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Lunes, 15 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

La parusia y los extraterrestres: Anatomía de una espera milenaria

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Sevilla, 2011. En una notaría del centro histórico, entre legajos de testamentos y poderes, se levanta acta de algo insólito: una profecía del fin del mundo. El escritor J.J. Benítez, autor de más de sesenta libros sobre ufología y creador de la exitosa saga Caballo de Troya, extiende ante el notario un documento en el que registra una predicción recibida: en 2020 sobrevendría un cataclismo planetario, apenas un aperitivo de lo que aguarda en 2027. Un meteorito de proporciones bíblicas impactará en el Atlántico. Mil doscientos millones de muertos en veinticuatro horas. Nueve años de oscuridad. El colapso de toda estructura civilizatoria.

 

El notario levanta acta. El sello oficial del Estado español certifica la fecha y la identidad del profeta. No la veracidad del contenido —imposible en un documento notarial—, pero sí su existencia material, su registro temporal. Como si Benítez intuyera que en nuestra época secular la legitimidad no proviene de visiones místicas sino de papeles sellados, de la burocracia como nuevo sacerdocio que consagra lo real.

 

Más de una década después, la pandemia de Covid-19 ha sido interpretada por Benítez y sus seguidores como la confirmación de la primera parte de la profecía. "Lo de la pandemia sería un juego de niños", declaró en 2021. La fecha se aproxima. En círculos ufológicos, blogs apocalípticos y grupos de Telegram, 2027 resuena con la insistencia de un tambor ceremonial. Algo viene. Algo —o alguien— llegará.

 

Esta espera no es nueva. Es antiquísima. Y para comprender por qué una cifra —2027— puede electrizar la imaginación contemporánea, debemos retroceder dos mil años, hasta las comunidades cristianas primitivas que aguardaban, con idéntica intensidad, la Segunda Venida de Cristo.

 

I. La Parusia: la promesa que nunca caduca

 

En griego, parousia significa simplemente "presencia" o "llegada". Pero cuando Pablo de Tarso emplea el término en sus epístolas, la palabra vibra con urgencia teologal. No habla de una visita cualquiera, sino del acontecimiento definitivo: el retorno glorioso de Jesucristo para juzgar a vivos y muertos, inaugurar el Reino de Dios en su plenitud y concluir la historia humana tal como la conocemos.

 

Para los primeros cristianos, esta espera no era abstracta teología sino realidad inminente. Pablo escribe a los tesalonicenses con la certidumbre de que muchos de sus contemporáneos no morirán antes de presenciar la parousia. La expectativa los mantiene en un estado de tensión productiva: viven simultáneamente en el "ya" de la salvación inaugurada por la cruz y la resurrección, y en el "todavía no" de la consumación pendiente.

 

Esta estructura temporal es fascinante. Los creyentes habitan un entretiempo, una espera activa en la que cada instante puede ser el último antes de la irrupción de lo divino. Cada guerra, cada hambruna, cada persecución es escrutada como potencial señal profética. Los evangelios proporcionan un catálogo de indicios: falsos profetas, guerras y rumores de guerras, terremotos, tribulaciones, señales en el cielo. Pero también una advertencia lapidaria: "De aquel día y hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Mateo 24:36).

 

Esta paradoja —la certeza del acontecimiento, la incertidumbre del momento— ha sido el motor de dos milenios de expectación cristiana. Cada generación ha encontrado en sus propias crisis los signos prometidos. Cada época ha creído ser la última. Y cuando la parousia no se materializa, la expectativa se recalibra, se reinterpreta, pero nunca se extingue del todo.

 

Hacia el siglo IV, con el cristianismo ya establecido como religión del Imperio, teólogos como San Agustín ofrecen una interpretación que disuelve la tensión temporal. En La Ciudad de Dios, Agustín argumenta que el reinado de Cristo ya ha comenzado con su resurrección, que la Iglesia misma es el Reino en su forma terrenal, y que los "mil años" mencionados en el Apocalipsis deben entenderse alegóricamente como un tiempo indefinido. La parousia llegará, sí, pero pensar en fechas concretas es presuntuoso y peligroso. El énfasis se desplaza: de la espera activa del fin a la construcción del reino espiritual aquí y ahora, a la santificación individual y la reforma de la Iglesia.

