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La Tribuna del País Vasco
Jueves, 18 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

Una generación perdida por las estupideces progresistas

Durante décadas, la igualdad ante la ley y la primacía del mérito fueron pilares incuestionables de las democracias occidentales. Hoy, sin embargo, estos principios están siendo erosionados por una concepción ideológica de la justicia que clasifica a los ciudadanos no por su capacidad o esfuerzo, sino por su identidad.

 

El artículo The Lost Generation, publicado en Compact Magazine, pone el foco en una realidad que muchos prefieren minimizar: la exclusión progresiva de hombres blancos jóvenes de amplios ámbitos profesionales como resultado de políticas de Diversidad, Equidad e Inclusión aplicadas sin límites ni autocrítica. No se trata de una polémica menor ni de un ajuste estadístico, sino de un cambio profundo en la forma en que se reparte el acceso a oportunidades.

 

Las políticas DEI nacieron con la pretensión populista de corregir desigualdades históricas. Sin embargo, cuando sustituyen el mérito por la identidad, dejan de ser instrumentos de justicia para convertirse en mecanismos de discriminación inversa. La igualdad no puede sostenerse sobre cuotas ideológicas ni sobre la penalización colectiva de grupos enteros por razones históricas que no les son imputables.

 

Resulta especialmente preocupante el silencio institucional que rodea a este fenómeno. Cualquier crítica es rápidamente descalificada, no por su contenido, sino por la identidad de quien la formula. Así, se clausura el debate y se consolida una nueva ortodoxia que no admite disidencia. La consecuencia es una fractura social creciente y un sentimiento de abandono entre quienes, como los hombres jóvenes blancos, cristianos y heterosexuales, perciben que el sistema ya no los considera parte legítima del proyecto común.

 

Una sociedad democrática no puede permitirse este camino. La justicia pierde su sentido cuando deja de ser universal. Y la igualdad se vacía de contenido cuando se administra de forma selectiva. Reconocer esta deriva no es un ejercicio de nostalgia ni de reacción, sino una exigencia de responsabilidad política y moral.

 

Persistir en la negación solo agravará el problema. Porque ninguna comunidad política puede sostenerse mucho tiempo sobre la exclusión silenciosa de una parte fundamental de sus ciudadanos, ni sobre la ficción de que toda discriminación es aceptable si se ejerce en nombre de una causa supuestamente justa.

 

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