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La Tribuna del País Vasco
Miércoles, 10 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

El ser humano no se negocia

[Img #29359]Hay avances científicos que merecen celebrarse con el mismo entusiasmo con que las civilizaciones antiguas celebraban un nuevo descubrimiento astronómico. Curar enfermedades antes de que se manifiesten, aliviar el sufrimiento humano, prolongar vidas quebradas demasiado pronto: toda sociedad moralmente responsable debe aspirar a ello. La investigación genética, la biotecnología y la edición molecular son conquistas legítimas de un conocimiento que, lejos de asustarnos, debería llenarnos de esperanza.

 

Pero es precisamente porque creemos en la ciencia que debemos trazar límites claros sobre ella. No para frenar su marcha, sino para impedir su desfiguración.

 

El progreso es un aliado. El transhumanismo, entendido como la ambición de reconstruir al ser humano desde cero, no. Hoy observamos con asombro —y cierta inquietud— cómo parte de la élite tecnológica interpreta la biología como un espacio maleable, un territorio que podría someterse a la lógica del software: corregir, optimizar, reescribir, depurar. Esa mentalidad, que en el mundo digital produce innovación, trasladada a la carne humana genera monstruos.

 

Diseñar bebés, seleccionar rasgos, apostar por una evolución dirigida desde mesas de capital riesgo o laboratorios privados… no es progreso: es ingeniería social con bata de laboratorio. Es la vieja tentación de jugar a ser dioses, envuelta ahora en gráficos de colores, algoritmos y promesas de longevidad.

 

La ciencia —la verdadera— se fundamenta en la humildad.
El transhumanismo —el ideológico, el mesiánico, el tecnognóstico— se alimenta de soberbia.

 

Celebramos las herramientas que previenen enfermedades hereditarias, pero denunciamos la deriva que pretende fabricar seres humanos “optimizados”, hijos sometidos a la tiranía estadística de un algoritmo que decide qué rasgos son más valiosos que otros. Ese camino no conduce a un futuro luminoso, sino a una nueva desigualdad ontológica: los perfeccionados frente a los no perfeccionados. Los diseñados frente a los nacidos. Los seleccionados frente a los simplemente humanos.

 

Porque la pregunta clave es ésta: ¿Queremos un mundo donde un embrión sea evaluado como un activo genético?, ¿Queremos que el concepto de dignidad dependa de una secuencia de ADN pulida comercialmente?
¿Queremos que la biología humana se convierta en un mercado?

 

La ciencia debe avanzar, sí, pero su avance no debe convertirnos en mercancía.

 

No estamos en contra del progreso. Estamos en contra de su colonización ideológica.

 

Defendemos el derecho de la ciencia a investigar, pero también el derecho de la humanidad a no ser rediseñada. La tecnología puede ayudarnos a sanar; no debe autorizarnos a reinventarnos como castas genéticas. La historia ya ha mostrado, con demasiada sangre, lo que sucede cuando algunos deciden quién merece nacer y cómo debe ser quien nazca.

 

A favor de la ciencia.
A favor de la curación.
A favor de la libertad biológica.
Y radicalmente en contra de cualquier proyecto que pretenda convertir al ser humano en un experimento de optimización.

 

La ciencia avanza, y debe avanzar. Pero el ser humano —con sus límites, sus imperfecciones, su misterio irreductible— no se negocia.

 

Este es el gran pacto moral que nuestra época está obligada a defender. 

 

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