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La Tribuna del País Vasco
Miércoles, 24 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

Estados Unidos planta cara a la censura promovida por las élites globalsocialistas de la UE

Estados Unidos ha hecho lo que Europa ya no se atreve: llamar a la censura por su nombre y actuar en consecuencia. La decisión del Departamento de Estado de prohibir la entrada en territorio estadounidense a varios responsables europeos implicados en campañas de presión contra la libertad de expresión no es un exceso diplomático ni una provocación gratuita. Es un acto de defensa. De soberanía. Y, sobre todo, de coherencia moral.

 

Durante los últimos años, bajo la coartada de la lucha contra la desinformación, el odio o la seguridad digital, se ha construido en la UE una maquinaria ideológica que ha convertido la censura en política pública. No una censura burda, sino sofisticada, tecnocrática, revestida de lenguaje jurídico y ejecutada mediante amenazas regulatorias, sanciones económicas y colaboración opaca con grandes plataformas tecnológicas. Un sistema que no discute ideas: las elimina.

 

La llamada Ley de Servicios Digitales no es un instrumento neutral. Es un mecanismo de control del discurso. Obliga a empresas privadas a actuar como policías ideológicos, delega el poder de señalar contenidos “problemáticos” en organismos y ONGs sin legitimidad democrática real y establece un marco en el que opinar fuera del consenso dominante puede convertirse en una actividad de riesgo. No se persigue el delito; se persigue la disidencia del globalsocialismo dominante.

 

Que esta presión se haya ejercido sobre empresas estadounidenses y haya terminado afectando a ciudadanos de Estados Unidos convierte el problema en algo más que europeo. Es una injerencia directa en derechos constitucionales protegidos por la Primera Enmienda. Y frente a eso, Washington ha respondido como debe responder un Estado que aún cree en la libertad de expresión como pilar fundacional, no como concesión administrativa.

 

El mensaje lanzado por la administración estadounidense, con Marco Rubio al frente, es inequívoco: ningún burócrata extranjero, ningún comisario europeo, ningún activista con despacho en Bruselas puede decidir qué opiniones son aceptables para los ciudadanos estadounidenses. No habrá impunidad diplomática para quienes exporten censura bajo apariencia de virtud.

 

La reacción airada de la Unión Europea confirma, paradójicamente, la naturaleza del problema. Bruselas no responde con argumentos, sino con indignación moral. No defiende la libertad, sino su monopolio sobre la definición de lo decible. Habla de democracia mientras esquiva el debate esencial: quién controla el discurso público y con qué límites.

 

Europa ha normalizado lo que en otros tiempos habría considerado inaceptable. Listas negras de medios, estrangulamiento publicitario, presiones informales, amenazas regulatorias, colaboración estrecha entre gobiernos, plataformas y organizaciones ideológicas. Todo ello sin control judicial efectivo y sin responsabilidad política directa. El resultado es un ecosistema informativo cada vez más estrecho, más homogéneo y más temeroso.

 

Estados Unidos, con esta medida, rompe ese consenso enfermo. Recuerda algo elemental: que la libertad de expresión no se protege restringiéndola, sino tolerando incluso aquello que incomoda. Que una democracia fuerte no necesita censores, sino ciudadanos capaces de discernir. Y que cuando el poder decide qué es verdad, lo que sigue no es orden, sino autoritarismo y tiranía, como la que propagan los principales líderes europeos.

 

No se trata de negar los riesgos de la manipulación informativa, sino de rechazar la solución falsa. La censura nunca ha sido un remedio liberal, sino una tentación permanente de las élites cuando desconfían del pueblo. Europa ha optado por esa tentación. Estados Unidos, al menos esta vez, ha optado por resistirla.

 

La prohibición de entrada a quienes han promovido estas prácticas no es un castigo simbólico. Es una línea roja. Un aviso claro de que la libertad de expresión no es negociable, ni siquiera entre aliados. Y es, también, una llamada de atención para una Europa que parece haber olvidado que sin libertad de palabra no hay democracia, solo administración del silencio.

 

Desde esta tribuna, la medida estadounidense no solo es comprensible. Es necesaria. Y merece ser respaldada sin complejos. 

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