La distopía totalitaria se agiganta en Europa con un proyecto socialista para controlar los precios de alquiler y venta de las viviendas
La nueva propuesta de la Comisión Europea para imponer precios máximos y mínimos a los alquileres y a la compraventa de viviendas no es una simple regulación técnica ni un ajuste puntual ante la crisis habitacional. Es un salto cualitativo hacia una concepción socialista y totalizadora del mercado, en la que el Estado —o, peor aún, una burocracia supranacional no sometida al escrutinio democrático directo— se arroga el poder de decidir cuánto vale una propiedad privada, bajo qué condiciones puede ser alquilada y en qué márgenes debe moverse la economía inmobiliaria.
Durante décadas, la Unión Europea ha presumido de ser un baluarte de la libertad económica, la seguridad jurídica y el respeto al derecho de propiedad. Hoy, ese pilar se resquebraja. Lo que plantea Bruselas no es una medida coyuntural, sino un intervencionismo estructural que recuerda más a modelos fracasados del siglo XX que a una economía social de mercado moderna. Pretender que los precios de alquiler y venta pueden fijarse desde un despacho —y no por la libre interacción entre oferta y demanda— es revivir la ilusión de que los gobiernos pueden administrar la economía mejor que los ciudadanos que la sostienen.
Esta medida, además, se impone con la retórica del bien común, la “asequibilidad” y la “justicia social”. Pero la experiencia histórica es contundente: allí donde se han aplicado controles estrictos de precios, el resultado ha sido siempre el mismo: hundimiento de la oferta, deterioro acelerado del parque de vivienda, mercado negro, favoritismos políticos y un aumento de la desigualdad real entre quienes pueden acceder a vivienda controlada por el Estado y quienes quedan atrapados fuera de ese sistema.
El derecho a la propiedad privada, consagrado en las democracias occidentales como garantía de autonomía personal y prosperidad colectiva, queda relegado a un segundo plano frente a un proyecto que pretende uniformizar los mercados europeos desde arriba, como si Viena, Málaga, Tallin y Lisboa partieran de las mismas condiciones, los mismos salarios y las mismas dinámicas urbanas.
Y lo más inquietante es la deriva política que esto anticipa. Una Comisión Europea que se permite fijar los precios del alquiler o de la vivienda en propiedad es una Comisión que mañana podrá justificar prácticamente cualquier intervención económica. ¿Qué impedirá regular de igual manera los precios de la energía, la alimentación o el transporte? ¿Dónde se coloca el límite cuando la lógica que guía la acción política es que todo puede —y debe— ser controlado por el poder público?
Europa debería mirar hacia los países que realmente han logrado frenar la inflación inmobiliaria: aumento de oferta, agilización urbanística, seguridad jurídica, incentivos a la construcción y colaboración público-privada. No hacia recetas socialistas obsoletas que han fracasado siempre que se han aplicado.
La vivienda es un problema real y urgente. Pero solucionarlo a costa de dinamitar la libertad económica, erosionar el derecho de propiedad y alimentar la máquina burocrática de Bruselas es una peligrosa concesión al estatismo de nuevo cuño que se abre camino en el corazón de Europa. Un continente que renuncia a su tradición de libertad está condenado a una decadencia silenciosa… y voluntaria.
La nueva propuesta de la Comisión Europea para imponer precios máximos y mínimos a los alquileres y a la compraventa de viviendas no es una simple regulación técnica ni un ajuste puntual ante la crisis habitacional. Es un salto cualitativo hacia una concepción socialista y totalizadora del mercado, en la que el Estado —o, peor aún, una burocracia supranacional no sometida al escrutinio democrático directo— se arroga el poder de decidir cuánto vale una propiedad privada, bajo qué condiciones puede ser alquilada y en qué márgenes debe moverse la economía inmobiliaria.
Durante décadas, la Unión Europea ha presumido de ser un baluarte de la libertad económica, la seguridad jurídica y el respeto al derecho de propiedad. Hoy, ese pilar se resquebraja. Lo que plantea Bruselas no es una medida coyuntural, sino un intervencionismo estructural que recuerda más a modelos fracasados del siglo XX que a una economía social de mercado moderna. Pretender que los precios de alquiler y venta pueden fijarse desde un despacho —y no por la libre interacción entre oferta y demanda— es revivir la ilusión de que los gobiernos pueden administrar la economía mejor que los ciudadanos que la sostienen.
Esta medida, además, se impone con la retórica del bien común, la “asequibilidad” y la “justicia social”. Pero la experiencia histórica es contundente: allí donde se han aplicado controles estrictos de precios, el resultado ha sido siempre el mismo: hundimiento de la oferta, deterioro acelerado del parque de vivienda, mercado negro, favoritismos políticos y un aumento de la desigualdad real entre quienes pueden acceder a vivienda controlada por el Estado y quienes quedan atrapados fuera de ese sistema.
El derecho a la propiedad privada, consagrado en las democracias occidentales como garantía de autonomía personal y prosperidad colectiva, queda relegado a un segundo plano frente a un proyecto que pretende uniformizar los mercados europeos desde arriba, como si Viena, Málaga, Tallin y Lisboa partieran de las mismas condiciones, los mismos salarios y las mismas dinámicas urbanas.
Y lo más inquietante es la deriva política que esto anticipa. Una Comisión Europea que se permite fijar los precios del alquiler o de la vivienda en propiedad es una Comisión que mañana podrá justificar prácticamente cualquier intervención económica. ¿Qué impedirá regular de igual manera los precios de la energía, la alimentación o el transporte? ¿Dónde se coloca el límite cuando la lógica que guía la acción política es que todo puede —y debe— ser controlado por el poder público?
Europa debería mirar hacia los países que realmente han logrado frenar la inflación inmobiliaria: aumento de oferta, agilización urbanística, seguridad jurídica, incentivos a la construcción y colaboración público-privada. No hacia recetas socialistas obsoletas que han fracasado siempre que se han aplicado.
La vivienda es un problema real y urgente. Pero solucionarlo a costa de dinamitar la libertad económica, erosionar el derecho de propiedad y alimentar la máquina burocrática de Bruselas es una peligrosa concesión al estatismo de nuevo cuño que se abre camino en el corazón de Europa. Un continente que renuncia a su tradición de libertad está condenado a una decadencia silenciosa… y voluntaria.












