 años había cruzado una línea que no tiene regreso. Y cuando finalmente fue encontrado, no estaba escondido en las montañas de Utah, sino refugiado en el último lugar donde un asesino puede encontrar paz: el perdón de su familia.

 

Tyler Robinson ahora enfrenta cargos de homicidio agravado. El presidente Trump ha declarado que espera que reciba la pena de muerte. Pero quizás la verdadera justicia ya había comenzado mucho antes de su detención: en el momento en que tuvo que mirar a los ojos a su padre y admitir lo que había hecho.

 

El eco de aquel disparo en la Universidad del Valle de Utah seguirá resonando mucho después de que se dicte la sentencia. Porque Tyler Robinson no era un monstruo nacido en las sombras. Era, según todas las apariencias, un ciudadano común. Y, quizás, esa sea la verdad más aterradora. ¿Cuántos Tyler andan libremente por nuestras calles alimentados con décadas de odio izquierdista? 

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