 

Pero esta solución teológica no logra suprimir del todo el impulso milenarista.

 

II. El milenarismo: cuando la eternidad se convierte en cronograma

 

El milenarismo es la tentación de dar fecha a lo inefable. Surge de una interpretación literal de Apocalipsis 20, donde se describe un período de mil años en el que Cristo reinará sobre la tierra tras encadenar a Satanás, y antes del juicio final. Durante la Edad Media, esta lectura genera movimientos espirituales que ven en acontecimientos históricos concretos las señales del fin inminente.

 

El monje calabrés Joaquín de Fiore (1135-1202) divide la historia en tres edades correspondientes a las tres personas de la Trinidad: la Edad del Padre (el Antiguo Testamento), la Edad del Hijo (la era cristiana) y la Edad del Espíritu Santo, que estaba por venir. Esta tercera edad sería un tiempo de renovación espiritual radical, de pobreza evangélica y paz universal. Aunque Joaquín no predicaba un milenarismo crudo, sus escritos inspiraron a movimientos franciscanos radicales que interpretaron sus profecías como inminentes.

 

El año 1000 no generó, como suele creerse, un pánico apocalíptico generalizado —la mayoría de los europeos no tenían conciencia precisa del calendario—, pero sí produjo en círculos letrados una intensificación de la expectativa teológica. Cuando el año pasó sin cataclismo, la fecha se recalculó: quizá mil años desde la muerte de Cristo (1033), o desde otro acontecimiento significativo.

 

Este patrón se repite: la caída de Constantinopla en 1453 es leída como señal apocalíptica. El descubrimiento de América en 1492 mueve a figuras como el propio Cristóbal Colón —quien redacta un Libro de las Profecías— a interpretar el hallazgo de nuevas tierras como parte del plan divino para evangelizar al mundo antes del fin. El monje dominicano Francisco de la Cruz, condenado a la hoguera en 1578, predica que Lima será la Nueva Jerusalén y se autoproclama el "tercer David".

 

En la Reforma protestante, el milenarismo adquiere tintes revolucionarios. Los anabaptistas establecen en 1534 el "Reino de Sion" en Münster, aboliendo la propiedad privada y preparándose para el retorno de Cristo. El experimento termina en asedio, hambruna y masacre. Pero la idea no muere: siglos después resurge en los movimientos adventistas del siglo XIX, en los Testigos de Jehová que calculan fechas con aritmética bíblica, en las múltiples sectas que ven en cada crisis mundial la señal definitiva.

 

Lo notable es que el milenarismo no es patrimonio exclusivo del cristianismo. El sociólogo John N. Gray, apoyándose en los estudios de Norman Cohn sobre los movimientos apocalípticos medievales, argumenta en Misa Negra que las grandes utopías seculares del siglo XX —el marxismo-leninismo, el nazismo, los proyectos revolucionarios— son milenarismo secularizado. Prometen un reino de justicia y abundancia tras una crisis purificadora, una transformación radical de la humanidad. El lenguaje cambia, pero la estructura narrativa permanece: la historia avanza hacia un clímax definitivo, una consumación que justificará todos los sacrificios del presente.

 

III. Diana Walsh Pasulka y la religión invisible

 

Para comprender cómo el impulso escatológico se ha transformado en la era contemporánea, resulta indispensable el trabajo de Diana Walsh Pasulka, profesora de estudios religiosos en la Universidad de Carolina del Norte Wilmington. Su libro American Cosmic: UFOs, Religion, Technology (2019) representa un punto de inflexión en el análisis académico de la ufología.

