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La Tribuna del País Vasco
Domingo, 28 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

La ciencia que no se atreve deja de ser ciencia

Hubo un tiempo en que hablar de meteoritos era propio de charlatanes, en que las bacterias eran una fantasía, en que las manos no necesitaban lavarse antes de una operación, en que el cerebro no producía nada parecido a la mente. La historia de la ciencia no es la historia de verdades tranquilizadoras, sino la crónica incómoda de ideas que, durante décadas o siglos, fueron ridiculizadas antes de convertirse en evidencia.

 

Por eso conviene recordarlo hoy, cuando la ciencia se presenta a menudo como un edificio terminado, sólido y cerrado: el mayor enemigo del conocimiento no es el error, sino el estigma. No es la hipótesis equivocada, sino la hipótesis prohibida. No es el fracaso experimental, sino la cobardía intelectual que decide, de antemano, qué preguntas pueden formularse y cuáles deben permanecer fuera del campo de lo decible.

 

En las últimas décadas, ciertos temas han sido expulsados del debate científico no por falta de datos, sino por exceso de prejuicio. Palabras como telepatía, experiencias anómalas, ovnis o percepción no ordinaria se han convertido en sinónimos automáticos de fraude, superstición o delirio, sin que se haya hecho siempre el trabajo básico que define a la ciencia: observar, medir, comparar, descartar con argumentos, no con burlas.

 

El estudio sobre el autismo del que informamos en La Tribuna del País Vasco no afirma verdades definitivas ni proclama revoluciones metafísicas. Hace algo más simple y, paradójicamente, más subversivo: se atreve a mirar donde otros prefieren no mirar. Se pregunta si ciertos rasgos cognitivos —especialmente los vinculados al espectro autista y a la neurodiversidad— podrían correlacionarse con experiencias subjetivas que la ciencia ha tratado durante décadas como ruido, ilusión o patología residual.

 

¿Y si el problema no estuviera en las experiencias, sino en nuestro marco interpretativo? ¿Y si, en lugar de inexistentes, algunas de estas percepciones fueran simplemente mal comprendidas?

 

La ciencia moderna se ha construido sobre una idea poderosa y útil: la de un observador neutral, estándar, promedio. Pero la realidad es más incómoda. No todos los cerebros procesan el mundo del mismo modo. No todos los sistemas nerviosos filtran, integran o descartan la información con idénticos criterios. Y, sin embargo, hemos convertido ese cerebro medio en árbitro absoluto de lo real, relegando todo lo que se sale de la norma a la categoría de error.

 

En ese contexto, la neurodiversidad no es solo una cuestión social o clínica; es un desafío epistemológico. Si aceptamos que existen múltiples modos legítimos de percepción y cognición, entonces debemos aceptar también que el conocimiento puede estar sesgado por haber escuchado siempre a los mismos perfiles mentales, bajo los mismos supuestos, con las mismas herramientas conceptuales.

 

La historia demuestra que la ciencia avanza cuando alguien se atreve a desafiar el “esto siempre se ha hecho así”. Cuando alguien cuestiona por qué un fenómeno se descarta antes de estudiarse, por qué un relato se patologiza antes de analizarse, por qué ciertas preguntas provocan risa en lugar de experimentos.

 

Ser valiente, en ciencia, no es creer sin pruebas.
Es investigar sin miedo al ridículo.
Es aceptar que el consenso también se equivoca.
Es recordar que lo inexplicable no es lo falso, sino lo pendiente.

 

Este texto no quiere ser, ni muchop menos, una defensa de lo paranormal, ni un alegato contra el rigor. Es exactamente lo contrario: una defensa del espíritu original de la ciencia, cuando aún no estaba domesticada por la comodidad, el prestigio o el miedo a salirse del carril.

 

Si la ciencia renuncia a explorar lo incómodo, lo marginal y lo estigmatizado, deja de ser una herramienta de descubrimiento para convertirse en un sistema de confirmación. Y una ciencia que solo confirma lo que ya cree no avanza: se repite.


¿Y si el mundo es más extraño de lo que hemos decidido aceptar?

 

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