Francia, espejo roto: cuando la sharia se abre paso entre los jóvenes y las élites miran hacia otro lado
Hay cifras que no deberían sorprender a nadie, y sin embargo escandalizan precisamente porque revelan la cobardía cuidadosamente cultivada de quienes tenían la obligación de defender a Europa y decidieron dejarla a la intemperie. Que el 59% de los jóvenes musulmanes en Francia declare estar a favor de la aplicación de la sharia incluso en países no musulmanes no es un accidente estadístico: es el resultado directo de décadas de negación, de indulgencia suicida y de una élite política que confundió “integración” con capitulación.
Durante años, la Francia globalsocialista ha preferido mirar a otro lado mientras se consolidaba un modelo de sociedad paralela, cada vez más impermeable a los valores republicanos y, lo que es más grave, cada vez más convencida de que su sistema de normas religiosas debe imponerse al orden civil de la nación que los acoge. El dato del 59 % no es un capricho sociológico: es un diagnóstico clínico. Es la constatación de que una parte significativa de la juventud musulmana no se siente vinculada a la República francesa, sino a una identidad religiosa que considera legítimo sobreponerse a la ley laica.
El fracaso es colectivo, pero la responsabilidad tiene nombre: las élites políticas, culturales y mediáticas. Son ellas las que han promovido, glorificado y blindado un multiculturalismo que pedía respetar todas las culturas salvo la propia; las que han ridiculizado la noción misma de frontera; las que han patologizado cualquier advertencia como “islamofobia”, procurando así silenciar un debate imprescindible. Hoy, el resultado está a la vista: barrios enteros donde la ley republicana es puramente decorativa, decenas de miles de jóvenes criados en un discurso victimista y separatista, y una fragmentación cultural que ya no admite eufemismos.
El dato es aún más preocupante porque no se trata de inmigrantes recién llegados, sino de jóvenes formados, escolarizados y socializados en Francia. Es decir: el sistema ha fallado exactamente donde debía funcionar. La escuela republicana francesa, antaño orgullo nacional, no ha logrado transmitir ni sus valores, ni su visión del mundo, ni siquiera la noción de que el espacio público pertenece a todos y no a una moral religiosa particular. La renuncia empezó cuando se aceptó que la identidad era más importante que la ciudadanía, y culmina ahora con generaciones enteras que ven la democracia como un paréntesis prescindible.
Las autoridades francesas, lejos de reaccionar con firmeza, han preferido jugar al ilusionismo estadístico, proclamando cada año que la convivencia multicultural es “modélica” mientras el terreno se les desmorona bajo los pies. No han querido reconocer que la radicalización no se limita a grupos terroristas marginales, sino que se infiltra en hábitos cotidianos, gestos, preferencias sociales, discursos religiosos y visiones del mundo incompatibles con el laicismo y los valores de la Ilustración.
Hoy todo el mundo se rasga las vestiduras ante el 59%. Mañana se lamentarán de no haber actuado cuando aún se podía. Europa lleva años siendo advertida: ninguna civilización sobrevive si renuncia a defender lo que la hizo grande. Ningún país permanece unido si acepta la coexistencia de dos sistemas normativos contrapuestos. Ninguna democracia persiste si teme nombrar la realidad por su nombre.
El tiempo de las excusas ha terminado. Francia, y con ella toda Europa, debe decidir de una vez si quiere seguir existiendo como civilización, o si se resigna a convertirse en un mosaico fragmentado donde la ley común es sustituida por identidades enfrentadas. El 59% no es solo un número: es un aviso. Un ultimátum. Una advertencia que exige valor, claridad y decisión. Exactamente lo que las élites europeas han evitado durante demasiado tiempo.
Si Europa no despierta, otros se encargarán de escribir su epitafio.
Hay cifras que no deberían sorprender a nadie, y sin embargo escandalizan precisamente porque revelan la cobardía cuidadosamente cultivada de quienes tenían la obligación de defender a Europa y decidieron dejarla a la intemperie. Que el 59% de los jóvenes musulmanes en Francia declare estar a favor de la aplicación de la sharia incluso en países no musulmanes no es un accidente estadístico: es el resultado directo de décadas de negación, de indulgencia suicida y de una élite política que confundió “integración” con capitulación.
Durante años, la Francia globalsocialista ha preferido mirar a otro lado mientras se consolidaba un modelo de sociedad paralela, cada vez más impermeable a los valores republicanos y, lo que es más grave, cada vez más convencida de que su sistema de normas religiosas debe imponerse al orden civil de la nación que los acoge. El dato del 59 % no es un capricho sociológico: es un diagnóstico clínico. Es la constatación de que una parte significativa de la juventud musulmana no se siente vinculada a la República francesa, sino a una identidad religiosa que considera legítimo sobreponerse a la ley laica.
El fracaso es colectivo, pero la responsabilidad tiene nombre: las élites políticas, culturales y mediáticas. Son ellas las que han promovido, glorificado y blindado un multiculturalismo que pedía respetar todas las culturas salvo la propia; las que han ridiculizado la noción misma de frontera; las que han patologizado cualquier advertencia como “islamofobia”, procurando así silenciar un debate imprescindible. Hoy, el resultado está a la vista: barrios enteros donde la ley republicana es puramente decorativa, decenas de miles de jóvenes criados en un discurso victimista y separatista, y una fragmentación cultural que ya no admite eufemismos.
El dato es aún más preocupante porque no se trata de inmigrantes recién llegados, sino de jóvenes formados, escolarizados y socializados en Francia. Es decir: el sistema ha fallado exactamente donde debía funcionar. La escuela republicana francesa, antaño orgullo nacional, no ha logrado transmitir ni sus valores, ni su visión del mundo, ni siquiera la noción de que el espacio público pertenece a todos y no a una moral religiosa particular. La renuncia empezó cuando se aceptó que la identidad era más importante que la ciudadanía, y culmina ahora con generaciones enteras que ven la democracia como un paréntesis prescindible.
Las autoridades francesas, lejos de reaccionar con firmeza, han preferido jugar al ilusionismo estadístico, proclamando cada año que la convivencia multicultural es “modélica” mientras el terreno se les desmorona bajo los pies. No han querido reconocer que la radicalización no se limita a grupos terroristas marginales, sino que se infiltra en hábitos cotidianos, gestos, preferencias sociales, discursos religiosos y visiones del mundo incompatibles con el laicismo y los valores de la Ilustración.
Hoy todo el mundo se rasga las vestiduras ante el 59%. Mañana se lamentarán de no haber actuado cuando aún se podía. Europa lleva años siendo advertida: ninguna civilización sobrevive si renuncia a defender lo que la hizo grande. Ningún país permanece unido si acepta la coexistencia de dos sistemas normativos contrapuestos. Ninguna democracia persiste si teme nombrar la realidad por su nombre.
El tiempo de las excusas ha terminado. Francia, y con ella toda Europa, debe decidir de una vez si quiere seguir existiendo como civilización, o si se resigna a convertirse en un mosaico fragmentado donde la ley común es sustituida por identidades enfrentadas. El 59% no es solo un número: es un aviso. Un ultimátum. Una advertencia que exige valor, claridad y decisión. Exactamente lo que las élites europeas han evitado durante demasiado tiempo.
Si Europa no despierta, otros se encargarán de escribir su epitafio.