 

Pasulka no pregunta si los extraterrestres existen. Pregunta algo más interesante: ¿por qué más de la mitad de los adultos estadounidenses y más del 75% de los jóvenes creen en vida extraterrestre inteligente? Estas cifras rivalizan con las de la creencia en Dios. Durante seis años, Pasulka realizó un estudio etnográfico entrevistando a científicos prestigiosos, profesionales exitosos y empresarios de Silicon Valley que creen en inteligencia extraterrestre. Su hallazgo central desmonta el estereotipo del "creyente marginal": la fe en los extraterrestres ha penetrado las élites científicas, tecnológicas y económicas.

 

Lo que Pasulka documenta es la emergencia de una religión invisible, un sistema de creencias que funciona como religión, pero se presenta con el lenguaje de la ciencia y la tecnología. Esta nueva religión ofrece lo que las religiones tradicionales siempre han ofrecido: comunión con un poder superior, la promesa de una transformación colectiva, respuestas sobre el origen y destino de la humanidad, y una explicación totalizadora para un mundo caótico.

 

La clave del análisis de Pasulka es que los medios de comunicación —desde series como The X-Files hasta la cobertura de noticias sobre exoplanetas y programas de búsqueda de inteligencia extraterrestre— están reemplazando a las instituciones religiosas tradicionales como autoridad cultural que provee respuestas sobre la vida más allá de lo humano. La narrativa extraterrestre se ha vuelto el mito fundacional de una nueva cosmovisión: no fuimos creados por un Dios trascendente, sino diseñados (o al menos visitados e influenciados) por civilizaciones extraterrestres tecnológicamente avanzadas.

 

Este es el suelo cultural en el que germinan las predicciones sobre el próximo 2027.

 

IV. Las Religiones OVNI: parusia con naves espaciales

 

Las llamadas "religiones OVNI" son, en su estructura profunda, variantes del milenarismo cristiano traducidas a un vocabulario tecnocientífico. Surgieron en su mayoría en los años cincuenta —no casualmente, la misma década del inicio de la carrera espacial y la Guerra Fría—, aunque algunas datan de los años setenta.

 

La Sociedad Aetherius, fundada por George King en 1954, sostiene que extraterrestres llamados "Maestros Cósmicos" están en contacto con humanos selectos para guiar a la humanidad hacia una Nueva Era. Combinan elementos del hinduismo, el budismo y el cristianismo: Jesús y Buda son reinterpretados como Maestros Cósmicos, seres extraterrestres avanzados espiritualmente.

 

El Movimiento Raeliano, fundado en 1974 por el piloto francés Claude Vorilhon (autodenominado "Rael"), afirma que la vida en la Tierra fue creada por científicos extraterrestres llamados Elohim —reinterpretando el término hebreo para Dios como plural, "los que vinieron del cielo". Según los raelianos, estos seres regresarán para establecer contacto oficial una vez que la humanidad haya alcanzado cierto nivel tecnológico y espiritual. La embajada para recibir a los Elohim debe ser construida en Jerusalén. El movimiento promueve la clonación humana como forma de lograr la inmortalidad.

 

Heaven's Gate (Puerta del Cielo) representa el caso más trágico. Fundado en los años setenta por Marshall Applewhite y Bonnie Nettles, el grupo creía que un OVNI viajaba oculto tras el cometa Hale-Bopp en 1997, y que ofrecía la oportunidad de "ascender" a un nivel superior de existencia. Para ello, era necesario abandonar el "vehículo" (el cuerpo físico). Treinta y nueve miembros se suicidaron colectivamente en California, vestidos con uniformes idénticos y zapatillas Nike, convencidos de que sus almas serían recogidas por la nave extraterrestre.

 

Lo notable es que Heaven's Gate no surgió de la ignorancia, sino de una reinterpretación de la Biblia. Como documenta el investigador George D. Chryssides, Applewhite utilizaba extensamente las Escrituras para justificar sus doctrinas, seleccionando pasajes que, fuera de contexto, podían leerse como descripciones de visitas extraterrestres. Siguiendo la línea inaugurada por escritores como Erich von Däniken —autor del bestseller Carros de los Dioses— y adoptada en España por J.J. Benítez, estas sectas practican una hermenéutica extraterrestre: las teofanías del Antiguo Testamento no son manifestaciones de Dios, sino aterrizajes de naves espaciales; los ángeles son astronautas; la Ascensión de Cristo es un caso de abducción consensuada.

