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La Tribuna del País Vasco
Lunes, 15 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

Defender la ciencia hasta el final… y pensar en los últimos límites

Toda civilización que ha renunciado a explorar los límites del conocimiento ha firmado, tarde o temprano, su propia decadencia. La historia es clara: cuando el miedo sustituye a la curiosidad, cuando la cautela se convierte en parálisis, cuando la investigación se subordina al tabú o al chantaje moral, la ciencia no se vuelve más humana, sino más pobre, más débil y, paradójicamente, más peligrosa. Por eso, frente a iniciativas como la Generative Optogenetics impulsada por DARPA, nuestra posición debe ser inequívoca: hay que apoyar sin fisuras la investigación científica en la frontera extrema de lo posible.

 

Sin matices. Sin complejos. Sin pedir perdón.

 

Programar células vivas mediante luz, convertir señales ópticas en código genético, borrar la distancia entre el bit y la base nitrogenada, no es una aberración: es el siguiente paso lógico de una humanidad que lleva siglos intentando comprender —y dominar— los mecanismos íntimos de la vida. Negar esa pulsión no nos hace más éticos; nos hace más ingenuos. La ciencia no avanza porque sea cómoda, sino porque es necesaria.

 

Ahora bien, defender la ciencia no implica abdicar del pensamiento.

 

Y es aquí donde conviene alzar la voz con la misma contundencia.

 

Tecnologías como la optogenética generativa no son peligrosas porque “jueguen a ser Dios”, una metáfora infantil y estéril. Son peligrosas por algo mucho más concreto y real: porque rompen los últimos cortafuegos entre información, poder y vida. Hasta ahora, modificar un organismo exigía tiempo, infraestructura, materia, presencia física. Con tecnologías de este tipo, el código biológico se vuelve transmisible, remoto, escalable y potencialmente invisible. La vida entra, por primera vez, en el mismo régimen que el software.

 

Y eso lo cambia todo.

 

Cuando la biología se convierte en un sistema programable en tiempo real, el riesgo ya no es el error científico, sino el uso político, militar, económico o ideológico de esa capacidad. No hablamos de escenarios distópicos de laboratorio, sino de algo más sutil y por ello más inquietante: la normalización del control biológico como herramienta técnica. La tentación de optimizar, corregir, inducir, modular. No solo curar, sino dirigir. No solo sanar, sino diseñar.

 

El verdadero peligro no es que la tecnología falle. Es que funcione demasiado bien en un mundo que no ha desarrollado aún una ética a la altura de su poder técnico.

 

Por eso, el debate no debe plantearse en términos de prohibición, sino de responsabilidad civilizatoria. No se trata de frenar la investigación, sino de impedir que avance en el vacío moral, en manos de burócratas, tecnócratas o estructuras opacas que ya han demostrado su incapacidad para gestionar tecnologías mucho menos profundas. La historia del siglo XX —del átomo a la vigilancia masiva— debería habernos enseñado que el problema nunca fue la ciencia, sino quién decide, cómo decide y con qué límites.

 

Apoyar la ciencia en el límite exige algo más que financiación y entusiasmo: exige vigilancia intelectual, debate público serio y una cultura que entienda que no todo lo técnicamente posible es automáticamente legítimo. No porque sea “antinatural”, sino porque toda tecnología que reconfigura la vida reconfigura también el poder.

 

La optogenética generativa puede abrir una era de medicina radicalmente nueva, de biología distribuida, de autonomía frente a cadenas de suministro frágiles, incluso de expansión humana más allá de la Tierra. Renunciar a eso por miedo sería una traición al espíritu científico. Pero abrazarlo sin pensar sería una traición aún mayor.

 

Defender la ciencia hasta el final implica aceptar una verdad incómoda: el verdadero límite no es técnico, sino moral y político. Y ese límite no lo ponen los laboratorios, sino las sociedades que deciden qué tipo de humanidad quieren seguir siendo cuando la luz ya no solo ilumina, sino que escribe la vida.

 

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