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Domingo, 28 de Septiembre de 2025 Tiempo de lectura:

El Banco Central Europeo advierte de que el dinero físico sigue siendo el salvavidas último cuando el mundo se tambalea

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En una Europa cada vez más digitalizada, donde los pagos con tarjeta y móvil dominan el día a día, el Banco Central Europeo ofrece un recordatorio que sorprende a muchos: el efectivo, ese billete que algunos dan por muerto, sigue siendo un pilar indispensable en momentos de crisis. El último boletín económico de la institución revela un patrón tan repetido como elocuente: cuando el miedo golpea, cuando la incertidumbre se instala o cuando la infraestructura tecnológica se desploma, los ciudadanos corren a refugiarse en lo más básico, en lo más tangible, en el papel moneda que se puede sostener en la mano.

 

El BCE subraya una paradoja que rompe tópicos. Es cierto que, en la vida cotidiana, el uso del billete va cediendo terreno frente a los pagos electrónicos. La comodidad de acercar un móvil al terminal o de programar compras instantáneas parece haber relegado al efectivo a un papel secundario. Pero las cifras muestran otra cara: la cantidad total de billetes en circulación no solo no disminuye, sino que crece sin descanso. Representa más del 10 % del PIB de la eurozona. No es un capricho ni un retraso cultural, es la prueba de que millones de europeos guardan dinero en metálico como reserva de seguridad. En los hogares, en las carteras, en pequeños sobres escondidos, late una economía de bolsillo que funciona como seguro invisible, dispuesta a activarse en cuanto la normalidad se quiebra.

 

La primera gran sacudida reciente llegó con la pandemia de Covid-19. Marzo de 2020, calles desiertas, supermercados con estanterías vacías, miedo al contagio en cada gesto. Irónicamente, el uso de billetes en comercios cayó, pero la demanda de efectivo para guardar en casa se disparó. En apenas noventa días, los europeos retiraron casi veinte mil millones de euros más de lo previsto en un escenario sin pandemia. No era tanto para gastar, sino para conservar. Un sobre con billetes se convertía en un símbolo de seguridad, en la certeza de que, si el sistema financiero sufría un colapso, habría al menos un colchón inmediato para resistir.

 

Dos años más tarde, el 24 de febrero de 2022, la invasión rusa de Ucrania desató otra ola de desconfianza. En los países más próximos al conflicto, la reacción fue casi instintiva: acudir a los cajeros, retirar billetes, reforzar reservas. El temor no solo era bélico; también se hablaba de ciberataques, de posibles cortes de suministro eléctrico, de inestabilidad en los sistemas bancarios. El BCE constató que, en esas zonas, los picos de demanda de efectivo fueron hasta diez veces superiores a los niveles habituales. Una reacción casi visceral: cuanto más cerca de la frontera con Ucrania, más evidente era el recurso al dinero físico.

 

La tercera lección llegó en abril de 2025 con el gran apagón que afectó a la península ibérica. Durante horas, millones de personas se encontraron sin electricidad, sin telecomunicaciones, sin internet. Las tarjetas dejaron de funcionar, las transferencias electrónicas eran imposibles, el comercio electrónico quedó en blanco. El consumo digital se desplomó más de un cuarenta por ciento. Solo quienes tenían billetes en el bolsillo pudieron comprar alimentos, medicinas, agua. Cuando los cajeros volvieron a funcionar, las colas fueron inmediatas, largas, tensas. Incluso en las zonas no directamente afectadas, los ciudadanos acudieron a retirar efectivo por precaución, temiendo que la crisis se expandiera. Fue, quizá, la demostración más palpable de que el efectivo no necesita cables ni satélites: basta con que alguien lo acepte para que funcione.

 

El caso griego de 2015 había ofrecido ya un anticipo de este comportamiento. En plena crisis de deuda soberana, con la posibilidad real de que Grecia abandonara el euro, la confianza en el sistema financiero se desmoronó. En cuestión de semanas, las retiradas de efectivo alcanzaron cifras récord: más de cinco mil millones de euros en un solo mes. La correlación era casi matemática: cada noticia política negativa se traducía en largas colas ante los cajeros automáticos. El billete se convertía en último refugio ante la amenaza de corralitos, confiscaciones o devaluaciones.

 

El BCE ofrece varias razones para explicar este fenómeno. El efectivo es tangible y nadie puede “apagarlo” desde una central de datos. No depende de electricidad ni de redes digitales, lo que lo convierte en una herramienta offline, imprescindible cuando todo lo demás falla. Garantiza privacidad y control, sin necesidad de intermediarios. Y funciona también en un plano psicológico: en situaciones de miedo, el simple hecho de tener billetes en la mano reduce la ansiedad y ofrece una sensación de seguridad inmediata.

 

Por eso, el informe concluye que el efectivo no es una reliquia del pasado, sino un pilar de la resiliencia económica. Las autoridades deben garantizar que siga siendo accesible y aceptado, incluso en un mundo que camina hacia lo digital. Propone mantener redes de cajeros robustas, desarrollar sistemas de respaldo para que funcionen incluso en caso de apagón y recomienda a la ciudadanía tener reservas de billetes suficientes para cubrir, al menos, 72 horas de necesidades básicas.

 

El mensaje es claro: Europa puede apostar por la digitalización, por las monedas virtuales y por la inteligencia artificial aplicada a las finanzas, pero no debe olvidar que, cuando la tormenta arrecia, lo que la gente busca es la seguridad inmediata del dinero físico. En cada crisis reciente, los billetes han demostrado ser mucho más que un medio de pago: son un seguro colectivo, un salvavidas silencioso, un símbolo de confianza en un mundo de incertidumbres.

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