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La Tribuna del País Vasco
Martes, 28 de Octubre de 2025 Tiempo de lectura:

La caída del mérito: cuando la ciencia se arrodilla ante la ideología

[Img #29126]Durante más de siglo y medio, la revista Nature ha representado uno de los santuarios del conocimiento humano. Su nombre evocaba el rigor, la verdad, la objetividad. Allí, en sus páginas sobrias, se anunciaron descubrimientos que cambiaron el curso de la historia: el ADN, la fisión nuclear, la edición genética. Nature era —junto con Science— el templo donde la verdad empírica se abría paso frente a la niebla de la ignorancia. Pero hoy, algo se ha quebrado.

 

La carta abierta de la química Anna Krylov, profesora en la Universidad del Sur de California, ha sido el aldabonazo que muchos científicos esperaban y otros temían. Su texto, titulado Why I no longer engage with Nature publishing group, no es una simple queja: es una denuncia con nombre y apellidos contra el giro ideológico de una institución que, según ella, ha decidido reemplazar el criterio científico por el dogma identitario. Krylov cuenta que, al ser invitada a revisar un artículo, se preguntó si la elección había sido por su conocimiento o por “sus órganos reproductivos”. La frase, tan brutal como precisa, condensa la fractura moral que recorre hoy el mundo académico: la sustitución del mérito por la pertenencia, de la razón por el símbolo.

 

En su misiva, Krylov acusa a Nature y al grupo Springer Nature de someter la ciencia a las políticas de “diversidad, equidad e inclusión”. No es un rumor: las propias directrices editoriales invitan a los autores a justificar la “diversidad de citación” y a los editores a “considerar el impacto social y cultural” de los trabajos científicos. El objetivo declarado es noble: promover la representación, la justicia, la sensibilidad ética. Pero el resultado, advierte Krylov, es un desplazamiento del eje mismo de la ciencia: la búsqueda de la verdad, no de la virtud.

 

El corazón de su crítica no es político, sino epistemológico. Porque si la publicación de un artículo depende de cuántas voces “subrepresentadas” cita, de cuán respetuoso es con las sensibilidades del momento o de si puede “ofender” a determinados grupos, entonces el método científico —basado en la duda, la libertad y la confrontación de ideas— se convierte en rehén del miedo. La ciencia, que nació para desafiar los dogmas, no puede prosperar cuando teme contrariar a la nueva ortodoxia.

 

Nature ha respondido que las medidas de diversidad son “opcionales” y que no afectan a la calidad de la revisión. Pero esa defensa suena como las de las viejas instituciones que, sin darse cuenta, se deslizan hacia la autocensura. Porque lo esencial no es si las normas son obligatorias o no, sino el clima moral que crean. Cuando un investigador siente la necesidad de justificar que su trabajo no es “ofensivo” o de equilibrar sus citas según el género o la etnia de los autores, la libertad intelectual ya está comprometida.

 

No se trata, por supuesto, de negar la importancia de la inclusión en la ciencia. Nadie puede ignorar que durante siglos las mujeres y las minorías fueron marginadas de los laboratorios y las academias. Pero hay una diferencia radical entre abrir puertas y convertir la ciencia en una asamblea moral. La diversidad no puede ser un fin que sustituya al mérito. La justicia social no puede erigirse en criterio epistemológico. Y el conocimiento no puede filtrarse por la lente ideológica del momento, porque entonces deja de ser conocimiento para convertirse en propaganda.

 

El peligro no es menor. Si la ciencia abandona su neutralidad, la sociedad perderá su última autoridad común. Cuando los ciudadanos empiecen a sospechar que los descubrimientos se publican o se censuran por razones políticas, el edificio entero del conocimiento se derrumbará. Ya no habrá consenso posible entre razón y opinión. Y lo que venga después será el retorno de lo irracional, el triunfo del relato sobre el dato, del dogma sobre la prueba.

 

Por eso la carta de Anna Krylov va mucho más allá de una disputa académica. Es una advertencia moral: la ciencia no pertenece a ningún partido, ni a ninguna causa. Su función no es agradar al poder ni servir a las emociones del tiempo, sino buscar la verdad, aunque incomode, aunque duela. En un mundo donde todo se politiza —desde la biología hasta la astrofísica—, defender la autonomía del conocimiento se ha convertido en un acto de resistencia.

 

Quizá este episodio marque el inicio de una era en la que los científicos, cansados de los rituales de pureza ideológica, comiencen a levantar nuevas revistas, nuevos foros, nuevas comunidades que recuperen el viejo principio que dio sentido a todo: la verdad no tiene identidad, solo evidencia.

 

La caída del mérito en Nature no es solo un asunto editorial; es un síntoma de la fragilidad de nuestra civilización. Una civilización que parece dispuesta a sacrificar la verdad en el altar de la corrección moral. Si eso ocurre, si el conocimiento se convierte en un acto de obediencia, entonces la ciencia dejará de ser nuestra luz y volverá a ser —como en los tiempos más oscuros— una forma sofisticada de fe.

 

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