 

Todas estas religiones comparten una estructura milenarista: el mundo actual está corrupto o equivocado, una élite de iniciados posee el conocimiento verdadero, y la llegada inminente de los extraterrestres traerá una transformación radical que resolverá todos los problemas humanos. No es difícil reconocer aquí el patrón de la parusia cristiana, apenas traducido: en lugar del retorno de Cristo, el contacto extraterrestre; en lugar del juicio divino, la selección de quienes están "preparados"; en lugar del Reino de Dios, la admisión en la comunidad galáctica.

 

V. 2027: construcción social de una fecha profética

 

Volvamos a 2027. ¿De dónde surge esta fecha específica y por qué tiene tracción en ciertos círculos?

 

J.J. Benítez no es el único en señalarla. John Ramirez, que trabajó 25 años en la CIA especializado en sistemas de defensa contra misiles balísticos, ha declarado reiteradamente desde 2021 que "algo grande ocurrirá en 2027", sugiriendo que el gobierno estadounidense conoce y se prepara para un evento de revelación significativo. Ramirez no habla de meteoritos, sino de un acontecimiento relacionado con la presencia extraterrestre, posiblemente una manifestación pública o un contacto formal.

 

En TikTok y otras plataformas, supuestos "viajeros del tiempo" como el usuario "Eno Alaric" predicen para 2027 una invasión extraterrestre, aunque acompañada por un grupo rival de alienígenas benevolentes que rescatarían a 8.000 humanos seleccionados por su bondad y los llevarían a otro planeta habitable. La narrativa es casi calcadamente religiosa: el apocalipsis, el rapto, el remanente salvado.

 

Más reciente aún, en 2025, el astrofísico de Harvard Avi Loeb ha generado revuelo al estudiar el objeto interestelar 3I/ATLAS, descubierto en julio de 2025. Loeb sugiere que su trayectoria es estadísticamente improbable si se trata de un cometa natural, y especula abiertamente sobre la posibilidad de que sea una sonda o "nave nodriza" extraterrestre. Aunque Loeb no predice 2027 específicamente, su trabajo alimenta la narrativa de contacto inminente.

 

¿Por qué precisamente 2027? La psicología de las profecías apocalípticas nos ofrece algunas claves:

 

1. La distancia psicológica óptima. La fecha debe estar lo suficientemente cerca como para generar urgencia y movilización, pero lo suficientemente lejos como para no ser inmediatamente refutable. Si Benítez hubiera predicho 2022 en 2011, la no-ocurrencia habría desacreditado inmediatamente la profecía. 2027 ofrecía (en 2011) un margen de dieciséis años: tiempo suficiente para que la predicción se difundiera, para que eventos intermedios pudieran interpretarse como señales confirmatorias (la pandemia de 2020), y para que la expectativa se intensificara gradualmente.

 

2. El efecto de validación retroactiva. Cuando la pandemia de Covid-19 azotó en 2020, Benítez y sus seguidores la interpretaron como la confirmación de la primera parte de la profecía, aumentando la credibilidad de la segunda. Este mecanismo —encontrar eventos que "validen" parcialmente una predicción difusa— es clásico en las profecías. Nostradamus sigue siendo citado porque sus cuartetas son lo suficientemente ambiguas como para ajustarse a múltiples acontecimientos históricos.

 

3. La sincronización de fuentes diversas. Que un escritor ufológico español, un ex-agente de la CIA, supuestos viajeros del tiempo en redes sociales y —tangencialmente— un prestigioso astrofísico converjan en fechas cercanas no es coordinación consciente, sino un fenómeno de resonancia cultural. Cada fuente legitima a las demás en la percepción de los creyentes. "¿Cómo pueden personas tan diferentes estar hablando de lo mismo si no hay algo real detrás?", razonan.

 

4. La necesidad de narrativa en tiempos de incertidumbre. La década de 2020 ha estado marcada por disrupciones sistémicas: una pandemia global, colapso de certezas geopolíticas,  polarización política extrema, revoluciones tecnológicas (inteligencia artificial, edición genética) que generan simultáneamente promesa y angustia. En este contexto, la predicción apocalíptica ofrece un marco interpretativo totalizador. No son eventos aleatorios y desconcertantes; son señales de un plan, etapas hacia una conclusión que, aunque catastrófica, al menos tiene sentido.

 

VI. La función psicosocial de la expectativa apocalíptica

 

¿Por qué las profecías apocalípticas —religiosas o ufológicas— siguen ejerciendo tal fascinación? Diana Walsh Pasulka ofrece una perspectiva valiosa: los seres humanos necesitan mitos fundacionales, narrativas que expliquen quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Durante milenios, las religiones tradicionales proporcionaron estas respuestas. En una época de secularización acelerada, especialmente entre generaciones jóvenes, la narrativa extraterrestre está llenando ese vacío.

 

Pero hay dimensiones adicionales:

 

Agencia percibida. Quien "sabe" el futuro adquiere una forma de poder. Puede prepararse, advertir a otros, formar comunidad con quienes comparten el conocimiento. En un mundo en el que la mayoría de las personas se sienten impotentes ante fuerzas económicas, políticas y culturales que escapan a su control, la profecía apocalíptica otorga una sensación de agencia, aunque sea ilusoria. "Yo sé lo que viene; tú estás ciego."

 

Simplificación narrativa. La realidad es de una complejidad irreductible. La crisis climática, por ejemplo, resulta de la interacción de miles de variables: sistemas energéticos, políticas gubernamentales, patrones de consumo, desarrollos tecnológicos, dinámicas demográficas. Entenderla requiere educación y esfuerzo. En cambio, "un meteorito caerá en 2027" es simple, dramático, comprensible. Reduce la complejidad a un evento singular. Paradójicamente, un apocalipsis es más fácil de procesar emocionalmente que una degradación lenta y multifactorial.

 

Trascendencia sin teología. Como señala Pasulka, para muchos contemporáneos la idea de un Dios personal que escucha oraciones y juzga acciones resulta increíble. Pero la necesidad de trascendencia permanece. Los extraterrestres ofrecen una solución elegante: son superiores a nosotros (como los dioses), poseen conocimientos avanzados (como la omnisciencia divina), nos observan (como la providencia), y potencialmente intervendrán en nuestra historia (como la parusia). Pero no requieren fe en lo sobrenatural; son, supuestamente, entidades materiales, físicas, científicamente posibles. Es trascendencia naturalizada.

 

La gratificación del conocimiento esotérico. Las religiones OVNI y las profecías apocalípticas ofrecen lo que las religiones de misterio ofrecían en la Antigüedad: conocimiento secreto reservado a iniciados. Hay un placer psicológico en saberse parte de una minoría que ha comprendido verdades ocultas a la masa. Este elitismo epistémico compensa, simbólicamente, otras formas de marginalidad social o económica.

 

VII. El eterno retorno de lo teologal

 

Estamos a menos de dos años de 2027. Es posible que, para cuando este ensayo circule, la fecha haya pasado sin que meteorito alguno impactara el Atlántico, sin que naves extraterrestres descendieran sobre nuestras ciudades. Si la historia es guía, los creyentes no abandonarán su expectativa. Algunos recalcularán: la profecía era simbólica, o la fecha fue mal interpretada, o la humanidad fue perdonada por intervención divina o extraterrestre. Otros encontrarán en algún evento de ese año —una crisis económica, un conflicto geopolítico, un fenómeno astronómico menor— la "verdadera" confirmación de la profecía.

 

Porque, en el fondo, estas predicciones no son realmente sobre el futuro. Son sobre el presente. Expresan ansiedades, esperanzas y necesidades actuales proyectadas sobre la pantalla del mañana. La parusia, el milenarismo, las invasiones extraterrestres: todas son maneras de decir que este mundo, tal como es, resulta insoportable o insatisfactorio, y que anhelamos su transformación radical.

 

El historiador de las religiones Mircea Eliade hablaba del "mito del eterno retorno": la tendencia humana a imaginar el tiempo no como lineal sino como cíclico, con periódicos retornos a un estado prístino tras una catástrofe purificadora. Las cosmogonías tradicionales incluyen invariablemente mitos de destrucción y recreación del mundo. Lo que estamos presenciando en las profecías contemporáneas —religiosas o ufológicas— es la continuación de este patrón arquetípico adaptado a nuestra era tecnológica.

 

La parusia cristiana prometía el retorno de Cristo para juzgar y renovar la creación. Los extraterrestres de 2027 prometen intervenir en nuestra historia para revelar verdades ocultas o rescatar a un remanente de la humanidad. La estructura narrativa es idéntica: una intervención externa, súbita y definitiva que resuelve todos los problemas que los humanos no podemos resolver por nosotros mismos.

 

Esta es, quizá, la revelación más incómoda: tanto la fe religiosa tradicional como la creencia contemporánea en extraterrestres salvadores comparten una renuencia a aceptar que la transformación del mundo, si ha de ocurrir, será obra lenta, colectiva y profundamente humana. Que no habrá segunda venida de Cristo ni descenso de naves espaciales, sino generaciones de trabajo político, científico, ético y cultural. Que el Reino de Dios o la comunidad galáctica no serán otorgados desde arriba, sino construidos desde abajo, con todas las ambigüedades, retrocesos y logros parciales que caracterizan toda empresa humana.

 

Pero reconocer esto exigiría renunciar a la promesa del atajo, de la solución milagrosa. Y esa promesa —ya sea en su forma religiosa tradicional o en su nueva iteración ufológica— parece ser demasiado seductora, demasiado necesaria psicológicamente, para ser abandonada.

 

Epílogo: La espera como forma de vida

 

En la notaría sevillana, el sello estampado sobre la profecía de J.J. Benítez sigue ahí, archivado entre miles de documentos. El notario habrá atendido desde entonces herencias, divorcios, poderes notariales: el tejido burocrático que sostiene la vida ordinaria. La profecía duerme entre esos papeles, un pequeño testamento del deseo humano de que la historia ordinaria —con su tedio, sus injusticias, sus pequeñas tragedias cotidianas— sea interrumpida por algo extraordinario.

 

Porque eso es, en última instancia, lo que todas estas esperanzas escatológicas comparten: un deseo de sentido, de propósito, de que nuestras vidas individuales se inscriban en una narrativa cósmica. Que no estemos solos, que alguien —Dios, Cristo, los extraterrestres— nos esté observando, que nuestra época sea especial, la elegida para presenciar el acontecimiento definitivo.

 

La paradoja es esta: mientras esperamos el acontecimiento extraordinario —la parusia, el contacto extraterrestre, el apocalipsis revelador— la vida continúa en su ordinariedad extraordinaria. Nacen niños, se cultivan campos, se componen sinfonías, se debaten leyes, se curan enfermedades, se cometen injusticias, se luchan batallas por la justicia. La historia humana, con todo su dolor y su gloria, se desenvuelve no en el tiempo mítico del fin, sino en el tiempo real del ahora.

 

Quizá la verdadera sabiduría no consista en dejar de esperar —la esperanza, después de todo, es constitutiva de la condición humana— sino en aprender a esperar de otro modo: no la intervención que nos libere de la responsabilidad, sino la que nos convoque a ella; no el fin de la historia, sino su continuación transfigurada por nuestras propias manos.

 

Pero mientras tanto, en algún foro de Internet, alguien calcula los días que faltan para 2027. Y espera.

 

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